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viernes, 11 de marzo de 2011

Justo en ese preciso momento

Conan está prosperando, es indudable. Una amplia sonrisa se ha instalado en su cara desde que comenzaron aparecer los primeros invitados. Es todo cordialidad con cada uno de ellos. Los recibe con un fuerte apretón de manos, apenas atraviesan el umbral de la casa, cambia alguna que otra trivialidad y les señala el amplio salón adyacente en donde una tropa de camareros perfectamente uniformados circula entre los invitados portando bandejas repletas de bebidas y canapés.

Lucio observa la escena, sentado en un sofá de orejas blanco marfil. Fuma un pitillo y una débil sonrisa de incredulidad aflora en su rostro detrás de cada calada. Le había costado localizar a aquel hijo de perra pero ahí lo tenía, presa del azar de las circunstancias y de su vanidad: La circunstancia de que alguien del clan de los Minuesa se hallase en Barcelona haciendo negocios hace tan solo un par de semanas. La vanidad de alguien, que siempre tuvo la precaución de no destacar pero que cuando, ya casi en la cumbre, decidió inaugurar el que se antojaba como mejor puticlub de todo Barcelona y aledaños, sucumbió a la tentación de hacer una entrevista para una televisión local. El azar de que la televisión de la cafetería en dónde Raúl Minuesa desayunaba de buena mañana un pincho de tortilla estuviera encendida y el dichoso canal local sintonizado.

Conan no ha reconocido a Lucio cuando al franquear la puerta le ha estrechado la mano; aunque sí ha fingido conocerle, el muy hijo de puta. Qué arte tiene el tipo. Hasta Lucio ha dudado durante un instante si podría haberle llegado a reconocer. Pero no. Ha pasado demasiado tiempo y, además, Lucio no era más que un crío cuando Conan desapareció del barrio, justo el día después que Manu Minuesa apareciera apuñalado e inerte en la cuneta del camino de tierra que conducía a su chabola. No era más que un yonqui desgraciado y sin remedio pero era de la de la familia y la familia no puede permitir que ninguno de los suyos muera como un perro y mucho menos a manos de un enclenque que se dedicaba a chulear a cuatro furcias y a pasar jaco a lo más tirado de Pan Bendito. Eso no. Es probable que se lo mereciera pero ¿A quién coño le importa eso si se apellida Minuesa?

Ahora ya nadie le llama Conan, ese absurdo apodo que se ganó por ser un fanático del personaje de Robert E. Howard, nada que ver con su aspecto enclenque y desgarbado. Casi se podría decir que resultaba cómico llamarle así. Una de esas chanzas de barrio que uno no pude sacudirse por mucho que lo intente porque es lo que hay. De repente todo el mundo te conoce por tu apodo, por muy ridículo que éste resulte, y ya solo tu madre parece acordarse de tu verdadero nombre. Ahora atiende al nombre de Luis Sifré y finge ser alguien que no es y que nunca será por mucho que se empeñe en ello, por mucho dinero que dedique a tomar clases de protocolo y dicción.

--No existen My Fairs Ladies en Pan Bendito, amigo Conan-- piensa Lucio mientras apaga el cigarrillo en un recargado cenicero de pie al lado del sofá de orejas

*****

La fiesta ha sido un éxito. Y ahí está Conan. Tumbado sobre el raso rojo de una cama con forma de corazón esperando que Olga, la mejor de todas las putas que componen la extensa plantilla del burdel que acaba de inaugurar, sirva dos copas de champagne cristal, bebida de zares, y termine de preparar un buen par de rayas.

Ya comienza a sentir la excitación en forma de rítmica pulsión en la punta de su pene. Nota como el miembro se despereza dentro de los calzoncillos mientras él piensa en una aspiración profunda de farlopa, seguido del sabor amargo del cristal, un pitillo y Olga chupándosela como solo ella sabe hacerlo, despacito y con mucho amor. Y su perfecto culo en pompa reflejado en el espejo del techo, elemento indispensable en toda suite de puticlub que se precie.

Y mientras observa en el espejo el brillo del éxito y la farlopa reflejado en su pupila no se percata del zumbido que acaba de desparramar los sesos de Olga sobre la blanca alfombra de alpaca, al otro lado de la habitación.

--Olga, cariño, ¿te queda mucho?

--Los Minuesa todavía se acuerdan de ti—Le dice lucio plantado frente a la cama – y tú sigues siendo un hortera, Conan.

A Conan no le da tiempo a decir nada. Solo a estirar la mano y ponerla frente a su cara. Una bala atraviesa la palma y se le incrusta en el cráneo. En el espejo del techo se refleja una negra sombra que desaparece y después el gesto, tan atónito como inerte, de que aquel que no puede creerse que eso le pueda estar sucediendo a él. Justo en ese preciso momento.

domingo, 29 de agosto de 2010

Nunca se es demasiado joven para matar

No corría ni una gota de viento en aquel caluroso día de agosto. Se diría que el astro rey hubiera decidido prescindir de toda clemencia en esa batalla constante que libra contra el resto de los elementos y reivindicaba aquel lugar como suyo y de nadie más. La acera y el asfalto emitían reflejos en forma de humo emergente que pronosticaban que el sofocante calor, cual vasallo fiel, seguiría protegiendo el reino una vez se hubiera retirado su amo y las luces bastardas hubieran comenzado a cuajar las calles, comercios y viviendas de la urbe siempre insomne.

El muchacho estaba apoyado sobre el capó de un BMW aparcado en batería en una calle adyacente a una gran avenida, tan ancha como vacía de almas en tránsito. Vestía chaqueta y pantalones vaqueros de pitillo, una camiseta con el nombre de un grupo de rock y calzaba unas zapatillas deportivas de color negro marca converse. Toda su indumentaria hablaba de su procedencia suburbial, tan ajena a aquel lugar, plagado de tiendas caras y edificios señoriales, como lo sería la de un pez lobo en mitad del desierto del Gobi.

Tenía las palmas de las manos posadas sobre las rodillas y el gesto torcido por los últimos rayos solares de un crepúsculo que atacaba sus retinas como lo haría un ejército de impíos que no hace rehenes ni deja enemigos a su espalda. En la comisura de los labios le colgaba al muchacho un pitillo a medio consumir. Gruesas gotas de sudor avanzaban temblorosas y con rumbo incierto entre los surcos de su arrugada frente y el humo del cigarrillo insistía pertinaz en colársele entre los párpados, entornados, dando a sus ojos un aspecto de inexistencia bajo el escorzo inverosímil que trazaban sus cejas pinceladas.

A pesar de todo permanecía inmóvil, como una escultura de cera que ha comenzado a deshacerse, con la mirada atenta a un punto fijo del espacio circundante: las amplias puertas del portal de un vetusto edificio de viviendas de lujo. Varió levemente su posición cuando tiró el pitillo y lo extinguió de un pisotón mientras se atusaba el pelo y se enjugaba con el dorso de la mano el sudor que le empapaba la frente. Con gesto ritual encendió otro cigarrillo y recuperó la postura, como si hubiese nacido así y estuviera dispuesto a morir así.

Una voz sonó a su espalda, desde el otro lado del coche, como salida de una profunda sima, sacándole de lo que pudiera estar pensando:

—Chico, ¿se te ha perdido algo? —el muchacho giró la cabeza y pudo ver a un hombre de aspecto imponente que le miraba interrogante y con cara de pocos amigos.

—¿Está prohibido estar aquí?

—Eso depende

—¿Y de que depende?, si puede saberse —contestó sin alterar la postura ni el gesto ni sacar siquiera el pitillo de la boca.

—Pues fundamentalmente de lo que a mí me salga de las pelotas porque éste es mi coche, ¿entiendes? Circula y no te meterás en un problema que no sabrás resolver. Sé buen un buen muchacho, no me jodas.

—Pues eso también depende…

—No me toques las pelotas, chaval, que no me apetece nada tener que ponerme a patear tu culo de macarra con este puto calor.

En ese momento se abrió la puerta del portal y asomó la cabeza de un hombre de mediana edad que miró al fornido que hablaba con el chico. El gorila asintió con la cabeza, dando a entender que no había ningún problema, y el cuarentón terminó de salir con un maletín en la mano y se dirigió hacia el coche. El muchacho ya estaba de pie cuando el hombre que le había amenazado comenzó a abrir la puerta del coche, sonriente y menando la cabeza con incredulidad. El gorila sólo alcanzó a ver por el rabillo del ojo la detonación amortiguada que desparramaría sus sesos, parte en la ventanilla del vehículo y parte sobre el asfalto hirviente. Cayó entre dos coches y allí se quedó inmóvil con un enorme charco de sangre manando tras lo que le quedaba de cabeza. El del maletín quedo estupefacto en mitad de la acera, congelado en mitad de un paso, en una posición grotesca.

