domingo, 27 de enero de 2008

Querida P.:

Quiero que comprendas el por qué de tantas cosas que se me olvida preguntarte si tú quieres saber el por qué de todo lo que yo te quiero contar. Porque, digo yo, que seguramente lo querrás vivir sin necesidad de que nadie te adelante inoportunamente los acontecimientos.

Me imagino que tu alma vacía todavía de heridas es incapaz de comprender todo lo que yo quiero contarle, todavía carece de los conocimientos básicos para descifrar esta lectura tan complicada que traigo a tu abrevadero; llena de garabatos y tachones; de aclaraciones a los costados y a los pies de cada página. Tan llena de enmiendas que ya casi no se la reconoce.

Pero todavía me quedan tus páginas, las que reservé para ti, blancas e impolutas como lo están todas las tuyas. Este viaje lo hacemos juntos y solo tú decidirás hasta cuando.

viernes, 25 de enero de 2008

Horizontes imperfectos

Creo que una de las maneras que tienen tus hijos de pagarte por el esfuerzo que depositas en ellos, de compensar de alguna manera todo lo que de renuncia implica el que ellos aparezcan en tu vida, es devolviéndote, de manera inconsciente pero absolutamente natural, vívidos, recuperados del fondo de un estante en que permanecían polvorientos, ocultos en algún corredor del alma intrincada, recuerdos y sentimientos que creíste perdidos para siempre, y que, en realidad, solamente permanecían aletargados esperando la llegada de ellos, que son esa mano que los rescata y los hace patentes en la retina de los deseos recobrados.

Pienso en ello mientras observo, con paz de espíritu, como mi hija, recortada al borde de un mar plateado, incansable tira piedras desde el borde de una roca, esperando que estallen en el agua, haciendo esfuerzos para mantenerse erguida. Un sol resplandeciente de media mañana baña la estampa de su figura feliz, sonriente y despreocupada; ajena por completo a los problemas que acucian y devoran el día a día de mi existencia de hombre ya definitivamente abducido por el suceder de unas responsabilidades que hace mucho se tornaron inevitables.

Tira pequeñas piedras y me mira. Pregunta si he visto lo lejos que ha llegado, lo bien que lo hace, espera mi aprobación con cada lanzamiento. Escucha con la cabeza ladeada de interés los consejos que le doy para lograr llegar más y más lejos sin desequilibrarse; como los hago extensibles a otras parcelas en un intento de desarrollar la precaución como arma contra el sufrimiento inútil, el evitable, el que yo ya conozco y que ella aún no ha experimentado. Quiero creer que conseguirán que el número de golpes sea el menor de los posibles, y lo quiero creer a pesar de que yo he sido uno de esos que aprendí muchas de las cosas que ahora ya sé, tras caerme y volverme a caer, de ser yo mismo uno de los que no quiso escuchar y siempre, incluso ahora, ha escalado la montaña por la ruta más complicada, la más severa y lacerante. La frustración y el sufrimiento son parte indisoluble de la existencia de todo ser viviente. Sé que es inútil, incluso contraproducente, protegerla en exceso, no mostrarle la cara más amarga de la existencia que le queda por vivir, porque ello implica que al final los golpes serán más imprevistos, más dolorosos. Pero la visión de su pureza infantil en forma de sonrisa inquieta me impide hacerlo, por lo menos hacerlo de una manera explícita y contundente. Quizás sea porque quiero ver recuperada mi inocencia perdida a través de ella, quiero preservar ese estado de felicidad que aún conserva el mayor tiempo posible; porque, al fin y al cabo, su felicidad inopinada, es la mía, sus piedras lanzadas con torpeza son las mismas que yo lancé un día, hace ya muchos años, con mirada expectante, con el pensamiento puesto en que era seguro que algún día llegaría hasta ese horizonte que ahora se recorta tras la figura de mi hija, allá donde el cielo y el mar se funden en un abrazo y donde todo parece posible. Un horizonte que todavía se puede llegar a alcanzar.

Y mientras el sol baña mis pensamientos y el olor de mar salado inunda mis pulmones, mientras sonrío con ella, recupero, de un estante olvidado, la esperanza que creí perdida hace mucho tiempo. Quizás demasiado.





viernes, 18 de enero de 2008

La certeza de la inestabilidad

Nunca me había preguntado por qué, como un deseo latente que se hace evidente de pronto, emerge de mí la necesidad de escribir. No es algo meditado, es una cuestión de seleccionar un tema y encontrar un inicio. El resto fluye como una reflexión inmediata, no premeditada, que brota por primera vez y que por primera vez queda plasmada sobre la pantalla de mi ordenador, grabada en mi disco duro, repasada y finalmente exhibida bajo la máscara del coronel Kurtz.

La música siempre sonando, perpetúa compañera de mi viaje.

