Debía cubrir la crónica de un concierto que resultó ser, a la postre, uno de los últimos que dio aquel bluesman que más tarde, el tiempo, se encargó en convertir en leyenda. Ya circulaba, por aquel entonces, de boca en boca, el rumor de que aquel tipo al que yo sólo conocía por un par de fotos y un EP grabado dos años antes -que adquirí para documentarme- había vendido su alma al diablo, en un cruce de caminos, a cambio de poder tocar el blues mejor que nadie. Una historia a todas luces increíble que yo intuía como un filón lleno de posibilidades. En realidad mi idea de entonces era la de llegar más allá… quería recorrer todo el delta del Missisipi, cuna y escenario de esa música que era llanto desconsolado de un pueblo largamente esclavo; un canto lleno de rabia y dolor que nos cuenta -a todos los que aprendimos a escucharla con atención- a través de los siglos y de los hechos más cotidianos, la historia de una injusticia manifiesta. Quería documentarme profusamente para intentar acometer luego un proyecto que nunca llegué a consumar: escribir un ensayo en el que se trazase la lucha de los esclavos americanos y cuyo hilo conductor sería su música, desde el tam-tam hasta el incipiente blues eléctrico.
Fue ese rumor sobre almas y diablos, cazado en medio de una conversación de bar al hilo de una sus canciones, el detonante de que el interés, que ya hacía algún tiempo venía fraguando en mi interior, tomará la forma del deseo incontrolado, de la obsesión irracional. Veía en él la oportunidad de poder convencer a mi jefe de que me permitiera emprender aquel viaje descabellado que me llevaría hasta lo más profundo de la América rural y paleta, en donde un negro valía lo mismo que el estiércol con el que abonaban los campos de algodón. Amplias extensiones de algodonales que, junto a los pantanos, eran casi el único paisaje que parecía vislumbrase a lo largo de kilómetros y más kilómetros.
Cuando por fin di con él, con Robert, ya llevaba casi tres semanas de rutas inverosímiles, en las que recorrí decenas de pueblos de miseria, en los que casi todos -blancos o negros- me miraban con recelo: nadie se explicaba que hacía un tipo del oeste rastreando la pista de un bluesman apenas conocido, que arrastraba tras de él, el estigma de haberse sometido a los designios del más negro de los vudús por una frivolidad tan evidente como era la de tocar la mejor música.
Recuerdo ahora con nitidez la estampa: el sol del tardío atardecer se filtraba tenue y oblicuo por entre las rendijas que dejaban los tablones mal colocados que componían, con precario equilibrio, aquel bar llamado Three Forks, situado, como no podía ser de otra manera, en mitad de un cruce de caminos. Las figuras de Robert y de su guitarra se recortaban fantasmales encima de un paupérrimo escenario que había sido improvisado con una tabla y seis cajas de cerveza. Apenas unos cuantos negros habían acudido aquella tarde a presenciar su actuación y él, ajeno a todo, sentado en un viejo taburete, de espaldas al público y fumando, elegantemente vestido con traje, corbata y un sombrero de fieltro, tocaba su guitarra y cantaba un blues que, desde su quejumbrosa y perfecta cadencia, se desperezaba con soltura por entre las mesas, esquivando los últimos rayos del sol y hechizando, a su paso, a todo los que lo escuchábamos.
Fue una experiencia arrebatadora en la que el tiempo y el espacio parecieron comprimirse en torno a aquel lugar mísero y decrépito, y tras la que puedo atestiguar, sin temor a equivocarme, que nací como un hombre distinto. Recuerdo que juré, en medio de la embriaguez de güisqui y blues, que seguiría la pista de aquel tipo hasta el mismísimo infierno para poder dar fe ante el mundo de que su historia era cierta, de que era del todo imposible tocar así sin que hubiese mediado la intervención de alguna fuerza sobrenatural, se llamase Belcebú o Ishu. Mis intenciones se disiparon, al día siguiente, con la resaca machacando mi cabeza y la amenaza de despido de mi jefe aún fresca en mis oídos.
Fue entonces cuando la historia, la de Robert y su blues, se convirtió en leyenda.