—¿Quieres el maletín?

—Sí.

—Toma, cógelo, es tuyo, pero por favor no me hagas nada —El hombre abrió con dedos temblorosos los grilletes que le ataban al maletín y lo avanzó con su brazo hacía el chico. Éste lo cogió, retrocedió unos pasos y se quedó mirando al aterrado cuarentón con un gesto que, a pesar de su evidente juventud, no expresaba nada, ni odio, ni ira, ni intranquilidad.

—Los Minuesa te mandan recuerdos —dijo, y eso fue lo último que escucho aquel hombre, en voz de un chico que aún lucía las secuelas del acné. Tampoco pudo decir nada más. Antes de poder emitir una sola palabra más tenía una bala alojada en la tráquea y otra en la base del corazón. Cayó en mitad de la acera con los ojos muy abiertos y la incredulidad manándole a borbotones por garganta y pecho.

El sol ya se había retirado, dejando paso a una noche bastarda, y las farolas comenzaron a iluminarse de manera aleatoria, una detrás de otra, como saludando a la incipiente oscuridad en un idioma que sólo ellas conocen. El joven Lucio miró en derredor y pudo comprobar que la calle seguía vacía y silenciosa. Cogió el cuerpo inerte que yacía en mitad de la acera y lo arrastró hasta dejarlo entre los dos mismos coches donde había caído el impertinente guardaespaldas. Cuerpo sobre cuerpo sumidos en un último abrazo sangriento. Caminó, como si paseara con despreocupación, hasta la boca de metro más cercana y desapareció camino de su suburbio en el que, a pesar del agosto y las vacaciones, se encontraría con calles plagadas de almas en tránsito ávidas de encontrar un lugar donde esconderse del calor que había quedado vigilante tras la batalla de los elementos.

martes, 8 de diciembre de 2009

Cuestión de escrúpulos

— No es tan fácil como muchos piensan, Teo —Lucio habla y el vaho del invierno, húmedo y espeso, escapa de su boca con cada palabra pronunciada. Ningún gesto en su rostro que denote congoja o nerviosismo. Todo lo contrario: su boca es una línea trasversal que bien podría tratarse de una sonrisa. Sus cejas, finas como un pincel japonés, apuntan a un cielo cubierto de nubes amenazantes, casi tanto como los son sus ojos: dos brochazos, negros y profundos, que parecen pintados por el Goya más tenebroso y atormentado. Un gesto esculpido a pico que bien podría reflejar pánico, habida cuenta de la situación, pero que sólo expresa irónica perplejidad.

Teodoro Minuesa, frente a él, apenas a cinco o seis pasos, le apunta con un revólver que a juzgar por cómo le tiembla en la mano podría pensarse que se trata de un pesado lanzagranadas. Su nuez no para quieta en el gaznate. Sus ojos no apuntan en ninguna dirección. Quiere decir todo lo que ha pensado antes de encontrarse en esta situación pero no acierta a decir nada. Tiene la boca emplastada y las palabras no consiguen traspasar más allá de su pensamiento, cada vez más confuso y desordenado.

—Para empezar deberías quitar el seguro a ese pistolón que te han dejado, de lo contrario no podrás dispararme -ahora Lucio enseña una hilera de dientes mientras muerde la boquilla de un pitillo; lo enciende y guardar el paquete y el mechero; con tranquilidad se sube las solapas del abrigo y vuelve a meter las manos en los bolsillos —Hace fío, ¿verdad?, no creo que este sea el mejor día para morir. Si tuviera que elegir, desde luego no elegiría esta puta mierda de día.

Teodoro gira su mano y mira con disimulo el lateral del revólver. El seguro, efectivamente, está puesto. Maldice por lo bajo y, como si acabara de darse cuenta de lo complicado de su situación, mira con pánico a Lucio, que no se ha movido ni un milímetro: permanece erguido, con el gesto entre la interrogación y la ironía, en mitad del sendero del parque, apenas visible bajo el manto de hojas de castaño empapadas de lluvia.

—Quítaselo, Teo, no te preocupes por mí, no me moveré de aquí, si quisiera matarte ya lo habría hecho hace un rato. Quiero demostrarte que lo que te digo es cierto.

El menor de los Minuesa trata de hacerlo rápido pero, entre los nervios, los guantes y su torpeza habitual, tiene que repetir el movimiento en varias ocasiones hasta que por fin lo consigue. Vuelve a apuntar a Lucio de nuevo. El revólver pesa ahora más que nunca. La garganta le quema como si estuviera tragando alcohol, el aire comienza a desaparecer de sus pulmones, como si alguien le hubiera puesto una piedra de doscientos kilos encima, y el sudor, frío como el día, comienza a perlarse sobre su frente. Las palabras siguen presas en algún lugar más allá de la frontera del caos.

Lucio sigue fumando. Las manos en los bolsillos del abrigo y el pitillo prendido en la comisura de los labios. Ladea la cabeza para evitar el humo que trata de colársele en los ojos y deja que el silencio se apodere del tiempo. Transcurre al menos un minuto hasta que vuelve a la carga:

—¿Ves como no resulta tan fácil? Quizás lo parezca, eso no te lo voy a negar, apuntas, disparas y ya está, el Lucio para el otro barrio y tus hermanos todos contentos. Esa es la teoría, al menos. Lo que no te han contado tus hermanos es que no es una cuestión de si tienes o no tienes los cojones para hacerlo. Se trata de escrúpulos, Teo. Los cojones los tenemos todos llegado el caso. Los escrúpulos es otro tema. Si no nos hubiéramos criado juntos lo hubiera sabido por tu gesto de pánico pero es que, además, te conozco, gilipollas. Sé que nunca lo harías. Puta conciencia ¿verdad?

Se aproxima hasta él con el paso tranquilo, coge el revólver por la bocana y se lo acerca hasta el corazón y grita

—¡Dispara, coño!

Teodoro cae de rodillas con el brazo en alto. Lucio aún sujeta su mano, aferrada al revolver, apuntando al corazón. Con la cabeza gacha y la mirada perdida sobre el lecho de húmedas hojas comienza a llorar. Farfulla perdones y maldiciones. Suplica la venia de un asesino sin escrúpulos, que si bien no fue su hermano de sangre siempre fue el que mejor le comprendió. Mucho mejor que esos animales que tiene por familia.

Lucio mira hacía su nuca, arranca la pistola de sus manos, vacía el tambor de balas, la arroja entre unos matorrales y continúa su paseo entre los árboles desnudos del parque de El Retiro, gélido y desierto. Sin darse la vuelta, aún escuchando el llanto del que fue su hermanastro, dice:

—La próxima vez, Teo, no tendré tantos escrúpulos. Vete para siempre, yo me encargaré de los tuyos. Valientes hijos de puta.

domingo, 4 de octubre de 2009

Algo así

—Un disparo de adrenalina que primero coloniza el estomago y desde allí comienza su invasión. Eso, esa sensación de vigor repentino, el estado de visión preclara, es lo que me gusta de mi trabajo. ¿Sabías que la adrenalina es la droga más potente de todas las que se conocen? —Lucio hace un breve inciso, da una calada al pitillo y bebe un sorbo de su güisqui mientras expulsa humo por la nariz. Fija su mirada durante apenas un par de segundos en el culo de la camarera cuarentona que limpia una de las mesas y continua su plácido monólogo, intentando hacerse escuchar por encima de la música blues que inunda el antro —Es gracioso que haya gente buscándose la vida como pordioseros, por poblados infestos, en busca de una dosis de cualquier sucedáneo, sin saber que su cuerpo es capaz de producir el solito la más pura de las drogas… y gratis.

—¿Eres broker en la bolsa o algo así? —el tipo a su lado pregunta con voz emplastada; es como si acabara de salir en este mismo momento de un estado catatónico en el que hubiera permanecido sumido durante varios años.

El garito no está lleno. Ni mucho menos. Una camarera que probablemente un día tuvo el sueño fugaz de una vida bohemia, Ramiro, el propietario de aquel reino de inmundicia y su socio, el borracho de la pregunta inoportuna. Lucio continúa como si nada:

—La clave está en controlar tu viaje. De lo contrario te domina el pánico. Y ya no hablas de poder sino de miedo. En el campo de batalla, ese pequeño matiz, es el que marca la diferencia entre un héroe y un cobarde.

