miércoles, 18 de marzo de 2009

Ave Fénix

—No deberías hacerlo, Berni, y los sabes… esta mano no está bien, podrías terminar de jodértela para siempre. Además estás muy mayor para estas historias.

—Necesitamos la pasta, Ernesto.

—Habla por ti, a mí no me metas… que yo prefiero seguir comiendo lentejas- Ernesto termina de poner el vendaje en la mano derecha de Berni. Escupe en los dorsos de ambas antes de calarle los guantes. Un viejo ritual, tan viejo como ellos, cien veces repetido.

—Pues vale, es cosa mía, yo echo de menos los chuletones del Chistu— Berni esboza una mueca que pretende ser una sonrisa y muestra su dentadura incompleta. Su rostro erosionado de golpes se asemeja a una meseta castigada por un clima extremo. La nariz roma, rota por varias partes, apenas repunta sobre su cara, que es redonda como un planeta. Bajo sus ojos, hundidos como simas, una sombra amoratada delata el exceso de cansancio.

Sentado en la camilla con los ojos semi entornados Berni gira su cuello de toro, a un lado y a otro. Trata de acompasar la respiración para conseguir concentrarse; quiere aislarse del mundo al menos un par de minutos antes de salir camino del cuadrilátero. El griterío del público, tras la puerta, llega hasta el vestuario amortiguado, como el sonido lejano de un grifo mal cerrado. El fogonazo de un recuerdo acaba por aislar a Berni y el murmullo desaparece del todo; tampoco escucha las palabras de Ernesto, que sigue dale que te pego, dándole los últimos consejos: “Tú, al tercero, si ves que te ha dado suficiente, te tiras y ya no te levantas”

El recuerdo de los días de gloria, del clamor de la sangre temblando en sus oídos mientras el campeón de los pesados yace sobre la lona, a sus pies. Nadie lo esperaba, en realidad fue un golpe de suerte, nunca mejor dicho. Berni jamás ha sido un gran púgil pero sabe aguantar todos los golpes que sean necesarios y tiene una derecha demoledora. Aquel campeón se confió demasiado y cuando quiso darse cuenta de su error yacía con la boca pegada a la lona y los ojos mirando a la Meca. Intentó levantarse pero fue inútil. Su cuerpo había dicho basta. Los brazos en alto, el clamor que arrecia hasta alcanzar el paroxismo y la gloría, siempre efímera, tintineando como una moneda de dos caras. En aquellos días Berni todavía tenía todos los dientes en su sitio y comía carne a diario.

La puerta del vestuario se abre y una cabeza asoma: “Dos minutos, campeón”. A Ernesto le suena a coña lo de campeón y se caga en los muertos del tipo, pero la cabeza ya no está allí para escucharle. Berni levanta sus noventa y dos kilos de carne y músculo, da unos saltitos y unos puñetazos al aire; sale del vestuario y encara el pasillo que conduce al mismo centro del sufrimiento. Respira, Berni, respira. Mientras avanza a pequeños brincos mueve la cabeza a los lados dentro de la capucha del batín. Respira, Berni, respira. Ernesto le precede con la baqueta —su banqueta— en una mano y la escupidera con sus herramientas para las curas en la otra. El público le recibe tibio cuando recorre los últimos metros hasta el cuadrilátero. Ya han visto otros tres combates antes pero saben que en este habrá sangre, saben que Berni no tiene ninguna oportunidad, que esta pelea no es más que un entrenamiento para el campeón. Las apuestas están veinte a uno y casi nadie ha pronosticado que el viejo púgil, por muy fajador que sea, vaya a durar más de cinco asaltos. Berni pasa entre las cuerdas y se queda en su rincón sin parar de saltar. Mientras Ernesto le quita el batín puede oír como el público enloquece con la entrada del campeón pero él no se gira, no quiere mirarle hasta que lo tenga delante de su nariz roma. Respira, Berni, respira.

—A mi derecha, con un peso de noventa y dos kilos, calzón blanco y raya negra, el aspirante al título nacional de los pesados, el Toro de Albacete, Beeeeerni Sáááánchez… —Berni da unos golpes al aire y gira un par de veces sobre si mismo.

—A mi izquierda, con un peso de noventa y un kilos, calzón amarillo y raya azul, el actual campeón nacional de los pesos pesados, el Cholo de Hortaleza, Vaaaaalerio Péééééérez— el público que acaba de enloquecer mientras el Cholo, con chulería, hace genuflexiones en todas las direcciones, norte, oeste, sur y este.

