jueves, 26 de junio de 2008

Operación Tufo (Gracias Olive)

Hace algún tiempo que vi “Pequeña Miss sunshine”, una película sublime en la que con fino humor, agridulce -como a mí me gusta- se parodia la sociedad en que vivimos y sus valores. Siempre he sentido deseos de escribir algo sobre ella pero por unas u otras causas, quizás por pereza existencial o por temor a enfrentarme a la realidad que me envuelve, que no es tan diferente a la que la película retrata, no me he decidido hasta ahora, que me encuentro hilvanando temas en mi cabeza y me han venido a la memoria algunas de sus secuencias.

El argumento es sencillo. La casualidad -la puta casualidad- consigue juntar a seis miembros de una misma familia en una destartalada furgoneta Volkswagen, confabulados sin quererlo, en la consecución de un mismo objetivo: Llegar hasta California, desde el Este, para que la pequeña de la familia, Olive, una adorable y regordeta niña, de enormes gafas y sonrisa mellada, vea consumado el sueño de asistir a un prestigioso concurso de belleza para preadolescentes. En realidad ninguno de ellos, excepto Olive, tiene ganas ni intención de hacer el viaje, pero es la puta casualidad la que consigue, a través de diferentes circunstancias en cada caso, que se embarquen en una aventura que acabará por convertirse en una suerte de viaje iniciático, en el que cada cual encontrará su respuesta. Si no la definitiva, sí esa que les ayudará a dar algo de sentido a sus respectivas existencias.

Pierdo mi mirada en el televisor mientras mis pensamientos vuelan lejos, justo en dirección opuesta…

…pensamientos al hilo de lo que el hipnótico aparatuelo despliega ante mis ojos. Todavía no he encontrado mejor método para divagar que fumarme un canuto y poner un programa absurdo, de esos a los que se le puede sacar punta sin demasiada esfuerzo. Me escapo a lomos de mis pensamientos porque de lo contrario correría serio riesgo de quedar lobotomizado -más aún, si cabe- ante tanta sandez junta. Hoy ha tocado ver Operación Triunfo. Hace miles de años que no veía ninguna de las galas, creo que desde que Rosa (esa que estaba en la cola de gargantas cuando dios repartía cerebros) ganó el concurso. En general ninguno de estos concursos me despierta la más mínima curiosidad, aunque hay que reconocer que todos ellos son la perfecta expresión del vacío en el que vivimos la mayoría de nosotros. Casi, más que vacío, debiera decir desamparo.

Apoltronado en el sofá observo atónito como desfilan los cantantes uno tras otro, como clones a los que han ido modelando poco a poco, clase a clase, hasta convertirlos en caricaturas televisivas, en personas aptas para el show-bussiness. Antes de cantar, los entrevista un desgastado Jesús Vázquez, que despliega una simpatía tan natural que parece impostada, que sólo puede ser impostada, que coño. Después de cantar los juzga El Jurado… así, con mayúsculas. De entre los miembros de El Jurado despunta un tal Risto, que es sin duda mucho más listo que los demás. Al menos él debe de estar convencido de ello a juzgar por su actitud chulesca de malo malote cascabelote.

Todo es tan chachi piruli que estoy apunto de apagar la tele e ir a cortarme las venas. Menos mal que aún queda canuto por fumar porque de lo contrario, además de haberme suicidado inútilmente, me hubiera perdido la actuación de un giri negro que canta más que bien. “¿Qué hace este tipo aquí?” – me pregunto despertando de mi letargo y con toda la estupefacción de la que soy capaz a estas horas y tras dos horas de concurso. Antes de cantar habían puesto los típicos videos con las vicisitudes semanales en la academia, en las que el tipo había osado cuestionar (medio en español, medio en inglés) la mecánica del programa porque consideraba injusto que los factores extra-musicales influyeran a la hora de juzgar a los concursantes. “Music is important!” – se le ocurrió decir, con bastante indignación, gesticulando impotente... “¡No jodas!”- fue todo mi pensamiento.