—¿Eres soldado o algo así? —Ramiro, en pie al otro lado de la barra, le ha dado por intervenir en la conversación mientras receba el vaso de Lucio —la última que chapamos.

—Algo así —Lucio taladra al propietario con la mirada —en realidad trabajo para los Minuesa, una respetable familia del sur de la capital ¿te suenan? —Ramiro palidece, tensa levemente su cuerpo tras la barra y comienza a mirar a un lado y a otro, sin fijar la mirada en ningún lugar en concreto. Lucio vuelve a dirigirse al tipo a su lado que no da muestras de haberse enterado de nada —¿Lo ves?, a esto me refiero. Si dejas que el chute de adrenalina te colapse el celebro estás perdido. Esa es la diferencia entre Ramiro y yo. Por eso él se dedica a servir copas y a pasar farlopa a cuatro colgados y yo a matar a gente como él.

Lucio se levanta como empujado por un resorte. Con un movimiento rápido saca la Beretta y apunta a Ramiro que sólo acierta a mascullar un rancio “puedo explicarlo”. Pero antes de terminar ya tiene una bala de nueve milímetros alojada en la traquea y otra en el corazón. La voz desgarrada de Janis Joplin ahoga el sonido de las detonaciones y la camarera ni siquiera puede ver como la parca la pesca con la escoba en la mano mientras barre la bohemia de Malasaña al ritmo de “Summertime”. Lucio deja la Beretta sobre la barra, enciende un pitillo y apura lo que queda de güisqui.

—¿Lo ves? —dice dirigiéndose al borracho que permanece inmóvil sobre su banqueta —el pánico te impide coger la pistola sobre la barra, darme un tiro y salvar tu culo de alcohólico. Ya no vas pedo, ¿a qué no? La adrenalina mata el pedo, ya te dije que es la droga más potente… a que ahora lo comprendes.

Dos detonaciones más y una figura, negra como una noche sin luna, que se desliza entre las calles estrechas y empedradas rumbo a la plaza del Dos de Mayo. Atrás sólo un neón parpadeante y el singular olor de la muerte. Huele a miedo.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Viento del Oeste - El Chanca

Tenía la cara picada por la viruela y un fulgor en los ojos que denotaba viveza de espíritu. En el barrio le conocían como el Chanca, por su larga melena, lisa y negra, siempre en perfecto estado de revista, y lo corto de su estatura, que hacían que se asemejara en su aspecto a los indios precolombinos. Como ya había uno al que apodaban el Inca, hubo algún gracioso, más cultivado de la cuenta, que propuso el Chanca como el mote idóneo para él. Y así se quedó para los restos.

Hasta dónde su conocimiento alcanzaba —nunca se puede poner la mano en el fuego por nadie, ni siquiera por una madre— él era madrileño de pura cepa y no corría por sus venas sangre amerindia. De hecho, ni siquiera supo, hasta unos años después de ser apodado, que hubiera una tribu en la América de antes de Colón, en lo que ahora es conocido como el Perú, que atendiera al nombre de los Chancas.

Estaba orgulloso, no obstante, de ese aspecto siniestro que los genes le habían otorgado y de su apodo porque, si bien ninguna de las dos cosas suponía la tarjeta de presentación idónea para una fiesta chic, sí que lo eran para dar forma a esa imagen al margen de la ley que él le gustaba cultivar.

En el comienzo de sus andanzas delictivas, alternaba el trabajo en la frutería de su padre con el tráfico de cocaína a pequeña escala, para los colegas del barrio. Era como un juego; la mejor de las maneras de financiar su propio vicio. Luego comenzó a frecuentar locales nocturnos de dudosa reputación y fue engrosando, gramo a gramo, su cartera de clientes, lo que le permitió dejar de trabajar en la frutería y dedicarse exclusivamente al tráfico.

Conocer a Carlos, ese pijo atormentado y medio autista, fue lo que le propulso definitivamente al Olimpo de los camellos, de los que hacen servicio a domicilio, sólo atienden a pedidos de mínimo cinco gramos y conducen una moto de gran cilindrada y colores llamativos. Sucedió, casi sin querer, el día en que Carlos probó su género y lo sentenció como la mejor farlopa que había catado su nariz hasta la fecha. A partir de ahí todo fueron beneplácitos y llamadas de amigos, y de colegas y de amigos de amigos… el Olimpo.

Como decía uno de sus mejores amigos, el mismo que le puso el mote, “lo del chanca es marketing del lumpen”. Lo decía porque había sabido sacar un indudable provecho de su aspecto de indio peruano y de su mote; fue aquello, en gran parte, una de las claves de su éxito ya que había hecho creer a todos aquellos pijos ejecutivos, ansiosos de distinción, que su producto era cultivado a los pies del mismísimo Machu Picchu e importado directamente desde ultramar, sin corte que desvirgara su amarillenta pureza. Inventó, no sin tino, un sello de calidad, que imprimía en cada sobre y que avalaba la procedencia del género. La realidad era otra muy distinta: compraba el género a una familia de gitanos, integrada en el famoso clan de los Minuesa, en un poblado chabolista del extrarradio. La farlopa no era para tirar cohetes pero sí lo suficientemente aceptable como para satisfacer la inexperta nariz de su, cada vez más selecta, clientela.

Ahora, mientras se acerca al poblado a recoger su pedido, puede ver a un personaje que no le resulta habitual, que no encaja en la escena. Alto y enfundado en un largo abrigo negro, Lucio espera, fumando un cigarro, con un hombro apoyado sobre el quicio de la puerta de la chabola de os Minuesa. Un escalofrío recorre la columna del Chanca. Ese tipo, de ojos fríos como los de un tiburón hambriento, no deja de mirarle, como si quisiera ensartarlo. Siente el impulso de girar sobre sus talones y regresar en otro momento. Sabe que algo va a pasar: su instinto de barrio no falla y ahora resuena en su interior como la alarma silenciosa de un banco, recorriendo desde la punta de los pies hasta el último de los negros pelos de su larga y cuidada melena. Finalmente decide no achantarse y seguir el paso, como si tal cosa. Al llegar frente al tipo se queda quieto y mira para arriba con gesto interrogante. Con un poco de suerte le franqueará el paso y nada sucederá. Lucio baja los ojos y se encuentra con la mirada viva del Chanca y con su cara picoteada por la viruela. Le rodea los hombros con su brazo, sin decir palabra. Con un leve movimiento de ojos, le hace girar sobre sus talones. Dice Lucio:

—Demos un paseo y… no te preocupes, relájate que se te ve muy tenso, si me dices lo que quiero saber no te pasará nada —la estampa, dada la diferencia de estatura, es un tanto grotesca. Pasean como lo haría un padre con su hijo. Lucio mira al frente mientras habla y deja entrever en su rostro algo parecido a una sonrisa.


—Y qué quieres saber? —El Chanca demuestra con su pregunta que su instinto de supervivencia queda por encima de sus cojones. No tiene curiosidad por saber quien ese tipo ni a que viene que le asalte así. Directo al grano, como le gustan a Lucio los soplones. Le jode perder el tiempo con preámbulos absurdos que sólo conducen a violencia innecesaria.

—Tú eres el que le pasa la farla a Carlos Almenara —Es una afirmación, sin duda. Ni una sola inflexión en su voz que denote dudas.

—Le conozco, sí

—Bien, la próxima vez que te llame, para lo que sea, me llamas y me dices dónde habéis quedado. Luego haces el servicio como si nada pasara ¿Estamos de acuerdo? —Chanca asiente con la cabeza y Lucio continúa hablando—todo irá bien si haces las cosas como te digo. No volverás a saber nada de mí y tú nunca habrás sabido nada de mí.

Chanca asiente de nuevo, en silencio, mientras recoge la tarjeta de visita que Lucio le tiende. En ella puede leer, “Lucio Cortés, Anticuario” y debajo solamente un número de teléfono móvil.

Lucio enciende un pitillo y se aleja sin mirar atrás, pensando que el muchacho tiene la mirada viva. Está seguro de que no fallará, que prefiere traicionar antes que sucumbir.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Viento del Este - Carlos

Con los ojos muy abiertos, redondos como planetas, clavados en el techo, Carlos hace ya un rato que perdió la esperanza de poder conciliar el sueño. Otra noche en blanco sin nadie que consuele su soledad. Sin levantarse enciende un cigarrillo y su pensamiento se escapa entre las volutas del humo de la primera calada.