Tras los habituales consejos por parte del árbitro suena la primera campanada y el Cholo sale como una exhalación desde su rincón. Berni trata de esquivar la primera avalancha de golpes pero no puede zafarse. Ese cabrón es más joven, más rápido, mejor preparado y, además, come carne todos los días. Muévete, Berni, muévete. Sube la guardia, cuida su derecha. Los tres minutos parecen tres horas y cuando Berni regresa al rincón tiene el rostro congestionado y el alma en un vilo. “Me va a matar, Ernesto”. “Tú calla y aguanta por lo menos tres asaltos, luego te tiras y mañana nos vamos al Chistu”. Berni muestra su sonrisa mellada antes de que Ernesto le coloque el protector.

En los siguientes asaltos siempre lo mismo: El Cholo que golpea como un martillo neumático y Berni que encaja, uno tras otro, todos los golpes. De vez en cuando se agarra a su contrincante para arañar unos segundos al cronómetro, para conseguir recuperar la respiración. Mediado el cuarto asalto el Cholo encadena una secuencia de golpes, jab de derecha a las costillas, directo de izquierda que le roza una oreja y gancho de derecha a la mandíbula. Berni dobla las piernas y se queda enganchado a las cuerdas en posición grotesca. Una sucesión de imágenes inconexas pasa por delante de sus ojos pero una, sólo una, se le queda grabada en la retina: el Cholo dando saltitos ante él mientras el árbitro cuenta… cuatro, cinco… el hijoputa del Cholo encoge los hombros con mirada burlona y saluda al público seguro de su victoria… seis, siete… Ernesto en la esquina que le hace gestos para que se quede donde está… ocho… nueve… y Berni que se levanta. Se toca la cara con los guantes, trata de quitarse la sangre y el sudor, que le escuecen en los ojos como un millón de cristales al clavarse. Una nueva andanada del Cholo y suena la campana.

Berni cae y se levanta en el sexto, en el séptimo y en el noveno. Pierde a los puntos pero da igual... ya ha conseguido encandilar al público que ahora, en el último asalto, jalea su bravura, sus cojones, su nombre, que vuelve a resonar como en los días de gloria: “Toooooro, Tooooooro, Tooooro” El Cholo se muestra desesperado, nunca antes le habían aguantado más de ocho asaltos y el puto viejo sigue en pie en el último, con el rostro deformado por la paliza, pero en pie y con una mueca en su cara que asemeja una sonrisa de triunfo. Valiente gilipollas. "Teeeeeermina el combate"

Los jueces declaran ganador a los puntos a Cholo pero nadie corea su nombre, en las bocas de las tres mil y pico personas que han asistido a la velada sólo queda espacio para el Toro de Albacete, que sabe que mañana no podrá comer un chuletón en el Chistu con la boca hecha papilla como la tiene pero le da igual porque puede escuchar, de nuevo, el tintineo de una moneda de dos caras chocando contra el suelo.

lunes, 16 de marzo de 2009

Blanca Navidad

Fuera de Internet su mundo se reducía a una pequeña habitación de la que sólo salía para realizar las funciones básicas de subsistencia, mear, cagar y comprar. Es una fría mañana de Diciembre y ha salido a comprar veinte paquetes de Donetes, ocho tetrabricks de Don Simón, siete botellas de dos litros de cocacola y un cartón de Fortuna. Mueve alegremente sus ciento diez kilos al subir los escalones con las bolsas en las manos. Regresa feliz y silbando a su refugio porque el cargamento adquirido supondrá no tener que moverse de delante de la pantalla durante al menos un par de días.

Ha cazado a una gachí de catorce en un chat de admiradoras de Jonas Brothers, Selena17#, a la que es seguro que podrá tirarse —virtualmente, se entiende— esa misma tarde, víspera de nochebuena. Él, escondido tras la máscara de Castigador373, una de tantas, había desplegado todas sus artes durante varias jornadas y por fin ella había accedido a conversar en privado. Es un asunto hecho. Ya sólo piensa en su semen caliente derramándose sobre la cara adolescente de Selene17# mientras la llama perra inmunda —en virtualidad, entiéndame—. Nota, con felicidad, como su pequeño miembro presiona con levedad sobre sus muslos grasientos al abrir la puerta pero el gesto le cambia de manera abrupta cuando al cerrar repara en la silueta sentada en el sofá de orejas de su difunto padre. Un par de ojos negros brillando en la penumbra como los de una pantera en la jungla y un pitillo humeante que muestra una sonrisa siniestra tras cada calada.