Como ya he dicho, actuó muy por encima de la media mediocre del programa y le llegó el turno de ser juzgado por El Jurado. Risto comenzó a repartir estopa sin entrar a valorar la interpretación que acababa de presenciar (“¡Coño!, si va a tener razón el negro” -me dije). Parece ser que el hecho de que el muchacho hubiese osado pensar y, no sólo eso, sino también opinar, no le hizo demasiada gracia al Juez. De hecho comenzó su ataque diciendo que quien era él para opinar sobre la mecánica del concurso… ¿¿¿¿????.... a partir de semejante premisa construyó todo su ataque. El negro no debió enterarse de nada porque de español ni papa, pero a Risto le daba lo mismo porque a él no le interesa que le entendiese el muchacho sino el público. Fue un momento lamentable. No hay nada más patético que ver a un tipo que se supone inteligente (es Juez) y que además entiende de música, defendiendo un formato como el OT y crucificando al único que parece saber cantar con algo de personalidad, por algo tan normal como es pensar por uno mismo. Hasta que grado hemos llegado cuando el público aplaude a un tipo que cuestiona la opinión individual de una persona… viendo este tipo de cosas a uno no le extraña que Hitler llegase a ganar unas elecciones…

…les comentaba lo de “Pequeña Miss Sunshine” porque el final de la película, la última media hora, está dedicada a la participación de la pequeña Olive en el concurso de belleza. La llegada de la familia hasta el hotel en donde se celebra y todo el periplo posterior, son dignos de pasar a los anales de la historia del cine. Esa familia, atípica, con todas sus expectativas puestas en un concurso absurdo, que para ellos representa, simplemente, la consecución de un reto… y el tremendo choque contra esa realidad distinta, que desconocen completamente y en la que no se saben desenvolver, que son ese tipo de concursos en donde el triunfo es lo primordial, en donde todos los valores y todos los principios se desintegran y la superficialidad humana afora sin contemplaciones. Ese tipo de concursos en los que pensar y tener opiniones propias está prohibido por ser contraproducente y dañino. Esos concursos que son la metáfora perfecta de esta nuestra sociedad, en la que la fama (nimia y efímera) es el mayor de los logros. En los que alcanzar el triunfo justifica perder los principios más elementales, prostituirse por una causa. En la película es aún más triste porque el objeto del triunfo son los hijos, niños pequeños que se convierten en simples proyectores de toda la frustración acumulada de unos padres que creyeron que para ser algo en esta vida hay que triunfar. Y yo me pregunto ¿Qué coño es triunfar?

Sólo me resta dar las gracias a Olive, esa niña maravillosa cuya esencia deberíamos guardar todos dentro, por siempre jamás. Y a toda esa familia de perdedores que, si se mira bien, son en realidad, los únicos que ganan, los verdaderos triunfadores.

miércoles, 18 de junio de 2008

Fisterra

Es esta la historia de un tipo que, según decía, sólo se equivoco una vez a lo largo de su extensa vida. Siempre tomó las mejores decisiones, las más apropiadas en cada momento, para avanzar con notable éxito; no se sabe bien si por suerte o simplemente porque le resultaba imposible equivocarse, que era lo que a él le gustaba decir. Gracias a ello -a la suerte o lo atinado de su criterio- su devenir fue como navegar con suave brisa por un mar siempre en calma... hasta que la tempestad irrumpió inesperada y violenta, y descompuso su mundo sin piedad.

La historia de, llamémosle J., podría parecer increíble a los ojos del común de los mortales. Nosotros -el resto- dudamos y nos equivocamos, así que es lógico que creamos imposible que pueda existir en el mundo alguien que no lo haga o, al menos, que crea no hacerlo. Además, resulta imposible poder medir algo tan subjetivo como son los errores o aciertos de alguien, con un mínimo de objetividad.

