domingo, 29 de agosto de 2010

Nunca se es demasiado joven para matar

No corría ni una gota de viento en aquel caluroso día de agosto. Se diría que el astro rey hubiera decidido prescindir de toda clemencia en esa batalla constante que libra contra el resto de los elementos y reivindicaba aquel lugar como suyo y de nadie más. La acera y el asfalto emitían reflejos en forma de humo emergente que pronosticaban que el sofocante calor, cual vasallo fiel, seguiría protegiendo el reino una vez se hubiera retirado su amo y las luces bastardas hubieran comenzado a cuajar las calles, comercios y viviendas de la urbe siempre insomne.

El muchacho estaba apoyado sobre el capó de un BMW aparcado en batería en una calle adyacente a una gran avenida, tan ancha como vacía de almas en tránsito. Vestía chaqueta y pantalones vaqueros de pitillo, una camiseta con el nombre de un grupo de rock y calzaba unas zapatillas deportivas de color negro marca converse. Toda su indumentaria hablaba de su procedencia suburbial, tan ajena a aquel lugar, plagado de tiendas caras y edificios señoriales, como lo sería la de un pez lobo en mitad del desierto del Gobi.

Tenía las palmas de las manos posadas sobre las rodillas y el gesto torcido por los últimos rayos solares de un crepúsculo que atacaba sus retinas como lo haría un ejército de impíos que no hace rehenes ni deja enemigos a su espalda. En la comisura de los labios le colgaba al muchacho un pitillo a medio consumir. Gruesas gotas de sudor avanzaban temblorosas y con rumbo incierto entre los surcos de su arrugada frente y el humo del cigarrillo insistía pertinaz en colársele entre los párpados, entornados, dando a sus ojos un aspecto de inexistencia bajo el escorzo inverosímil que trazaban sus cejas pinceladas.

A pesar de todo permanecía inmóvil, como una escultura de cera que ha comenzado a deshacerse, con la mirada atenta a un punto fijo del espacio circundante: las amplias puertas del portal de un vetusto edificio de viviendas de lujo. Varió levemente su posición cuando tiró el pitillo y lo extinguió de un pisotón mientras se atusaba el pelo y se enjugaba con el dorso de la mano el sudor que le empapaba la frente. Con gesto ritual encendió otro cigarrillo y recuperó la postura, como si hubiese nacido así y estuviera dispuesto a morir así.

Una voz sonó a su espalda, desde el otro lado del coche, como salida de una profunda sima, sacándole de lo que pudiera estar pensando:

—Chico, ¿se te ha perdido algo? —el muchacho giró la cabeza y pudo ver a un hombre de aspecto imponente que le miraba interrogante y con cara de pocos amigos.

—¿Está prohibido estar aquí?

—Eso depende

—¿Y de que depende?, si puede saberse —contestó sin alterar la postura ni el gesto ni sacar siquiera el pitillo de la boca.

—Pues fundamentalmente de lo que a mí me salga de las pelotas porque éste es mi coche, ¿entiendes? Circula y no te meterás en un problema que no sabrás resolver. Sé buen un buen muchacho, no me jodas.

—Pues eso también depende…

—No me toques las pelotas, chaval, que no me apetece nada tener que ponerme a patear tu culo de macarra con este puto calor.

En ese momento se abrió la puerta del portal y asomó la cabeza de un hombre de mediana edad que miró al fornido que hablaba con el chico. El gorila asintió con la cabeza, dando a entender que no había ningún problema, y el cuarentón terminó de salir con un maletín en la mano y se dirigió hacia el coche. El muchacho ya estaba de pie cuando el hombre que le había amenazado comenzó a abrir la puerta del coche, sonriente y menando la cabeza con incredulidad. El gorila sólo alcanzó a ver por el rabillo del ojo la detonación amortiguada que desparramaría sus sesos, parte en la ventanilla del vehículo y parte sobre el asfalto hirviente. Cayó entre dos coches y allí se quedó inmóvil con un enorme charco de sangre manando tras lo que le quedaba de cabeza. El del maletín quedo estupefacto en mitad de la acera, congelado en mitad de un paso, en una posición grotesca.

—¿Quieres el maletín?

—Sí.

—Toma, cógelo, es tuyo, pero por favor no me hagas nada —El hombre abrió con dedos temblorosos los grilletes que le ataban al maletín y lo avanzó con su brazo hacía el chico. Éste lo cogió, retrocedió unos pasos y se quedó mirando al aterrado cuarentón con un gesto que, a pesar de su evidente juventud, no expresaba nada, ni odio, ni ira, ni intranquilidad.

—Los Minuesa te mandan recuerdos —dijo, y eso fue lo último que escucho aquel hombre, en voz de un chico que aún lucía las secuelas del acné. Tampoco pudo decir nada más. Antes de poder emitir una sola palabra más tenía una bala alojada en la tráquea y otra en la base del corazón. Cayó en mitad de la acera con los ojos muy abiertos y la incredulidad manándole a borbotones por garganta y pecho.

El sol ya se había retirado, dejando paso a una noche bastarda, y las farolas comenzaron a iluminarse de manera aleatoria, una detrás de otra, como saludando a la incipiente oscuridad en un idioma que sólo ellas conocen. El joven Lucio miró en derredor y pudo comprobar que la calle seguía vacía y silenciosa. Cogió el cuerpo inerte que yacía en mitad de la acera y lo arrastró hasta dejarlo entre los dos mismos coches donde había caído el impertinente guardaespaldas. Cuerpo sobre cuerpo sumidos en un último abrazo sangriento. Caminó, como si paseara con despreocupación, hasta la boca de metro más cercana y desapareció camino de su suburbio en el que, a pesar del agosto y las vacaciones, se encontraría con calles plagadas de almas en tránsito ávidas de encontrar un lugar donde esconderse del calor que había quedado vigilante tras la batalla de los elementos.