miércoles, 18 de febrero de 2009

Dos mariposas blancas

El agua de la ducha cae templada sobre su cabello ralo. En la radio, monótona como las gotas que ahora le golpean el rostro, suena la voz del locutor. Habla sobre un nuevo tsunami económico. Al ritmo de la lluvia artificial, inicio de cada uno de sus días, Juan trata de recomponer el sueño que tuvo, justo antes de abrir los ojos:

Un niño de rasgos orientales ríe y corre por un campo recién florecido. Con los brazos extendidos, que bate como alas, persigue mariposas. Cientos de ellas, que con vuelo, en apariencia errático, festejan la primavera en una explosión de colores —verdes, azules, morados, lilas, amarillos— bajo un sol que deslumbra.

Trata de agarrar alguno de los vistosos insectos pero siempre se le adelantan, cambiando su trayectoria en el último momento... hasta que una de ellas se posa sobre un junco que se balancea leve. Entonces, el niño, ya no la quiere coger, sólo acerca sus ojos rasgados para poder apreciar su fisonomía, el suave batir de las alas blancas como la espuma del mar, que no paran quietas. Sobre una de las alas, dibujados con fino trazo, se pueden leer unos signos de color púrpura.

Juan se seca y el espejo le devuelve un rostro que ya hace tiempo que dejó de ser lozano. Su cuerpo flácido refleja la vida sedentaria de un contable que ha estado aferrado a una silla más de ocho horas al día, durante los últimos veinticinco años. El locutor sigue hablando de índices y cifras. Con tono catastrofista predice un futuro nada halagüeño en el que el desempleo se cebará con la población, en el que la estrechez volverá a ser la protagonista en las vidas de muchos. Juan apaga la radio.

Al salir de casa, gira la cabeza y se despide. Una costumbre de cuando aún había alguien a quien decir adiós, un uso que se le ha quedado tan impregnado que le resulta imposible deshacerse de él… aunque sabe de sobra que cuando regrese todo estará en el mismo lugar en el que lo dejó, que tampoco habrá nadie que le dé la bienvenida.

Se acomoda en el tren —siempre el mismo vagón, siempre a la misma hora, de lunes a viernes, camino del mismo trabajo, ruta inquebrantable de rutina implacable—. Despliega el periódico y se detiene interesado en un artículo de opinión titulado “El efecto mariposa”. No termina de leerlo, más de lo mismo: nuevas teorías sobre el origen de la crisis y sus consecuencias. Recostado sobre su butaca, se queda pensativo mirando la lluvia de mayo que empaña la ventanilla. No se puede sacar el sueño de la cabeza…

…Ese niño y el vuelo de las mariposas traen al recuerdo de Juan los días felices en los que su padre le llevaba, el primer domingo de primavera, al concurso de cometas. Juntos construían el artilugio volador con el que participarían. Cada año diseñaban uno nuevo; dibujaban el boceto, compraban los materiales y ensamblaban las piezas, con paciencia artesana. Al terminar su trabajo, a modo de ritual sólo por ellos conocido, firmaban satisfechos su trabajo, sobre una de las esquinas; en color púrpura y con caracteres finos cada uno escribía su nombre: Juan y Juan.

Antonio, el jefe de departamento, su compañero desde hace más de quince años le ha llamado al despacho. Al parecer, según le ha explicado, la empresa tiene problemas, las ventas han bajado de manera drástica y, ya se sabe, la crisis, que no perdona. Juan ya no escucha pero intuye. Su mirada se pierde, atónita en la lámina detrás de la mesa de Antonio. Nunca, hasta ahora, había reparado en ella.

—Hice todo lo que pude por ti, Juan… pero ya sabes que en la empresa los números mandan y todo aconsejaba que tú entrases en el paquete del expediente de regulación...
—¿De quién es esa lámina? —pregunta Juan con calma, como si nada de lo que le acaba de decir Antonio le importase lo más mínimo
—¿Cómo?
—Sí… que quién es el autor del cuadro de las mariposas –y lo señala.
—Es la reproducción de un Van Gogh: Dos mariposas blancas, se llama. Mi mujer se empeñó en comprarlo cuando estuvimos en Ámsterdam, durante las últimas vacaciones… Juan, ¿estás bien?... ¿has comprendido lo que te acabo de decir?...
—Sí, sí… de Van Gogh… es precioso…

De regreso a casa, Juan sólo puede pensar en las cometas de su infancia, en como su padre le enseñaba que hay que ser sutil, para con un suave giro de muñeca, tan leve como el aleteo de un mariposa, alterar la trayectoria; siempre le insistía en lo maravilloso que era poder cabalgar sobre el viento con un simple cordel, ocho palos, algo de tela y un poco de habilidad.