Mi escritura es como yo… irregular, tendente a la inestabilidad, al altibajo isobárico. No hay que darle más vueltas al asunto. Mi escritura soy yo, desdoblándome en un intento por encontrarme, por saber quien soy, siempre errático, siempre alejado de la línea recta.

El mundo a veces me supera, inevitable me bandea.

He pasado unos meses en los que la incertidumbre y el desasosiego han sido tónica dominante, meses de ansiedad que ahora, todavía, no es absurda, que queda fresca en mi memoria, como las fauces del león de mis sueños, ese que me asalta cuando estoy despierto y enfrentado a mi vida cotidiana, que cada vez lo es más. Meses de fino hilo colgado sobre el precipicio de mis acontecimientos inmediatos, de miedo de funámbulo, de futuro en blanco o negro… Y yo, que soy como un tablón arrastrado por el río de mi vida, me veo incapaz de remar apropiadamente cuando llegan los rápidos. No sé si tendría pericia de piragüista, que esquiva mientras elige la mejor ruta, porque siempre he carecido de remos y nunca lo podré comprobar. De todas formas nunca tuve demasiado firme el pulso y es quizás por eso que la naturaleza no se molestó en dotarme de embarcación más apropiada para surcar confiado la totalidad de mi río.

Y ya pasó.

Y yo me pregunto si has sentido alguna vez la lluvia, fina como el hilo del funámbulo miedoso, gratificante como un remanso tras aguas revueltas, cayendo sobre tu cabeza en un tibio día de sol.





Hace tiempo que alguien me dijo que la calma precede a la tempestad,
lo sé, es algo que sucede de cuando en cuando.
Cuando escampe, eso dicen, lloverá un día soleado,
lo sé, brillante como el agua que cae.
Me gustaría saber ¿has visto alguna vez la lluvia
cayendo en un día soleado?
Ayer, y algunos días antes, el sol fue frío y la lluvia excesiva
lo sé, este viene siendo mi camino desde el origen.
Funciona así desde siempre, atravieso el círculo, rapido o despacio
lo sé, me temo que no puedo parar.
Me gustaría saber ¿Has visto alguna vez la lluvia
Cayendo en un día soleado?

viernes, 11 de enero de 2008

¿Quién es el animal?

Leo con gran alegría la noticia de que el gobierno de EEUU ha prohibido en todo su territorio la investigación médica y científica con chimpancés.

Hace mucho que pienso que estos homínidos (y en general casi todos los homínidos no humanos) son más inteligentes que muchos homínidos humanos con los que comparto mi día a día, en el trabajo, sin ir más lejos. Siempre me ha parecido una auténtica barbaridad, una aberración, lo que se ha llegado a hacer con ellos en nombre de la ciencia, torturas incomprensibles que no se pueden justificar con ningún avance porque, sinceramente, para avanzar así es preferible recular.

Recuerdo un documental en el que se narraba el trabajo ímprobo de una pareja que habían construido, con sus propios medios y algunos donativos, un albergue destinado a chimpancés que hubieron pasado toda su vida en laboratorios, sometidos a todo tipo de experimentos bárbaros. De este modo podían pasar dignamente los últimos días de su vida. Un final digno para una vida de indignidad labrada en sus carnes. Muchos de ellos habían sido mascotas en su niñez y al convertirse en adultos, como suele suceder, fueron donados por sus dueños a laboratorios para que pudieran experimentar con ellos. Los pocos historiales “médicos” que pudieron recabar eran como para poner los pelos de punta: La mayoría eran seropositivos porque les habían inyectado el virus del sida, algunos no tenían dientes ni uñas; Los había con falta de movilidad porque habían jugado con sus sistemas nerviosos y, en definitiva, todo un catálogo de barbaridades, más propias del oscuro medioevo, que les habían producido tremendos traumas de los que poco a poco y con mucho cariño, algunos, parecían ir curándose.

Casi todos los casos, dentro de este documental, estremecían el alma; como el de uno de ellos que conoció finalmente los espacios abiertos y tras rechazar el salir de su jaula finalmente pasó toda la noche al lado del que luego sería su árbol, respirando naturaleza a horcajadas. Pero el que más me conmovió fue el de otro del que consiguieron localizar al que fue propietario, el mismo que lo cedió al laboratorio cuando no pudo hacerse cargo de él. Tras contactar y explicarle lo que había sido de su mascota, accedió a ir a visitarlo y juró que de haber sabido las atrocidades que se iban a cometer no lo hubiera donado a la ciencia (es una buena manera de lavar su conciencia pero a mí no me convence). Era desolador ver al chimpancé reconociendo a su antiguo dueño tras más de veinte años, gimiendo entre el llanto y la alegría... y ver como agarraba su mano con cariño a través de los barrotes de su jaula, como se dejaba acariciar del mismo modo que le gustaba en su niñez, como si nada hubiera pasado, como si aquel hombre no le hubiese abandonado a su suerte en el más oscuro de los agujeros, sin rencor. Yo me preguntaba quién era el animal, quien era superior a quien.