El mecanismo del insomnio de Carlos es sencillo: Cena en algún restaurante de moda, con o sin compañía, una o dos botellas de vino y, tras el postre, al calor de un orujo de hierbas, un susurro viperino en el oído que le hace olvidar la última noche de ojos en techo. Sólo tiene que marcar el teléfono del Chanca. En media hora estará esnifando en el cuarto de baño y su percepción del mundo cambiará como por ensalmo. El camarero que le ha mirado altivo durante toda la velada pasará a ser un ser insignificante y ridículo cuya mirada ya no resistirá el brillo de su pupila al sacar la visa oro y pagar la abultada cuenta.Como el de papá cuando les lleva a comer al Horcher y el camarero no para de hacerle reverencias desde que entran.

--Carlos, Carlitos, deja ya en paz a tu prima que no te ha hecho nada –-el niño Carlos persigue a una niña pelirroja con el terror pintado en el gesto. Corren sobre la fina arena, el mar al fondo se presenta encrespado. Él Lleva en la mano, que alza en lo más alto, un rata muerta que agita sobre su cabeza a la vez que profiere gritos como los de un indio enloquecido.

--Este niño -–dice su madre con cara de resignación -–es como el mar cuando sopla levante, que se agita… no vayas a creer que siempre es así, no, normalmente es muy tímido, casi autista. Nos preocupa, chica.

--No te preocupes, querida, en el internado lo enfilarán. Conmigo lo hicieron, y mira dónde estoy ahora --el padre abre una sonrisa diabólica, sencillamente diabólica, en su cara y guiña un ojo en un gesto tan estudiado que parece natural.

Valiente gilipollas su padre, que se creía que tener un buen puesto de ejecutivo en una multinacional y un par de mercedes aparcados en el garaje de su chalet en la moraleja, le daban derecho a ir arrasando por la vida, a dar lecciones al mundo sobre cuál era el mejor camino hacia el triunfo ¿Triunfo lo tuyo, hijodeputa, si no me hiciste caso en tu vida; si no era más que un número en tu pizarra… suficiente, insuficiente, notable, bien… si estoy aquí esnifando sobre el wáter de un restaurante chic porque es lo único que me llena, que me hace sentir realizado; si cada vez que te miro el careto ese de hijoputra que gastas es porque me he metido una loncha de medio kilometro antes? Vergüenza debería darte tener un hijo yonki ¿Eso es triunfar? Cualquier día voy y lo confieso en medio de una de tus fiestas sólo por ver la jeta de imbécil que se te iba a quedar.

Carlos se pone en cuclillas de nuevo y aspira hondo una segunda raya que había permanecido, inmutable al discurso, posada sobre la blanca tapa del wáter. La mandíbula se tensa y el calor comienza a agobiar en el cuello. Se deshace parcialmente el nudo de la corbata. Se baja la cremallera y comienza a mear

Valiente gilipollas su madre. Piensa en ella con una mano en la polla, la otra en la nariz, los ojos entornados, la cabeza hacia atrás y el polvo entrando directo al celebro, como el puto gusano del anuncio, ese que tanto asco daba a su madre, que se tapaba la cara cada vez que salía en la tele y comenzaba a dar grititos medio histéricos de pija desfasada. Luego un lingotazo de güisqui, dos o tres orphidales y a olvidar que existes. Pero no un gusano entrando en la nariz, que no es nada chic, todo lo contrario, es repugnante.¿Tienes que ir maquillada hasta para ver el telediario?

Carlos, Carlitos, abre la puerta del wáter con las pupilas dilatadas y picor en la nariz. Mientras se moja el pelo en el lavabo, puede ver, reflejado en el espejo, a un tipo de aspecto siniestro, enfundado en un largo abrigo negro, que bloquea la puerta de salida al restaurante. Si quitarse el pitillo de la comisura de los labios Lucio agita la pistola que estaba disimulada entre los pliegues del abrigo. Con un leve movimiento de cabeza, que acompaña con un movimiento del cañón de su Beretta, le indica que vuelva a entrar en el pequeño cajón de madera y que se siente en el wáter. Apura el cigarro mientras con el rostro ladeado, clava sus ojos de tiburón en el muchacho que no tiembla, no tiene miedo. Le gusta.

--Tu padre me ha dicho que estás suspenso, que no quiere hijos yonkis en la familia, no es nada personal. ¿Algo que decir?

--Sí, dile que es un hijoputa y que me la pela vivir o morir, que hace mucho que sopla levante en mi vida, hace demasiado que sufro de insomnio.

martes, 12 de mayo de 2009

Sinnerman

Media la tarde y el viento arrecia enredándole el cabello. Lucio se sube las solapas del abrigo, se apoya en el viejo chevy y apura un pitillo que agoniza en sus labios. Las manos en los bolsillos, la boca entreabierta y la cabeza ligeramente ladeada para evitar que el humo le entre los ojos. Las cejas se le enarcan en un ángulo inverosímil, como si un hilo invisible tirara de ellas hacía arriba y las hiciera apuntar a un cielo que comienza a ennegrecer de tormenta. Con los ojos entornados, heridos de luz, otea el paisaje poderoso del atardecer primaveral sobre la Sierra de Gredos. Su gesto no denota emoción. Su rostro es un páramo en donde los gestos apenas florecen.

Hoy no ha acudido hasta este lugar para dar muerte. Es probable que sea la primera vez que llega hasta aquí sin un paquete en el maletero. Simplemente cogió su coche y comenzó a conducir. Viajaban el coche en una dirección y sus pensamientos en otra. Cuando ha querido darse cuenta ya estaba allí, sentado al volante, con el motor aún encendido y Nina Simone desgarrando el silencio del bosque. Ni siquiera recuerda por qué eligió el CD de Nina, que yacía desterrado bajo el asiento desde hacía una eternidad. Su madre le hubiera dicho que aquello era una señal del destino. “El destino se lo forja uno a golpes, madre”. Tampoco sabe porque de repente ha comenzado a pensar en su madre.

—Eso es que tienes que ajustar cuentas con tu pasado —Apoyada en un pino, vestida con un camisón blanco que contrasta violentamente con su pelo rojizo y alborotado, Lucrecia, su madre, escupe las palabras con dificultad. Conserva intacta la traqueotomía que le practicaron en el hospital, cuando ya estaba en las últimas.

—No será contigo, madre, contigo nunca tuve problemas

—Eso es cierto, hijo, conmigo siempre te portaste bien.

—Pues mi único pasado eres tú, así que creo que te equivocas, como con lo del destino.

—¿Qué me dices de tu padre?

—Mi padre era un cabrón que no merecía vivir --Lucio enciende otro cigarrillo y traspasa a su madre, que parece no inmutarse, con el humo de la primera calada.

—Ya, pero estoy segura que matar a un padre con sólo quince años tiene que dejar secuelas.

—¿Secuelas?... la única secuela que ese mal nacido me dejó fue esta cicatriz —Lucio se señala la ceja con el pitillo —Nueve puntos me costó aquella hostia.

—Puede que tengas razón, hijo, la verdad es que nunca se portó bien con nosotros, el alcohol le podía.

—He conocido a alguien… me recuerda tanto a ti que me da miedo.

Lucrecia se queda mirando pensativa a su único hijo, advirtiendo que ya nada queda en él del adolescente que abandonó a su suerte porque quiso la vida poner punto y final a sus días de manera abrupta y dolorosa, más o menos como habían transcurrido.

—Ahora lo entiendo —dice

—Ahora entiendes qué, madre.

—Ahora entiendo porqué estoy aquí. Esa chica te ha removido un sentimiento que yacía tan profundo como mi fantasma. Probablemente ni te acuerdas pero siempre fuiste un niño cariñoso, Lucio… y protector. Luego la bestialidad de tu padre se encargó de sepultar tu sensibilidad, a base de palizas. Aún recuerdo la madrugada en que volví a casa y te encontré acurrucado en una esquina del salón. No llorabas. Mirabas fijamente el charco de sangre que tu ceja abierta dejaba sobre el suelo y mascullabas odio con las mandíbulas muy apretadas. Luego me miraste a mí y supe, por tus ojos, que ya nunca serías el mismo.

—Yo sólo sé de muerte, madre, no estoy hecho para otra cosa.

—¿No eras tú el que decías que el destino se lo forja uno a base de golpes?

—Sí ¿Qué tiene que ver eso con la chica?

—Es sencillo, Lucio. El amor también golpea. Y golpea tan fuerte que ni siquiera la muerte puede con él. Si no, ¿qué hago yo aquí, en mitad de la sierra de Gredos, apoyada en un pino, hablando contigo?

Lucio tira el pitillo, lo pisa con calma y sube al coche. Su madre se ha evaporado con los últimos rayos de sol. Enciende el motor y justo en ese instante Nina comienza a cantar “Sinnerman”





miércoles, 18 de marzo de 2009

Ave Fénix

—No deberías hacerlo, Berni, y los sabes… esta mano no está bien, podrías terminar de jodértela para siempre. Además estás muy mayor para estas historias.