*****

El Sr. Murakami bebe té frente al enorme ventanal que preside el salón de su casa de campo. Observa a su hijo en el jardín, que corre y ríe mientras persigue una nube de mariposas. Como alto ejecutivo de una poderosa firma de automóviles carga sobre sus hombros el peso de la responsabilidad de miles de trabajadores. Los tiempos no marchan como debieran, el tsunami les ha alcanzado de lleno y este hecho le ha obligado a tomar desagradables decisiones. Si no fuera por estos momentos en los que todo encaja, en los que puede disfrutar viendo como su hijo crece sano y feliz, la vida no tendría sentido.

Ya lo tiene decidido. Le costó encontrar el regalo adecuado porque el niño tiene de todo. En el próximo cumpleaños del pequeño Haruki le regalará una preciosa cometa que vio el otro día en el escaparate de una lujosa tienda. Fue como si le hubiese hipnotizado y entró a comprarla. Una serie limitada firmada por el artesano que la ensambló. Tiene forma de mariposa y esta tejida en seda noble. Algo cara, pero seguro que Haruki disfrutará mucho con ella.

jueves, 12 de febrero de 2009

Larga vida al R&R

Inclinado sobre el water vomito hasta la primera papilla. Sólo pienso en que quiero que la tierra me trague, que se dé un festín con mi alma canalla. El espejo devuelve un rostro demacrado mientras me enjuago la cara con agua fría. Mis greñas antaño de fuego son ahora del color de la ceniza. Mi faz hace mucho que se pobló de surcos profundos, al compás de una vida improvisada, como un blues cantado con voz rota. Me recojo el pelo en una coleta, miro fijamente a mis ojos y me impongo un gesto de convicción, de fiera convicción. “you are the champion”, mascullo. Enciendo un pitillo mientras alcanzo el vaso que reposa sobre la cisterna. El clamor llega mitigado por la distancia, como un susurro de victoria.

De vuelta al habitáculo que han habilitado como camerino, sobre el sofá deshilachado, puedo ver mi vieja guitarra, eterna compañera de viaje, como el güisqui, como la bendita farlopa. Dos enormes rayas descansan sobre un pequeño espejo. Me esperan impacientes. Apuro el último trago y escucho el tintineo de unos hielos que ya no tienen donde nadar. Observo el espejo y la pequeña montañita blancuzca sobre el cristal de la mesa; parece como si las pequeñas motas que la conforman se moviesen con lentitud hasta dibujar brazos que me llaman, que quieren abrazarme… casi puedo escuchar su voz. La puerta se abre y la cabeza de un joven con auriculares asoma tímida, el clamor arrecia:

—Sr Ritchard, cinco minutos —y desaparece

No recordaba esta sensación —en realidad no me acuerdo de casi nada de lo que me sucedió entre los dieciocho y los treinta y cinco—: el estomago se encoge y la bilis sube hasta el gaznate con un sabor amargo mezcla de excitación, nausea y alcohol; el cerebro se embota y mis pensamientos son como un disparo errático. Vértigo. Miedo. Sudor. Una arcada.

Hacía demasiado tiempo que yo mismo había caído en el olvido, que el público enfervorizado no clamaba mi nombre en estadios llenos hasta la bandera, que no me traían la coca y el alcohol en bandeja de plata… Hasta que ese productor encorbatado, insultantemente joven, se presentó en el tugurio infesto donde yo purgaba mi vida de excesos, cada noche, de ocho a tres de la mañana, cantando para borrachos más borrachos que yo, camareras de rictus imperturbable y rameras de medio pelo que todavía sueñan con que algún día la oportunidad pasará por su puerta, que un golpe de suerte las sacará de allí. Una cloaca.