-Hola Castigador 3-7-3 ¿ese eres tú, no? –Lucio indica con la punta de su beretta, el tresillo delante de él. Castigador suelta las bolsas y se sienta. Todavía está confuso –estás más gordo de lo que decías en el chat pero ya lo imaginaba, siempre se miente…

-Sí… sí –balbucea el gordo con timidez…

-¿Sí… sí? ¡Y una mierda, hijo de puta! ¡Tú no haces más que mentir! ¿Dónde está tu cuerpo atlético, tu 1,90? –Lucio sube intencionadamente el volumen de su voz, disfruta viendo como el castigador se va haciendo cada vez más pequeño, como comienza a sudar, como en sus ojos aparece el terror, un terror que luego serán lágrimas –repite conmigo… soy una bola de sebo inmunda.

-Soy… soy…-el hombre comienza a llorar -¿Qué… qué he hecho?- acierta a decir entre gemidos.

-Soy… soy… -repite Lucio impostando la voz mientras le golpea el rostro con la culata de la automática- ¡si vuelves a preguntar que has hecho te pego un tiro!... repite conmigo –Soy una bola de sebo inmunda

-¿Qué…qué he hecho, por Dios? – Gime mientas se toca la sangre fresca que comienza a inundar su rostro. Un tiro que zumba amortiguado por el silenciador y una bala que roza el hombro del castigador virtual. Cae sobre el suelo. Lucio se agacha y le coloca una mordaza que mitigue los gritos agudos.

-Ya que lo pides con insistencia, te lo voy a explicar –Lucio enciende un pitillo y aspira hondamente la primera calada –Verás… si hay una cosa que me repugne más que un jodido violador es un puto pederasta, como tú…

-Yof nof… nof… – mueve la cabeza y tose. Una arcada. Lucio le golpea otra vez.

-No vuelvas a interrumpirme, por favor…te decía que odio a los pederastas. Habitualmente cobro un pastón por hacer lo que estoy haciendo ahora pero todo el mundo tiene aficiones y la mía, para tu desgracia, es la caza... y como buena afición yo la disfruto a tope. Me dedico, por placer, a limpiar este mundo de chusma que no merece vivir. No creo en la ley, ¿sabes? No fun-cio-na muy bien. Fíjate, yo mismo… mi profesión es matar, he matado a docenas, y jamás he pisado ni el hall de una comisaría. Hay algo que no funciona ¿no crees?... —apura el cigarro y lo apaga sobre la alfombra raída y polvorienta antes de continuar—… no te voy a explicar como he llegado hasta a ti, además no creo que te interese saberlo, sólo te diré que del mismo modo que tu no eres un Adonis de ciento noventa centímetros, Selene17# no es una adolescente admiradora de los Jonas Brothers y, por supuesto, no está colada por tus huesos… Ahora ponte el abrigo y coge los donettes que nos vamos. Sólo te advertiré, antes de quitarte la mordaza y de que salgamos a la calle, que si gritas, si intentas huir, si haces cualquier movimiento extraño te perforaré el cráneo sin pestañear. Si haces lo que tienes que hacer te quedará la oportunidad de que no sea mi día de caza perfecto…

Castigador373 se limpia la sangre del rostro y sale renqueante del portal. El miedo le atenaza y el frío le perfora. En el oscuro callejón Lucio le ordena que se meta en el maletero del coche.

La sierra de Gredos está nevada como hace muchos inviernos. Lucio tuvo que parar a poner las cadenas pero, aún así, está de un humor excelente. Abre el maletero y saca de los pelos al castigador. Le ordena que se desnude y le mete cuatro donettes en la boca. Le golpea un par de veces más y le dice: “ahora corre”. Se apoya en su viejo chevy, enciende un cigarrillo y se queda mirando sonriente la grotesca figura del cazador cazado, que avanza desesperado y errático sobre la nieve fresca. “Hace frío, coño”, piensa.

Cuando termina de fumar se sube las solapas del abrigo, saca su pistola y comienza a silbar “White Christmas”, ¡Caray, cómo le gusta Bing Crosby!

miércoles, 4 de marzo de 2009

La inspiración de Chipi

Inspiración, espiración... inspiración, espiración. Crispín, o Crispi, o Chipi, como es conocido en el lupanar donde trabaja como camarero, se apoya con una mano en la pared. Encorvado trata de recuperar el resuello. “Puto tabaco”, maldice. Entre bocanada y bocanada dirige su mirada hacia atrás. Cree haber despistado a su perseguidor pero no las tiene todas consigo.