Es por todo ello que me alegra profundamente que se tomen por fin iniciativas como la tomada por el gobierno norteamericano, espero que en breve se debata en el congreso el proyecto Gran simio y se reconozcan los derechos de estos animales porque para aquellos que todavía dudan de que son auto conscientes, de que tienen inteligencia y memoria, ahí va ese vídeo.





miércoles, 9 de enero de 2008

Sobre crucifijos y crucificados

Es nuestra estupidez de humanos estándar, sobre todo cuando creemos estar en posesión de derechos pero no de deberes, casi del todo infinita. El principal problema es que cuando entramos en barrena por culpa de nuestra falta de entendederas, típicas de estúpido estándar, por otro lado, no nos apercibimos de nuestra propia tontería y nos indignamos ciegamente cuando alguien con algo más de seso en la mollera nos pone la cruda realidad ante nuestros desdichados ojos. Es más, me atrevería a decir que estamos mucho más capacitados para percibirla en los demás antes que en nosotros mismos en nuestra mismidad cerril.

Es por ello por lo que me quedo estupefaciente ante una noticia publicada hoy en el periódico en la que se informa acerca de una empleada de British Airways a la que se solicitó, por normativa de régimen interno sobre uniformidad, que se quitara un pequeño crucifijo durante sus horas de trabajo. Ya se sabe que hoy en día cualquier pequeña estupidez puede convertirse en causa digna a poco que uno la envuelva con las palabras adecuadas, léase: libertad, justicia, constitución, dignidad, paz, o cualquier otro de esos vocablos que, solos o en compañía, pierden su significado de tanto ser usados y llega un momento que uno ya no sabe muy bien a que atenerse cuando las escucha, así en frío y sin el debido matiz, que no debiera ser necesario.

Sucede que esta señora se puso la libertad de religión por montera y alzó sin tapujos una bandera de justicia ante la discriminación a la que estaba siendo sometida, dando como resultado la siempre sana rebeldía de no quitarse el crucifijo y retar a la empresas que le paga su salario. La compañía aérea, viendo el cariz que estaban tomando los acontecimientos y dado que la prensa había comenzado a clavar sus garras en el jugoso asunto y comenzaba a hacerse eco de tamaño escándalo contra la dignidad humana, le ofreció a la susodicha, no sólo cambiarse a un puesto en el que no debería uniformarse y por tanto podría ejercer su preciada libertad religiosa, sino una jugosa indemnización económica que ascendía a 8.500 Libras (casi 12.000 Euros).

Pero amigos… la dignidad no se vende… tan barato. Así que nuestra Juana de arco rechazó la oferta y acudió a los tribunales, imagino que en busca de una indemnización algo más jugosa, en donde se ha fallado en su contra, si bien, y este es el problema, podría no haber sido así y también nos parecería fantástico, y eso es lo terrible.

Lo que a mi me queda claro de toda esta historia y de las muchas similares que se producen a diario (fundamentalmente en países anglosajones aunque ya nos vamos contagiando en otras latitudes) es que hemos llegado a unos extremos en la defensa de nuestros derechos que a lo único que puede conducir es a la reversión, tarde o temprano, de los mismos. El hecho de que nos aferremos a clavos ardiendo, bien por motivaciones puramente económicas o bien porque alguno crea haber sido tocado por la varita de la iluminación salvamundos, nos conduce a situaciones tan paradójicas como las acaecidas a raíz de los atentados del 11-S contra las torres gemelas, en las que nos encontramos con que nuestras libertades solo se pueden defender recortándolas (Si no me creen no tienen más que hacerse un viajecito a cualquier destino de EEUU). Porque, señoras y señores, es inevitable que esas libertades de las que gozamos dejen huecos, recovecos por los que colarse, y las convertiremos en una farsa desde el mismo momento en que usemos su nombre en vano y nos aprovechemos de ellas para nuestro beneficio personal y no para el colectivo, que es para el que fueron concebidas. Y si no que se lo pregunten al tipo ese que fue crucificado sin juez ni parte, hace unos dos mil años.

viernes, 4 de enero de 2008

Capitulo V

Teodoro Minuesa fue siempre un muchacho taciturno y huidizo. Alguien nacido en el lugar incorrecto y al que la vida le había pesado demasiado desde el mismo momento en que tuvo conciencia de que el río por el que sus circunstancias transitaban no era en absoluto el que él hubiera deseado, una poderosa familia gitana dedicada al tráfico de drogas en uno de los poblados marginales del extrarradio madrileño. Su padre, que era como un animal de bellota que siquiera sabía leer y que sólo conocía de trapicheos y flamenco, nunca entendió la desmedida afición de Teodoro por lo libros. No entendía que no prestase la debida atención a los negocios de la familia y que se dejara arrebatar el puesto, que como primogénito le correspondía, por un hermano al que nada se parecía y que sin duda sí había captado desde su más tierna infancia que la crueldad es del todo necesaria para abrirse paso en el duro mundo de las chabolas. Su madre murió cuando parió al último de sus hijos, entre gritos ahogados, el humo del tabaco de su marido y la visión de su hijo mayor, inmóvil en la puerta con la mirada aparentemente extraviada tras unas enormes gafas, a pesar de que en realidad la estaba mirando fijamente desde el horror de su infancia.