Un anuncio de la tele me ha devuelto a la palestra, un viejo éxito del que yo ya ni recordaba la melodía. Son cuatro acordes y un estribillo absurdo, compuestos tras tres días sin dormir. O eso dicen. Ni siquiera la letra es buena. ¿Qué más da si me sirve para reverdecer los laureles? El rock es un spot y yo soy la estrella del momento. Esnifo las dos rayas con una aspiración profunda, siento que la pupilas se dilatan y como el vigor me golpea en el cerebro. Cojo mi vieja estrato, me pongo las gafas de sol, abro la puerta y encaro el pasillo con paso firme. Palmadas en la espalda, gritos de ánimos y mi banda que espera sobre el escenario. El murmullo se hace victoria. Una multitud corea mi nombre y enloquece en un alarido cuando el foco se enciende sobre mi cabeza.

Soy un dios del rock y he vuelto.




viernes, 6 de febrero de 2009

Inacabado

Todo comenzó con una pequeña grieta, como casi todo lo que se acaba. Así, como una arruga que surca con timidez el rostro y advierte que la madurez ha comenzado su avance; así, como una hendedura que se dibuja sobre el muro e indica que la piedra comenzó a fatigarse; así, con una mentira, leve e inocente, comenzó a resquebrajarse la confianza entre Marta y Daniel.

Por supuesto que aquella mentira —que ya nadie recuerda— fue sólo el comienzo de una sucesión; una brecha angosta que poco a poco se agrandó hasta que ninguno de ellos pudo discernir donde empezaba y donde tenía su fin; de una profundidad que ya ningún emplaste, ninguna cirugía, podría arreglar.

Daniel espera en pie frente al enorme ventanal que preside el despacho del abogado. La tarde es oscura y la lluvia golpea el cristal. Las gotas se arrastran temblorosas por la superficie y el reflejo de su rostro envejecido se plaga de pequeños surcos acuosos. Esa lluvia espesa trae hasta su recuerdo la tarde en que por primera vez vio a Marta, cobijada bajo la marquesina de aquel café en el Retiro. A él, que como un galán de película se acercó para ofrecerle su chaqueta. Y una mirada fugaz —contenida en un segundo— que le dijo que aquello tenía que ser diferente.

Marta acaba de entrar en el despacho. Su reflejo en el cristal aparece detrás de su rostro acuoso y envejecido. Habla con el abogado y finge despreocupación, como si nada de lo que está sucediendo —porque está sucediendo— le afectara lo más mínimo. Diez años de convivencia son suficientes para distinguir la impostura. No como la noche en la que se sentaron en el sofá de la que fue su casa y pudo leer la determinación en sus ojos. “Ya no aguanto más” le dijo, y una profunda fosa se abrió bajo sus pies. No acudieron las palabras al rescate, como tantas otras veces. Su mirada se quedó perdida en la pared plagada de fotos, de rostros que sonríen ajenos al futuro de esa noche irremediable en que la brecha acabó por convertirse en insalvable.

—Dani, los papeles ya están listos, sólo queda firmar —la voz del abogado suena hueca y distante. Daniel se da la vuelta y esboza una sonrisa vieja y gastada. No sabe muy bien si dar un beso a Marta o estrechar su mano. Todo se queda en un gesto grotesco que comienza con un apretón de manos y termina con un beso inacabado. Como todo en su vida.

jueves, 5 de febrero de 2009

Antony and the Johnsons



Hope there's someone
Who'll take care of me
When I die, will I go

Hope there's someone
Who'll set my heart free
Nice to hold when I'm tired

There's a ghost on the horizon
When I go to bed
How can I fall asleep at night
How will I rest my head

Oh I'm scared of the middle place
Between light and nowhere
I don't want to be the one
Left in there, left in there

There's a man on the horizon
Wish that I'd go to bed
If I fall to his feet tonight
Will allow rest my head

So here's hoping I will not drown
Or paralyze in light
And godsend I don't want to go
To the seal's watershed

Hope there's someone
Who'll take care of me
When I die, Will I go

Hope there's someone
Who'll set my heart free
Nice to hold when I'm tired