—Necesitamos la pasta, Ernesto.

—Habla por ti, a mí no me metas… que yo prefiero seguir comiendo lentejas- Ernesto termina de poner el vendaje en la mano derecha de Berni. Escupe en los dorsos de ambas antes de calarle los guantes. Un viejo ritual, tan viejo como ellos, cien veces repetido.

—Pues vale, es cosa mía, yo echo de menos los chuletones del Chistu— Berni esboza una mueca que pretende ser una sonrisa y muestra su dentadura incompleta. Su rostro erosionado de golpes se asemeja a una meseta castigada por un clima extremo. La nariz roma, rota por varias partes, apenas repunta sobre su cara, que es redonda como un planeta. Bajo sus ojos, hundidos como simas, una sombra amoratada delata el exceso de cansancio.

Sentado en la camilla con los ojos semi entornados Berni gira su cuello de toro, a un lado y a otro. Trata de acompasar la respiración para conseguir concentrarse; quiere aislarse del mundo al menos un par de minutos antes de salir camino del cuadrilátero. El griterío del público, tras la puerta, llega hasta el vestuario amortiguado, como el sonido lejano de un grifo mal cerrado. El fogonazo de un recuerdo acaba por aislar a Berni y el murmullo desaparece del todo; tampoco escucha las palabras de Ernesto, que sigue dale que te pego, dándole los últimos consejos: “Tú, al tercero, si ves que te ha dado suficiente, te tiras y ya no te levantas”

El recuerdo de los días de gloria, del clamor de la sangre temblando en sus oídos mientras el campeón de los pesados yace sobre la lona, a sus pies. Nadie lo esperaba, en realidad fue un golpe de suerte, nunca mejor dicho. Berni jamás ha sido un gran púgil pero sabe aguantar todos los golpes que sean necesarios y tiene una derecha demoledora. Aquel campeón se confió demasiado y cuando quiso darse cuenta de su error yacía con la boca pegada a la lona y los ojos mirando a la Meca. Intentó levantarse pero fue inútil. Su cuerpo había dicho basta. Los brazos en alto, el clamor que arrecia hasta alcanzar el paroxismo y la gloría, siempre efímera, tintineando como una moneda de dos caras. En aquellos días Berni todavía tenía todos los dientes en su sitio y comía carne a diario.

La puerta del vestuario se abre y una cabeza asoma: “Dos minutos, campeón”. A Ernesto le suena a coña lo de campeón y se caga en los muertos del tipo, pero la cabeza ya no está allí para escucharle. Berni levanta sus noventa y dos kilos de carne y músculo, da unos saltitos y unos puñetazos al aire; sale del vestuario y encara el pasillo que conduce al mismo centro del sufrimiento. Respira, Berni, respira. Mientras avanza a pequeños brincos mueve la cabeza a los lados dentro de la capucha del batín. Respira, Berni, respira. Ernesto le precede con la baqueta —su banqueta— en una mano y la escupidera con sus herramientas para las curas en la otra. El público le recibe tibio cuando recorre los últimos metros hasta el cuadrilátero. Ya han visto otros tres combates antes pero saben que en este habrá sangre, saben que Berni no tiene ninguna oportunidad, que esta pelea no es más que un entrenamiento para el campeón. Las apuestas están veinte a uno y casi nadie ha pronosticado que el viejo púgil, por muy fajador que sea, vaya a durar más de cinco asaltos. Berni pasa entre las cuerdas y se queda en su rincón sin parar de saltar. Mientras Ernesto le quita el batín puede oír como el público enloquece con la entrada del campeón pero él no se gira, no quiere mirarle hasta que lo tenga delante de su nariz roma. Respira, Berni, respira.

—A mi derecha, con un peso de noventa y dos kilos, calzón blanco y raya negra, el aspirante al título nacional de los pesados, el Toro de Albacete, Beeeeerni Sáááánchez… —Berni da unos golpes al aire y gira un par de veces sobre si mismo.

—A mi izquierda, con un peso de noventa y un kilos, calzón amarillo y raya azul, el actual campeón nacional de los pesos pesados, el Cholo de Hortaleza, Vaaaaalerio Péééééérez— el público que acaba de enloquecer mientras el Cholo, con chulería, hace genuflexiones en todas las direcciones, norte, oeste, sur y este.

Tras los habituales consejos por parte del árbitro suena la primera campanada y el Cholo sale como una exhalación desde su rincón. Berni trata de esquivar la primera avalancha de golpes pero no puede zafarse. Ese cabrón es más joven, más rápido, mejor preparado y, además, come carne todos los días. Muévete, Berni, muévete. Sube la guardia, cuida su derecha. Los tres minutos parecen tres horas y cuando Berni regresa al rincón tiene el rostro congestionado y el alma en un vilo. “Me va a matar, Ernesto”. “Tú calla y aguanta por lo menos tres asaltos, luego te tiras y mañana nos vamos al Chistu”. Berni muestra su sonrisa mellada antes de que Ernesto le coloque el protector.

En los siguientes asaltos siempre lo mismo: El Cholo que golpea como un martillo neumático y Berni que encaja, uno tras otro, todos los golpes. De vez en cuando se agarra a su contrincante para arañar unos segundos al cronómetro, para conseguir recuperar la respiración. Mediado el cuarto asalto el Cholo encadena una secuencia de golpes, jab de derecha a las costillas, directo de izquierda que le roza una oreja y gancho de derecha a la mandíbula. Berni dobla las piernas y se queda enganchado a las cuerdas en posición grotesca. Una sucesión de imágenes inconexas pasa por delante de sus ojos pero una, sólo una, se le queda grabada en la retina: el Cholo dando saltitos ante él mientras el árbitro cuenta… cuatro, cinco… el hijoputa del Cholo encoge los hombros con mirada burlona y saluda al público seguro de su victoria… seis, siete… Ernesto en la esquina que le hace gestos para que se quede donde está… ocho… nueve… y Berni que se levanta. Se toca la cara con los guantes, trata de quitarse la sangre y el sudor, que le escuecen en los ojos como un millón de cristales al clavarse. Una nueva andanada del Cholo y suena la campana.

Berni cae y se levanta en el sexto, en el séptimo y en el noveno. Pierde a los puntos pero da igual... ya ha conseguido encandilar al público que ahora, en el último asalto, jalea su bravura, sus cojones, su nombre, que vuelve a resonar como en los días de gloria: “Toooooro, Tooooooro, Tooooro” El Cholo se muestra desesperado, nunca antes le habían aguantado más de ocho asaltos y el puto viejo sigue en pie en el último, con el rostro deformado por la paliza, pero en pie y con una mueca en su cara que asemeja una sonrisa de triunfo. Valiente gilipollas. "Teeeeeermina el combate"

Los jueces declaran ganador a los puntos a Cholo pero nadie corea su nombre, en las bocas de las tres mil y pico personas que han asistido a la velada sólo queda espacio para el Toro de Albacete, que sabe que mañana no podrá comer un chuletón en el Chistu con la boca hecha papilla como la tiene pero le da igual porque puede escuchar, de nuevo, el tintineo de una moneda de dos caras chocando contra el suelo.

lunes, 16 de marzo de 2009

Blanca Navidad

Fuera de Internet su mundo se reducía a una pequeña habitación de la que sólo salía para realizar las funciones básicas de subsistencia, mear, cagar y comprar. Es una fría mañana de Diciembre y ha salido a comprar veinte paquetes de Donetes, ocho tetrabricks de Don Simón, siete botellas de dos litros de cocacola y un cartón de Fortuna. Mueve alegremente sus ciento diez kilos al subir los escalones con las bolsas en las manos. Regresa feliz y silbando a su refugio porque el cargamento adquirido supondrá no tener que moverse de delante de la pantalla durante al menos un par de días.

Ha cazado a una gachí de catorce en un chat de admiradoras de Jonas Brothers, Selena17#, a la que es seguro que podrá tirarse —virtualmente, se entiende— esa misma tarde, víspera de nochebuena. Él, escondido tras la máscara de Castigador373, una de tantas, había desplegado todas sus artes durante varias jornadas y por fin ella había accedido a conversar en privado. Es un asunto hecho. Ya sólo piensa en su semen caliente derramándose sobre la cara adolescente de Selene17# mientras la llama perra inmunda —en virtualidad, entiéndame—. Nota, con felicidad, como su pequeño miembro presiona con levedad sobre sus muslos grasientos al abrir la puerta pero el gesto le cambia de manera abrupta cuando al cerrar repara en la silueta sentada en el sofá de orejas de su difunto padre. Un par de ojos negros brillando en la penumbra como los de una pantera en la jungla y un pitillo humeante que muestra una sonrisa siniestra tras cada calada.