Pero no se trata de creer o medir sino de vivir; y yo no les estaría contando nada de esto si no hubiese convivido durante más de cuatro meses -su último invierno- con él; si esta historia me hubiese llegado de cualquier otro que no fuera él mismo. En las largas conversaciones que mantuvimos nunca encontré resquicios que me hicieran sospechar de la veracidad de sus palabras. No sé si era por la seguridad con la que exponía todo, por la seductora manera que tenía al narrar o por el timbre suave de su voz, pero todavía, hoy en día, mientras escribo estas palabras y recuerdo, sigo convencido que todo lo que me contó es rigurosamente cierto y me atrevo a afirmar que J. nunca se equivocó, tan sólo una vez.

Conocí a J. en el ocaso de sus días. Llegué a Fisterra para trabajar como su enfermero particular y acabé siendo su amigo y confidente. Nadie quería aceptar aquel trabajo, las condiciones económicas eran atractivas pero requería aislarse en un caserón de la costa, en pleno invierno, a ver morir a un viejo que se había ganado, entre alguno de mis compañeros del hospital, la fama de déspota intratable. Yo era joven y estaba necesitado así que decidí no hacer caso de las habladurías; la inconsciencia y un grueso fajo de billetes se convirtieron en la corriente que me acerco hasta su orilla.

La primera vez que le vi fue en la lejanía; atardecía sobre la playa en la que recalé a bordo de un pequeño bote pesquero, único modo de llegar hasta aquel lugar inhóspito en donde J. decidió pasar sus últimos días. Él me esperaba de pie más arriba, en los jardines del pazo. Mantengo esa primera imagen en mi retina como la de una postal en la que solo desencaja su figura a contraluz: un hermoso pazo rústico sobre el acantilado; sobre el verde, el mar, un faro y el cielo preñado de oscuras nubes a media altura; y J. recortando el horizonte plomizo, apoyado en su bastón; su largo abrigo ondea leve y él se encuentra tan ladeado que parece que vaya a desplomarse en cualquier momento. Una estampa de ocaso, asolada de fin pero esplendida.

Tenía un cáncer de pulmón terminal y se había retirado –en contra de la opinión de su médico- a donde el considero más oportuno, su pazo de Fisterra. Decidió que necesitaba de aquel aire, frío y húmedo, pero sobre todo de los lluviosos atardeceres del invierno de su infancia. No pretendía más compañía que la sus pensamientos, el mar, su perro Dyck, y aquel desapacible invierno en el que no paró de llover; el doctor -que era además un buen amigo- le exigió que al menos se llevara a un enfermero, alguien que pudiera atenderle cuando el dolor arreciara.

Sería muy largo, mucho más de lo permitido, contarles a ustedes todo lo que hablamos durante las tibias mañanas de paseos por aquella playa solitaria; durante esos atardeceres de frío, en los que sentados en el banco frente al mar y arropados con una manta, nos quedábamos mirando el infinito del horizonte, unas veces callados y melancólicos, otras locuaces… y el sol imperturbable que se escondía tras un mar de bravura, dejando que, una noche más –tal vez la última- un manto de oscuridad nos envolviera leve.

Sí les puedo contar que, a pesar de que podría haberse dedicado a lo que quisiera, se decidió por la inversión en bolsa, que no requería estudios y le pareció el camino más sencillo para alcanzar holgura económica. Comenzó con muy poco -lo poco que consiguió ahorrando la paga como estibador en los muelles de su Vigo natal- pero jamás se equivocó en inversión alguna, así que en pocos años alcanzó una posición más que desahogada.

Antes de cumplir los veinticinco años ya había ganado su primer millón. Conoció a Clara, la que luego sería su esposa y que resultó ser la mujer adecuada para él. Tuvieron dos hijos, Alfredo y Lucia, que si bien no heredaron el don de J., sí se beneficiaron de su influjo… al menos mientras él vivió. Era la de ellos una existencia sin fricciones, más parecida al argumento de un anuncio que a la realidad que vivimos las personas que cometemos errores. Vivían como si nada de lo que pasara en el mundo pudiera contaminarlos.

Clara, había fallecido cuatro años antes de que yo le conociera. Al parecer se atragantó con el hueso de la aceituna de su último Martíni, durante un crucero por las islas vírgenes. Me contó que él no podía viajar y que insistió para que ella no viajara sola. Pero esta vez no le hizo caso y se alejó demasiado.