Los pensamientos fluyen desordenados por su cabeza: Abre la puerta de su casa, deja las llaves sobre la mesita del recibidor, se quita la cazadora, entra en el salón. Olor a humo. Una intuición. Un disparo zumba, una bala le roza el hombro y a correr como alma que lleva el diablo. Baja los escalones de cuatro en cuatro. Balas que silban su nombre. Trata de recomponer los acontecimientos, de serenar el pulso de su vertiginoso pensamiento. Supone —no está seguro de nada— que a alguien no le ha hecho demasiada gracia que se dedicase al negocio de la farlopa sin pasar la comisión correspondiente. Se lo habían advertido pero nunca pensó que lo suyo pudiera molestar a los que manejan el cotarro. Ni siquiera los conoce.

Había comenzado con poco, un par de gramos para amigos, alguna de las rameras que le pedía para los clientes... al principio nunca pillaba más de cincuenta gramos de una vez, pero el negocio comenzó a crecer y, coño, no se le pueden poner cercas al campo y mucho menos a los euros fáciles: medio kilo, un kilo, un par de chavales que la cortan y la gramean, que la mueven por las discotecas de la zona. Sobornos a los porteros. Poca cosa. Además siempre había sido discreto, nada de ostentar. Ni siquiera había dejado su trabajo de mierda porque le parecía la tapadera perfecta. Guardaba las ganancias en una caja de seguridad y soñaba con el día en que agarraría toda la pasta y se iría lejos de Madrid. Un pequeño hotel para buceadores en Costa Rica, en primera línea de una playa perdida. Esa era la idea que le rondaba desde que Pancho, el cholo que le pasa la mercancía, le habló de atardeceres en los que el último rayo teñía de verde el Pacifico.

Sigue avanzando, ahora más despacio. Le duele el hombro. Sangre que gotea. Mira atrás: tras la esquina aparece el tipo del piso. Sólo acertó a verle de refilón pero ahí está. Es él, seguro. Abrigo negro, guantes calados, mirada fiera. Le ha visto y avanza hacía él con decisión. Chipi aprieta el paso y tuerce en otra esquina. Ve una iglesia y entra, por intuición: nadie mata a nadie en una iglesia.

Lucio dobla la esquina y no ve a la presa. Observa el suelo. El imbécil del camello no se ha dado cuenta de que va dejando un leve rastro de sangre. Saca la Beretta de la funda bajo el sobaco y la disimula en el bolsillo del abrigo. Franquea la puerta del sagrado templo. Cuando sus ojos se acostumbran a la penumbra, observa: sólo una joven frente a un Cristo al que parece besar en las manos mientras murmura algo. Alguien más: el párroco que sale del confesionario y soliviantado grita a la chica que como se le ocurre besar al Señor Jesús nuestro Dios. “No está mal la ramera”- piensa Lucio– “Parece que le falta un tornillo pero la montaría con gusto”.

Ninguno de los dos se ha percatado de su presencia siniestra. Están a los suyo, discuten acalorados sobre sacrilegios y demás soplapolleces. Por el rabillo del ojo percibe una sombra que se abalanza sobre él. Es Chipi que se ha armado de valor y, desesperado, trata de jugar su última baza. A Lucio le da tiempo a sacar la automática del bolsillo pero el tipo le agarra la mano con fuerza.

Un disparo que se pierde: la María Magdalena que cae con grito ahogado sobre el cura, que la coge entre sus brazos y luego la suelta con un gesto de horror congelado en el rostro. Mira sus manos ensangrentadas, como las del Cristo, y luego a Lucio y a Chipi, que forcejean. No mucho. Lucio se zafa, le empuja y le apunta con calma. Lo ejecuta con un solo disparo en la frente. El cura no acierta a moverse cuando Lucio se acerca con rapidez hasta él. Nada de testigos inoportunos.

—Al menos usted sabe que irá al cielo —dice, y después dispara. Luego mira a la joven tendida en el suelo sobre su propia sangre. Se agacha y le toca la yugular con dos dedos. Está muerta —Dios no es justo, con lo buena que estaba —masculla, y le toca una nalga.

Antes de marcharse, como una sombra, mira a la cara doliente del Cristo, sólo por un instante. Se da la vuelta y encara la puerta del templo. “Juraría que esa estatua me ha guiñado un ojo”, piensa. Y esboza una sonrisa sádica mientras los rayos de sol le golpean tibios en la cara, deslumbrándolo. Gracias a un miserable camello acaba de ver la luz.