-Hola Castigador 3-7-3 ¿ese eres tú, no? –Lucio indica con la punta de su beretta, el tresillo delante de él. Castigador suelta las bolsas y se sienta. Todavía está confuso –estás más gordo de lo que decías en el chat pero ya lo imaginaba, siempre se miente…

-Sí… sí –balbucea el gordo con timidez…

-¿Sí… sí? ¡Y una mierda, hijo de puta! ¡Tú no haces más que mentir! ¿Dónde está tu cuerpo atlético, tu 1,90? –Lucio sube intencionadamente el volumen de su voz, disfruta viendo como el castigador se va haciendo cada vez más pequeño, como comienza a sudar, como en sus ojos aparece el terror, un terror que luego serán lágrimas –repite conmigo… soy una bola de sebo inmunda.

-Soy… soy…-el hombre comienza a llorar -¿Qué… qué he hecho?- acierta a decir entre gemidos.

-Soy… soy… -repite Lucio impostando la voz mientras le golpea el rostro con la culata de la automática- ¡si vuelves a preguntar que has hecho te pego un tiro!... repite conmigo –Soy una bola de sebo inmunda

-¿Qué…qué he hecho, por Dios? – Gime mientas se toca la sangre fresca que comienza a inundar su rostro. Un tiro que zumba amortiguado por el silenciador y una bala que roza el hombro del castigador virtual. Cae sobre el suelo. Lucio se agacha y le coloca una mordaza que mitigue los gritos agudos.

-Ya que lo pides con insistencia, te lo voy a explicar –Lucio enciende un pitillo y aspira hondamente la primera calada –Verás… si hay una cosa que me repugne más que un jodido violador es un puto pederasta, como tú…

-Yof nof… nof… – mueve la cabeza y tose. Una arcada. Lucio le golpea otra vez.

-No vuelvas a interrumpirme, por favor…te decía que odio a los pederastas. Habitualmente cobro un pastón por hacer lo que estoy haciendo ahora pero todo el mundo tiene aficiones y la mía, para tu desgracia, es la caza... y como buena afición yo la disfruto a tope. Me dedico, por placer, a limpiar este mundo de chusma que no merece vivir. No creo en la ley, ¿sabes? No fun-cio-na muy bien. Fíjate, yo mismo… mi profesión es matar, he matado a docenas, y jamás he pisado ni el hall de una comisaría. Hay algo que no funciona ¿no crees?... —apura el cigarro y lo apaga sobre la alfombra raída y polvorienta antes de continuar—… no te voy a explicar como he llegado hasta a ti, además no creo que te interese saberlo, sólo te diré que del mismo modo que tu no eres un Adonis de ciento noventa centímetros, Selene17# no es una adolescente admiradora de los Jonas Brothers y, por supuesto, no está colada por tus huesos… Ahora ponte el abrigo y coge los donettes que nos vamos. Sólo te advertiré, antes de quitarte la mordaza y de que salgamos a la calle, que si gritas, si intentas huir, si haces cualquier movimiento extraño te perforaré el cráneo sin pestañear. Si haces lo que tienes que hacer te quedará la oportunidad de que no sea mi día de caza perfecto…

Castigador373 se limpia la sangre del rostro y sale renqueante del portal. El miedo le atenaza y el frío le perfora. En el oscuro callejón Lucio le ordena que se meta en el maletero del coche.

La sierra de Gredos está nevada como hace muchos inviernos. Lucio tuvo que parar a poner las cadenas pero, aún así, está de un humor excelente. Abre el maletero y saca de los pelos al castigador. Le ordena que se desnude y le mete cuatro donettes en la boca. Le golpea un par de veces más y le dice: “ahora corre”. Se apoya en su viejo chevy, enciende un cigarrillo y se queda mirando sonriente la grotesca figura del cazador cazado, que avanza desesperado y errático sobre la nieve fresca. “Hace frío, coño”, piensa.

Cuando termina de fumar se sube las solapas del abrigo, saca su pistola y comienza a silbar “White Christmas”, ¡Caray, cómo le gusta Bing Crosby!

miércoles, 4 de marzo de 2009

La inspiración de Chipi

Inspiración, espiración... inspiración, espiración. Crispín, o Crispi, o Chipi, como es conocido en el lupanar donde trabaja como camarero, se apoya con una mano en la pared. Encorvado trata de recuperar el resuello. “Puto tabaco”, maldice. Entre bocanada y bocanada dirige su mirada hacia atrás. Cree haber despistado a su perseguidor pero no las tiene todas consigo.

Los pensamientos fluyen desordenados por su cabeza: Abre la puerta de su casa, deja las llaves sobre la mesita del recibidor, se quita la cazadora, entra en el salón. Olor a humo. Una intuición. Un disparo zumba, una bala le roza el hombro y a correr como alma que lleva el diablo. Baja los escalones de cuatro en cuatro. Balas que silban su nombre. Trata de recomponer los acontecimientos, de serenar el pulso de su vertiginoso pensamiento. Supone —no está seguro de nada— que a alguien no le ha hecho demasiada gracia que se dedicase al negocio de la farlopa sin pasar la comisión correspondiente. Se lo habían advertido pero nunca pensó que lo suyo pudiera molestar a los que manejan el cotarro. Ni siquiera los conoce.

Había comenzado con poco, un par de gramos para amigos, alguna de las rameras que le pedía para los clientes... al principio nunca pillaba más de cincuenta gramos de una vez, pero el negocio comenzó a crecer y, coño, no se le pueden poner cercas al campo y mucho menos a los euros fáciles: medio kilo, un kilo, un par de chavales que la cortan y la gramean, que la mueven por las discotecas de la zona. Sobornos a los porteros. Poca cosa. Además siempre había sido discreto, nada de ostentar. Ni siquiera había dejado su trabajo de mierda porque le parecía la tapadera perfecta. Guardaba las ganancias en una caja de seguridad y soñaba con el día en que agarraría toda la pasta y se iría lejos de Madrid. Un pequeño hotel para buceadores en Costa Rica, en primera línea de una playa perdida. Esa era la idea que le rondaba desde que Pancho, el cholo que le pasa la mercancía, le habló de atardeceres en los que el último rayo teñía de verde el Pacifico.

Sigue avanzando, ahora más despacio. Le duele el hombro. Sangre que gotea. Mira atrás: tras la esquina aparece el tipo del piso. Sólo acertó a verle de refilón pero ahí está. Es él, seguro. Abrigo negro, guantes calados, mirada fiera. Le ha visto y avanza hacía él con decisión. Chipi aprieta el paso y tuerce en otra esquina. Ve una iglesia y entra, por intuición: nadie mata a nadie en una iglesia.

Lucio dobla la esquina y no ve a la presa. Observa el suelo. El imbécil del camello no se ha dado cuenta de que va dejando un leve rastro de sangre. Saca la Beretta de la funda bajo el sobaco y la disimula en el bolsillo del abrigo. Franquea la puerta del sagrado templo. Cuando sus ojos se acostumbran a la penumbra, observa: sólo una joven frente a un Cristo al que parece besar en las manos mientras murmura algo. Alguien más: el párroco que sale del confesionario y soliviantado grita a la chica que como se le ocurre besar al Señor Jesús nuestro Dios. “No está mal la ramera”- piensa Lucio– “Parece que le falta un tornillo pero la montaría con gusto”.

Ninguno de los dos se ha percatado de su presencia siniestra. Están a los suyo, discuten acalorados sobre sacrilegios y demás soplapolleces. Por el rabillo del ojo percibe una sombra que se abalanza sobre él. Es Chipi que se ha armado de valor y, desesperado, trata de jugar su última baza. A Lucio le da tiempo a sacar la automática del bolsillo pero el tipo le agarra la mano con fuerza.

Un disparo que se pierde: la María Magdalena que cae con grito ahogado sobre el cura, que la coge entre sus brazos y luego la suelta con un gesto de horror congelado en el rostro. Mira sus manos ensangrentadas, como las del Cristo, y luego a Lucio y a Chipi, que forcejean. No mucho. Lucio se zafa, le empuja y le apunta con calma. Lo ejecuta con un solo disparo en la frente. El cura no acierta a moverse cuando Lucio se acerca con rapidez hasta él. Nada de testigos inoportunos.