-Fue -me dijo- cuando la mala suerte -siempre al acecho, siempre sedienta de venganza- aprovechó la oportunidad y entró de lleno en nuestras plácidas existencias. Lo hizo por la puerta falsa, cuando ya nadie la esperaba, la muy hija de puta. Estaba esperando a que me equivocase y aprovechó su única oportunidad.

Fue efectivamente, a partir de ese momento, cuando su mundo comenzó a dislocarse. Aquel hecho había representado tal perturbación que era imposible que no se produjeran réplicas. La muerte de Clara le afectó tanto que ya no quiso saber nada más del mundo ni de sus hijos, que también entraron en una extraña deriva que les alejo para siempre, aunque esto es otra historia que no viene al caso contarles.

A los pocos meses le diagnosticaron el cáncer y tras un rosario de pruebas e ingresos hospitalarios decidió aceptar los nuevos designios y se exilió en su pazo de Fisterra. Quería mirar de frente su destino y morir sereno, quería saber, antes de morir, si aquel error era inevitable o, por el contrario, hubiera podido seguir esquivando a la mala suerte, hasta el fin de sus días. Yo le ayudé a rebobinar, me convertí en una especie de confesor al que pudo contar su vida, paso a paso, sin omitir detalles.

J. murió a los sesenta y cuatro años, frente al mar, durante un atardecer en el invierno de 1999. Estábamos sentados en nuestro banco y los últimos rayos de sol enrojecían la línea del horizonte; le sobrevino entonces un acceso de tos que me obligó a acostarle en la cama sin siquiera cenar; le suministré calmante y antes de dormir para siempre me dijo:

—Nunca debí dejarla sola.

domingo, 8 de junio de 2008

Winston ama a Chopin

Winston era sordo aunque no de nacimiento. Un accidente jugando, un balonazo fortuito cuando apenas contaba los diez años, le dejó sordo del oído derecho. Más tarde -hasta ahora nadie ha sabido explicar aún el por qué- fue perdiendo, de manera paulatina, la audición en el otro, hasta quedar completamente sordo. Cuando esto sucedió ya había cumplido los doce años y desde entonces dejó de ser el niño risueño que encandilaba a propios y ajenos para convertirse en un adolescente taciturno y ensimismado.

Walter y Allie, sus padres -una pareja acomodada cuya única prole era él- lo intentaron todo. Winston, arrastró inútilmente su recién adquirida sordera de consulta en consulta, de camilla en camilla; una cara tras otra, todas doctas y sonrientes al principio y luego apesadumbradas, tras semanas de pruebas -quince especialistas y un único rostro en su retina-. Me contaba que soltaban el dossier sobre la mesa mientras se sentaban, se ajustaban las gafas de leer, miraban fugazmente hacia él y se dirigían a sus padres. El médico en su recuerdo le miraba por encima de las gafas, justo antes de soltar la única respuesta que recibieron, Walter y Allie, tras casi cuatro años de recorrer medio mundo: “Incurable”. Ninguno reconocía abiertamente su ignorancia -se excusaban en la inoperancia de las pruebas o en la falta de recursos de la ciencia que profesaban- pero todos cobraban la gruesa factura a través de enfermeras de gesto compungido que daban a firmar boletas de importes exorbitantes. Walter y Allie, ya se encontraban al borde de la bancarrota cuando finalmente desistieron y, tras una larga conversación de madrugada desesperada, decidieron asumir su nuevo destino, algo que consideraban toda una tragedia.