Fue quizás esa pequeña tara, ese estrabismo galopante escondido tras unas enormes gafas de pasta que escondían su mirada perdida, lo que convirtió a Teodoro en un chico tímido que sólo encontraba refugio en unas lecturas que le llevaban muy lejos de aquel lugar, hasta sitios que estaba seguro nunca llegaría a conocer de no ser por las palabras impresas. Solía perderse en fabulaciones extraordinarias en las que él era un valiente explorador inglés de principios de siglo transitando un África salvaje, descubriendo lugares inhóspitos de incalculable belleza, remontando ríos imposibles como hiciera Marlow en busca de un tan fascinante como oscurecido Kurtz.

El resto de los muchachos de su edad en aquel poblado desolado, huido desde su imaginación, convertido en extensa sabana salteada de bao-baps, encontraban en él el blanco perfecto de sus burlas más crueles. Él no hacía caso, había desarrollado una enorme coraza gracias a su fantasía desmedida y los veía como negros de tribus hostiles que trataban de hacer fracasar su exploración y a los que acababa doblegando con el certero ímpetu de su conocimiento de la estrategia y el arte de la guerra. Su padre no entendía que no se defendiera de los ataques y le reprendía violentamente cuando regresaba a casa; pero el tampoco parecía escuchar sus voces ni sentir sus golpes, que eran los zarpazos de un león devorador de hombres que había realizado una incursión en el campamento de su calida noche africana.

Algunos años más tarde, en aquella noche de invierno incruento, se encontraba en el tren en el que Lucio y Julia se cruzaron sus miradas por primera vez, observaba desde la soledad del pasillo mientras exprimía un pitillo con nerviosismo. El revolver que le había proporcionado su hermano le pesaba en el bolsillo del abrigo y gotas de sudor perlaban su frente. Para poder cobrar el dinero que su hermano le prometió, el suficiente como para poder emprender su viaje soñado en el que recorrería todo el continente Africano, a la antigua usanza, como lo hicieran Stanley o Burton, debía matar a aquel hombre de aspecto seguro y fiero, a Lucio, que charlaba amablemente con alguien a quien no alcazaba a ver con su mirada extraviada enturbiada de humo y frío. Era una más de las macabras bromas de su hermano, siempre retándole, por cobarde e inútil, una forma de evitar darle ese dinero que le correspondía por herencia pero que su padre dejo en depósito con instrucciones de dárselo sólo cuando demostrara que era de su sangre, que era un tío con los cojones bien puestos. Su hermano se había convertido, además del jefe de su clan de animales, en el juez y en la parte que habría de juzgar su hombría, que él estimaba que no era otra cosa que la demostración fehaciente de su deshumanización, el quebrantamiento de los principios básicos a los que se había aferrado desde que tuvo uso de razón para diferenciarse de esa caterva de infames analfabetos que le habían tocado en suerte en la ruleta de la vida y a los que le costaba llamar familia. Su hermano, el más infame de todos, el líder de los infames, se dedicaba a torturarle poniéndole retos que no sería capaz de cumplir porque, según decía, era una señorita de mierda y le faltaban los “cohone”. Pero aquella vez se había propuesto llevarlo a cabo, ir en contra de sus principios más elementales y rebanar una vida con tal de ver cumplido su sueño, de poder dibujar ante sus ojos la realidad de aquello que durante años tan sólo había soñado a través de las palabras de otros, de poder respirar el aire de el negro continente, de plasmar en su retina los amaneceres enrojecidos y de soles enormes del Serengeti. Y poder de una vez por todas poner tierra entre su infame familia de analfabetos y olor pestilente del aquel infesto poblado de chabolas, y él mismo, que también dudaba de si era hijo de su padre y hermano de aquellos engendros que gozaban y reían martirizándolo y humillándolo.

Aquella noche de viento y frío intenso fue incapaz de acometer su fechoría, en el último momento, mientras revisaba el revolver se dio cuenta de que en su nerviosismo irracional, había olvidado cargarlo de balas. Y todo el valor que hubo reunido para poder apretar el gatillo se desinfló en una fracción de segundo y se convirtió en repentino alivio y en la imagen de sus hermanos riendo a mandíbula batiente.