—Al menos usted sabe que irá al cielo —dice, y después dispara. Luego mira a la joven tendida en el suelo sobre su propia sangre. Se agacha y le toca la yugular con dos dedos. Está muerta —Dios no es justo, con lo buena que estaba —masculla, y le toca una nalga.

Antes de marcharse, como una sombra, mira a la cara doliente del Cristo, sólo por un instante. Se da la vuelta y encara la puerta del templo. “Juraría que esa estatua me ha guiñado un ojo”, piensa. Y esboza una sonrisa sádica mientras los rayos de sol le golpean tibios en la cara, deslumbrándolo. Gracias a un miserable camello acaba de ver la luz.

miércoles, 14 de enero de 2009

Recurrencia (II)

—Ya nadie daba un euro por Leo —Berni hablaba con su mirada de sonado clavada en la pared. Plantaba sus ciento veinte kilos sobre la banqueta de madera de la entrada al garito, que gemía con cada movimiento —no es sólo que debiese pasta a media ciudad, es que, el muy hijo de puta, se había estado follando a la hermana del jefe… ¡y pretendía dejarla! Ella estaba muy enamorada, ¿sabes?

—Ya entiendo —a Lucio le importaba un carajo lo que aquel trozo de carne y músculo pudiese pensar o decir, que sin duda no era mucho. Le daba igual que Leo se hubiese estado tirando a la hermana de Tatín, que la hubiese dejado o que le hubiese transmitido la sífilis. Él hacía su trabajo y lo cobraba, por supuesto —¿Está tu jefe? Tengo un asunto con él.

—Está abajo pero no sé si podrá recibirte, tiene visita —dijo el portero con una voz gangosa que rompía toda la fiereza de su rostro romo —Te advierto que está cabreado de cojones. Baja si quieres, puedes esperar en la barra, tomando algo —sacó un pañuelo de papel y se sonó los mocos con estrépito —puto trancazo.

—Eso haré, Berni, cuídate ese catarro —Lucio se encaminó a través del estrecho pasillo de paredes descascarilladas, mustias de humedad. Al final, una angosta escalera bajaba hasta una puerta de chapa, similar a la que custodiaba Berni. Tras de ella se abría un enorme espacio diáfano en el que se desperdigaban mesas de juego por doquier. Sobre ellas aún quedaban los restos de la noche anterior: vasos vacíos, ceniceros repletos y cartas amontonadas sin ningún orden concreto. Eran las cuatro de la tarde y aún olía a vicio reseco. Al fondo había una barra. Detrás, una camarera adormilada pasaba una bayeta, tan desgastada como ella, por la pegajosa superficie y maldecía por lo bajo. Debía tener unos cincuenta. Eso o estaba demasiado perjudicada por la vida nocturna, implacable con la salud y la frescura. En su rostro cansado y demasiado maquillado se podían leer varias vidas juntas. Lucio avanzó hasta ella y, sin quitarse el abrigo ni los guantes, se sentó en un taburete metálico, tapizado con una tela indefinible que simulaba la piel de un leopardo.

—¿Qué se te ha perdido, encanto? —dijo la mujer sin ápice de emoción, casi de carrerilla. Miró a Lucio a los ojos, por un instante, y luego bajó la vista hacia la barra. Era como si el instinto de miles de noches de lumpen la hubiese puesto en guardia, advirtiéndola que mirar directamente a esos ojos sólo podía traer problemas.

—Vengo a ver a Tatín. Pon un café con leche —Mientras hablaba, Lucio recorrió con la mirada todo el espacio hasta detenerse en una puerta disimulada en el dibujo incierto de un mural de escaso valor artístico, dibujado sobre la pared, al otro extremo de la sala. Encendió el pitillo y miró de reojo a la mujer. No era ninguna jovencita despampanante pero Lucio la hubiera cabalgado con gusto. “La experiencia es un grado y seguro que la chupa como los ángeles”, fue todo su pensamiento

La camarera le sirvió el café y siguió puliendo la barra.

****

Tatín frisaba los cuarenta. Era tan bajito como robusto, de cabeza redonda, sin un solo pelo en ella; para compensar su alopecia, lucía un enorme mostacho, que se mesaba cuando pensaba y que le había hecho famoso. Golpeaba con fiereza la mesa de su despacho al tiempo que profería gritos al tipo sentado al otro lado, que permanecía imperturbable.

—No me toques los huevos, Felipe, los Minuesa aceptaron el trato y ahora soy yo el que controla esas discotecas, si hay que ir a la guerra iremos.

—Sinceramente, Tatín, no creo que merezca la pena. Son sólo un par de locales y los Minuesa todavía tienen mucho poder —Felipe había sido siempre un consejero tan fiel como precavido. Nunca le había gustado la guerra, demasiada sangre, demasiada pérdida absurda, pero esta vez se equivocaba.

—Me parece que no lo entiendes. No se trata de un par de locales, se trata de una cuestión ética, de principios. Es un trato, hay que cumplirlo. Además, si les dejo que se salgan con la suya, la próxima vez vendrán a arrebatarme lo que es mío. Joder, parece mentira que te tenga que explicar esto. No podemos mostrar debilidad.

—No somos débiles y no es malo que ellos lo piensen. Deberías leer “El arte de la guerra” de Sun Tzu. Tú no lo ves así porque piensas con las pelotas y lo enfocas todo desde ese extraño sentido ético que sólo entiendes tú. Cuando los Minuesa quieran venir a por lo que es tuyo lo harán sobre un cálculo equivocado y eso nos dará ventaja suficiente para acabar con ellos para siempre. Y si no vienen, podremos cogerles desprevenidos. Ahora sólo esperan que les ataquemos.

- Tú y tus putas lecturas, ¿Quién coño es Suzún, o como coño se diga? —Tatín se quedó pensativo y comenzó a mesarse el mostacho.

****

Lucio apuró el café, apagó el cigarro y llamó a la camarera.

—¿Es esa la puerta del despacho de Tatín? —acercó la boca hasta su oreja, como si fuese a hacerle una confidencia.

—Sí, ¿por qué? —Antes de que pudiese darse cuenta, Lucio la agarró por la nuca. Con un movimiento rápido pegó la boca contra su hombro y le clavó un punzón en el cuello, que le atravesó la yugular y la garganta. “A tomar por el culo el abrigo” pensó mientras la mujer trataba de zafarse de su muerte con grito mudo.

Se levantó, ajustó sus guantes en un gesto mil veces repetido, y se dirigió con paso firme a la puerta disimulada, al otro extremo del local. Sacó la Beretta, ajustó el silenciador y la abrió con una violenta patada.

A Felipe, el fiel consejero, no le dio tiempo a girar la cabeza. Recibió un tiro en la nuca y cayó, junto con la silla, con ruido seco. Tatín, que estaba mesando su bigote, sólo pudo esbozar una mueca absurda Quiso gritar pero Lucio le acertó con un disparo en la garganta, que le destrozó las cuerdas vocales. Se desangraba , con el gesto congelado en un grito, los ojos desorbitados y la boca muy abierta, cuando Lucio le dijo:

—¿Te creías alguien? —y disparó tres veces más, balas de ejecución: dos en la carótida y una en la base del corazón. Mientras se dirigía a la puerta, y sin mirarle, remató a Felipe que todavía acertaba a respirar. El despacho quedó en silencio. Cerró la puerta a su espalda y observó una vez más la sala. Seguía en calma. Subió por las escaleras, atravesó el angosto pasillo y antes de que Berni pudiese preguntar nada le atravesó el cráneo con un único disparo, a quemarropa. Berni no llegó a caer del taburete. Fue el taburete el que no pudo aguantar más su peso y quebró las patas, en una suerte de dimisión perpetua. Quedó con la cabeza apoyada en la pared, sobre su propio charco de sangre y vísceras, en una posición que a Lucio le pareció inverosímil Sus ojos parecían seguir clavados en el mismo punto del espacio y su rostro desencajado mantenía la expresión pasmada.

Ya en la calle, con mueca de asco, Lucio tiró el abrigo ensangrentado y los guantes en el primer contenedor por el que pasó, guardo su arma, subió las solapas de la americana, se ajustó la corbata y encendió un pitillo. Salió con paso decidido del callejón y subió al coche que estaba esperándole con el motor encendido.

—¿Todo bien? —le preguntó el menor de los Minuesa.

—Sin problema… —se quedó Lucio con la mirada perdida en la calle iluminada de Navidad mientras terminaba de murmurar entre dientes de rabia — …al menos Leo ha tenido una justa venganza, aunque él no lo sabrá nunca.