A Winston, yo le conocí algunos años después, los dos habíamos terminado nuestros estudios de arquitectura y el destino quiso que coincidiéramos en el mismo estudio, trabajando como becarios, suspicaz al principio y codo con codo al final. La recuerdo como la mejor etapa de mi vida. Habíamos estudiado durante cinco años en la misma facultad y ni tan siquiera me era familiar su cara. Al principio llegué a dudar de su palabra, me resultaba impensable no haber reparado nunca en él, en la cafetería, en la biblioteca o por los pasillos de la facultad. Más tarde comprendí el por qué: Winston era una especie de espectro que se desplazaba por la vida sin levantar ninguna clase de expectación. Era como si el silencio de su mundo hubiese traspasado la frontera de su cuerpo y lo hubiera recubierto hasta volverlo invisible a los ojos de los demás. Sus puentes con el exterior no estaban del todo cortados, pero él, quizás como medida básica de subsistencia, había minimizado sus interacciones con la realidad de los demás, hasta lo imprescindible. Esto le permitía continuar transitando sin contratiempos por una existencia que a mí siempre me resultó demasiado profunda y solitaria, imagino que como el silencio que le acompañaba.

En cierta ocasión, en una de nuestras primeras conversaciones de índole personal –luego serían muchas más- le pregunté, con algo de torpeza, si no le resultaba demasiado molesta su sordera. Se quedó mirando algún punto del inexistente espacio, algún lugar encima de mi hombro derecho, y tras un prolongado silencio me contestó que no, que quizás lo fue un poco al principio, hasta que se acostumbró al silencio perpetuo -así lo dijo- …luego pasó a no importarle demasiado hasta que llegó al punto de encontrarle ventajas. Solía decirme, a modo de chascarrillo, que echaba de menos la música pero se había ahorrado tener que prestar atención a miles de conversaciones insustanciales.

-¿Sabes? -me dijo en otra ocasión tomando un café en el bar de la esquina-… imagina son las tres de la mañana y duermes -lo normal- y repentinamente, cinco horas antes de lo previsto, los primeros rayos de sol cruzan por tu ventana y te golpean en los ojos. Sentirías un aviso desde tu cerebro de que algo no encaja, mirarías con extrañeza el reloj y luego acabarías de abrir la persiana para observar asombrado el amanecer. Buscarías otros relojes en la casa e incluso enchufarías la televisión para cerciorarte de que realmente está sucediendo, que la trayectoria del planeta se ha alterado y que el sol ha comenzado a iluminar tu hemisferio cuando no debía, nunca debería -enfatizó esto último con un enérgico gesto de manos- …tú todavía no lo sabrás, solo lo intuirás, pero tu mundo, todos los conceptos, todos los asideros, todo lo que creíste referencia, habrán comenzado a caer… y ya nada volverá a ser lo mismo… porque el eje de tu planeta se habrá desplazado n grados alterando su órbita irremediablemente.

Fue en un amanecer de madrugada cuando Winston empezó a congeniar con el silencio; fue cuando lo supo perpetuo; mucho antes de que sus padres hubieran desistido de curarle, apenas tres meses después de oír el ultimo de los sonidos, algunos acordes de un nocturno de Chopin que su padre puso en una soleada mañana de domingo, como era su costumbre; ese nocturno que aún le prendía en el recuerdo, como un tesoro insondable, la última vez que le vi.

martes, 3 de junio de 2008

Autista

Puede que sea desidia… puede que esté cansado de tanto bregar en el día a día, levantarme temprano, acudir al trabajo, regresar tarde, atender a mi familia… nada que se salga de lo común, siquiera estoy seguro de si hago todo esto bien.

Si quiero escribir -que es de las cosas que más me gustan, porque me liberan, porque consigue evadirme de esta rutina justiciera- tengo que trasnochar o robarle horas al trabajo (aunque no estoy muy seguro quien le roba horas a quien)… esto al final redunda es que aún estoy más cansado porque lo cierto que habitualmente al único que le robo horas es al sueño. Cuando consigo terminar un cuento, cuando de entre las tinieblas de la inspiración aparece el cordel que conduce a una idea y consigo desmadejar con éxito una trama, me acuesto cansado pero feliz. Puede que a muchos les parezca absurdo e incluso contraproducente… mucha gente no lo entiende pero a mí me llena… me cansa… me llena.

No siempre que me acuesto tarde escribo… no soy de producción compulsiva sino más bien lenta porque la inspiración suele aparecerse cuando le viene en gana. Hay veces que me enroco ante la pantalla del ordenador, navegando -que gran expresión, que acertada y descriptiva- por la enorme red, escuchando música, dejándome llevar de un sitio a otro en busca de una historia o de una palabra que abra la puerta, que me dé esa primera frase a partir de la cual todo parece distinto. Hay veces que no aparece… y me quedo en la cama, cansado, pensando, dándole vueltas a alguna idea, buscando un enfoque, buscando una primera frase… pero casi nunca aparece cuando sólo pienso en ello.

Últimamente me he convertido en una especie de autista cibernáutico y todo el entramado de relaciones que fui tejiendo, comentario a comentario, en blogs propios y ajenos, se ha desmoronado como si nada. Y me duele…. pero sé como funciona todo esto y tampoco esperaba otra cosa. Poca gente comenta en un blog si no es en respuesta a una llamada previa o espera que lo hagan en el suyo. Así funciona. A veces escribo un cometario en alguno de los blogs amigos y luego lo borro, siento como si no estuviera aportando nada, porque siempre se huye de la polémica, siempre se comenta en positivo, a veces pienso que suena forzado, que sólo se hace porque no hacerlo significa romper el cordón, dejar tu propio blog a la deriva no-comentario… pero no sería justo decir esto porque muchos habéis seguido comentando en este lugar, a pesar de todo, y comprendo que si no hay respuesta al otro lado de la línea es muy difícil establecer comunicación… y yo ya ni siquiera doy respuestas en este, mi espacio. ¡Qué falta de cortesía, por Dios!... Os pido disculpas por ello a todos los que, a pesar de todo, seguís transitando por aquí. Siempre tuve tendencia a la misantropía y los años no han hecho más que acentuar esa manía mía… además estoy cansado… relacionarme supone para mí un gasto de energía extraordinario, mucho más de lo que podáis imaginar, y las pocas fuerzas que me quedan (nunca fui muy activo) las utilizo en escribir o en buscar inspiración por entre libros, blogs y páginas de Internet. Espero que esta explicación sirva, al menos, como disculpa, nunca como excusa… no está mi intención justificarme… ni dejar de hacerlo.

domingo, 1 de junio de 2008

Sobre pájaros

- Más vale pájaro en mano que ciento volando… ¿no eras tú el que no paraba de repetir esa gilipollez, cuando todavía te creías alguien?, mal pájaro fuiste a cazar... ¿Sabes algo de aves?... Mientras me terminó este cigarro te contaré algo sobre halcones… se pueden adiestrar y se utilizan para la caza, aunque supongo que esa parte la conoces… son capaces de cazar aves en pleno vuelo, su habilidad, su dominio de las alturas, se lo permite. Expertos voladores con garfios en las patas y mirada kilométrica. Vuelan recto hasta la presa, que cuando quiere percatarse del peligro ya es demasiado tarde, luego es como una sinfonía, algo que no te lo puedo explicar, hay que verlo... pero me temo que tú ya no podrás… je je je… decía, el arte de la cetrería, sí, caza de volatería, disciplina ancestral, afición de reyes, amigo… una rapaz a tu servicio, como una prolongación de tu mano. Divisan su presa, vuelan recto y la atrapan entre sus garras. ¡Zas!, en un instante, si previo aviso, sin señales que los delaten. ¿Tú eres halcón o paloma, amigo?... je je je, no hace falta que contestes… je je je.


Lucio habla y ríe mientras pierde la mirada en un cielo de nubes espesas y ramas desnudas -mal día para morir- A sus pies, amordazado y atado al tronco de un castaño, yace ensangrentado y apenas consciente -acaba de volver en si- un muchacho bien vestido que no debe de tener más de veinticinco años. Trata de suplicar piedad pero la mordaza se lo impide; sólo es capaz de emitir, de cuando en cuando, con ojos muy abiertos y mueca de muerte, súplicas guturales de garganta que quema. Lucio no parece prestarle demasiada atención; su figura se recorta erguida al sol de atardecer del otoño; corre el viento frío y su abrigo ondea con levedad; con la espalda apoyada en el coche, fuma tranquilo mientras continúa con su perorata sobre halcones y cetrería:


- Hoy en día casi todos los halcones son de criadero pero aún hay quien los caza salvajes... hay que esperar que estén ahítos -¿Sabes lo que significa ahítos, Víctor?, bien comidos, sí-. Luego con una red es suficiente. Durante el adiestramiento, los tienen al menos un mes encerrados, a oscuras, para que se acostumbren a los nuevos olores y sonidos… ¿Imaginas el miedo que pasan los bichos, desprovistos de su mejor arma, de la vista, agarrados a una percha, único asidero?... seguro que ahora si eres capaz de imaginarlo… se les entrena en el miedo, hay que desorientarles, sólo pueden ver la luz cuando van a volar. Luego tienen que enseñarles lo más complicado, a regresar al amo. Hay que acostumbrarles a comer de tu mano, emitir un chasquido… tech, tech, tech… mientras lo hacen; un sonido que cada vez que lo oigan les haga regresar a tu puño, en busca de carne fácil. Tú no oíste el chasquido del amo, Victor…-Lucio acompaña su explicación con amplios movimientos de manos y cuerpo; aspira una calada prolongada, con rostro adusto y la mirada perdida entre las hojas secas, y tira, con gesto de desdén, la colilla candente sobre el pecho del joven- …por eso estás en esta situación.


Víctor comienza a gemir más fuerte ante la inminencia de su muerte. Él siempre había sido un buen chico, algo tarambana pero nada que pudiera despertar las alarmas en su acomodada familia. Había sabido medrar, sin apenas trabajar, dentro de la empresa del tío Fausto, todo un magnate de la construcción, uno de esos tipos hechos a sí mismo, de los que todavía piensa que nadie le ha regalado nada en la vida; Víctor creció a su sombra, aprendió rápido a moverse entre empresarios y políticos de medio pelo; vestía elegante, presentaba buenas maneras y era bien parecido; manejaba pasta, tenía un buen coche, una buena casa y follaba casi todos los días… pero quería más, quería agarrar todo lo que se pusiera a su alcance, quería sentir el poder, ejercerlo, aunque, a tenor de la circunstancia en que se encontraba, equivocó su ruta .


Lucio acaba de pisar la colilla, que ha caído rodando desde el pecho de Víctor hasta el lecho de hojas, se calza los guantes con gesto estudiado, e introduce su mano entre el abrigo y el cuerpo, para extraer la Beretta. La pasea ante los ojos desorbitados de su presa y observa sus reacciones, se recrea en cada gesto del pequeño amago de magnate. Así disfruta Lucio, en convivencia directa con el horror de los demás, con su mirada cuando descubren que ya no hay vuelta atrás, que es el fin. Con la pistola negra en la mano, no quiere terminar sin antes añadir un ingrediente más, la guinda de su sádica tarta:


-La chica, sí, la novia de tu tío, esa que te follaste en el despacho… va en el maletero. Se empeño en gritar y le tuve que rajar el cuello antes de lo previsto -abre el maletero del coche, carga un fardo ensangrentado al hombro, lo deposita al lado de Victor y sigue hablando con respiración entrecortada - …tu tío Fausto te manda saludos y dice que no es por la chica, que eso te lo podría haber pasado, que le importaba un carajo -como queda patente- …dice que no tenías que haber echado mano a la caja para llevarte esos documentos y los dos kilos... pájaro equivocado -esto último es mío, no lo he podido resistir- ¿Tienes algo que añadir en tu defensa?... je je je… ¡Ah no, que no puedes!, y parece que ella tampoco… je je je


El viento arrecia y las hojas, secas y doradas, se arremolinan por entre el sotobosque y los pies de Lucio. El sonido de la detonación se pierde en la inmensidad del bosque, sin ni siquiera un mísero eco que lo denuncie. Cesan los gemidos y aparece el ruido de un motor al encenderse, ruedas que patinan sobre el barro y los primeros acordes de un blues. La noche viene fría y ha comenzado a posarse sobre la Sierra de Gredos.