—¿Quién es Leo?



martes, 9 de diciembre de 2008

Recurrencia

Leo acababa de tocar con los nudillos sobre la puerta metálica y esperaba, en mitad de un callejón en penumbra, encogido de frío, a que Berni abriese. Golpeaba rítmicos los pies en el suelo mientras exhalaba aliento vaporoso sobre sus manos enguantadas. Últimamente las cosas no le estaban funcionando muy bien. Había arriesgado demasiado en las últimas partidas. Se encontraba en esa espiral que comienza cuando uno se percata de que ha perdido demasiado y que ya no hay vuelta atrás. La razón se echa entonces a un lado y sólo el azar y la desesperación rigen los actos. Una sola idea ocupaba su mente, como la única salida posible:

-Dar la campanada – repetía para si mismo como una gastada letanía

El pensamiento de que sólo necesitaba ganar lo suficiente como para salir a flote y comenzar de cero, pasó fugaz por su cabeza. No era la primera vez que atravesaba este desierto. Conocía cada uno de sus espejismos y ya no se engañaba; se había repetido demasiadas veces la milonga: sabía de sobra que si el azar volvía a guiarle por el camino correcto, si permitía que ganara aquella noche, pagaría a los prestamistas y seguiría su travesía por aguas plagadas de remolinos, lejos del remanso.

De lo contrario acabaría sus días en algún callejón maloliente, maldiciendo su estupidez. No le asustaban ni el dolor ni la muerte. Lo que le producía temor era su propia imagen, inerte entre contenedores de basura y orines de mendigo, mordisqueado por las ratas. Un cadáver deteriorado y anónimo que nadie reclamará como suyo pues nadie notará su ausencia.

-¿Qué pasa, Leo? ¿A quemar el último cartucho? –la voz aflautada sale desde un agujero cuadrado, grotescamente disimulado sobre la puerta.

-Veo que las noticias vuelan... anda, abre que se me están congelando las pelotas.

-¿Qué quieres, tío?, debes pasta a media ciudad, incluido mi jefe –dijo Berni mientras descorría cerrojos. Asomó entonces su figura encorvada, apenas sí cabía por el marco de la puerta.

Berni era un tipo de aspecto temible pero si charlabas un rato con él llegabas a olvidar que podía partirte el cuello con sólo dos dedos. Podía, incluso resultar afable si uno era capaz de olvidar ese rostro romo, de rasgos difusos, demasiado golpeado por la vida y por oponentes de piernas y puños más rápidos que los suyos.

Leo se llevaba bien con él, procuraba reírle las gracias, aunque no se engañaba, tenía claro que podía hacerle papilla con sólo una insinuación de Tatín, amo y señor de aquel feudo de inmundicia.

-Seguro, Berni, que ya me lo has oído decir un montón de veces, pero noto que esta noche la diosa Fortuna me va a ser proclive.

-Claro, Leo, como no... –Berni no sabía muy bien el significado de proclive, ni tampoco sabía que Fortuna fuera una diosa, si bien no le importaba demasiado. Cerró todos los cerrojos, se sentó en su banqueta, y con la mirada neutra, fija en la pared, añadió –... eso sí, ya puedes ganar.


*****


Despuntaba gélida la mañana cuando Leo salió del tugurio. Inclinó la cabeza hacía atrás y aspiró hondo; dejó que el aire, limpio de frío, le penetrara profundo. Tenía el rostro desencajado de cansancio y farlopa, llevaba más de cincuenta horas jugando sin parar. No había tenido ni una buena mano. Fortuna le había vuelto a dar la espalda, la muy zorra. Supuso que ya se había cansado de sacarle de todos los atolladeros, que ya había agotado su cupo.

No podía pensar con demasiada claridad porque decenas de rostros se colaban en su pensamiento, como fogonazos, y todos decían lo mismo, unos severos, como el de su padre, otros resignados, como el de su ex mujer, otros entre risas borrachas, como los de sus ex compañeros de trabajo y alguna que otra puta: “Te lo dijimos” –repetían como martillos neumáticos de mañana cabreada. Y entre todos sólo uno sereno, el de Sara, la última mujer que le supo comprender... tanto que tuvo que abandonarla.

Debía volver a la partida pero algo le detuvo en el último momento. Miró en su cartera. Apenas le quedaban trescientos euros y lo que dieran de sí las tarjetas de crédito, que no sería mucho, mil o mil quinientos más. Salió con paso apresurado del callejón, comprobando cada poco que nadie le seguía. Paró un taxi: “A la estación de Atocha”. Compró un billete hasta Altea, con enlace en Alicante, que pagó con tarjeta. Se alojó en un pequeño hotel que, encaramado en la montaña, ofrecía unas magníficas vistas de la bahía y el pueblo.

-¿Va a quedarse mucho tiempo, señor? –preguntó la recepcionista con marcado acento británico

-Unos días, quizás semanas... no lo sé aún.

-¿Sin equipaje? –preguntó extrañada.

- Así es.

-Necesito que me deje su tarjeta de crédito y que firme aquí.

-¿Podría ser la 205? –preguntó Leo con voz cansada y apenas audible.

-No está disponible, señor, le puedo dar la 204, es justo la de al lado. Son iguales, las vistas también son esplendidas.

-Gracias, estará bien pero… ¿podría avisarme cuando la 205 quede libre? –trató de fingir cordialidad.

-Por supuesto, no hay problema con eso.

-De nuevo gracias –la muchacha sonrió cortés mientras Leo cogía la llave y se dirigía con paso desencajado a su habitación.

Fue en la 205 en donde pasó el último verano con Sara, hacía ya tanto de eso que le pareció que fue otro el que lo vivió… y quizás así fuera pues él ya no se sentía el mismo de entonces.

Fue un impulso, –eterno guía de su desfiladero-, lo que le llevó hasta aquel lugar. Como un perro que acude a morir a la tumba de su amo, él había regresado al único recuerdo benévolo que le quedaba. Descorrió las cortinas, abrió la ventana que daba acceso al balcón y permaneció allí, quieto y mirando el mar embravecido de invierno, durante largo rato. La campana de la iglesia dio las ocho. Luego se acostó y durmió, acunado por las olas y el plácido recuerdo de Sara, durante tres días seguidos.


****


No tardaron demasiado tiempo en localizarle, apenas un par de semanas. Tampoco él había hecho nada para ocultarse. Sin dinero habría sido absurdo intentarlo. Lucio no se cebó con él a pesar de que le pidieron que fuera especialmente “meticuloso e incisivo” con aquel encargo. La puerta estaba abierta y lo encontró sentado en la terraza, fumando un pitillo. Estaba tan absorto en el profundo del mar que pareció no escuchar su nombre. Llevaba la derrota dibujada en el rostro y ni siquiera suplicó una vez. Se limitó a decir: “Haz lo que tengas que hacer”.

No se puede decir que haya algo en este mundo capaz de conmover a Lucio, pero tampoco se puede negar que, en su extraña escala de valores, en lo más alto de su admiración, se encontraban los que no suplican; aquellos que saben aceptar su destino con deportividad o alivio. Y en cierto modo, eso le volvía magnánimo, como a los dioses que marcan caprichosos nuestros designios.

Leo murió de un único disparo en la base del cráneo, mientras respiraba mar, no sin antes dar gracias a la diosa Fortuna, por permitir que muriera allí, enroscado en su recuerdo, y no en un sucio y frío callejón anónimo, a manos del afable Berni.





sábado, 11 de octubre de 2008

Ser o no ser

Jadeante avanza por entre los árboles del bosque, sus pies desnudos van dejando rastro de sangre sobre las hojas secas y la nieve incipiente. A trompicones, con ojos desencajados que miran en todas las direcciones y no ven nada, que sólo sienten como el sudor y la sangre, que recorre desde la frente hasta el párpado, les penetra cegándolos.

Corre desesperado como sólo lo puede hacer alguien que huye de la muerte, que ha visto sus fauces y ha podido esquivar una primera embestida, negra y helada como nada nunca antes. Se detiene exhausto. Puede escuchar los pasos crujiendo tranquilos entre las hojas, no muy lejos. Y su risa…


- ¿No ves que no puedes ir a ningún lado, desgraciado? Descalzo, maniatado y medio ciego... hay que joderse... ¿Has llegado a atisbar esperanza o sólo ha sido tu instinto de supervivencia actuando autónomo?... es una gran pregunta, no creas...verás... yo tengo la teoría de que llegadas determinadas circunstancias, como las que nos ocupan... bueno, las que te ocupan a ti, para ser más exactos, decía... en determinadas circunstancias el ser humano deja de lado cualquier atisbo de racionalidad y retorna, inevitablemente, a un estado primigenio que creía olvidado pero que, ¡oh, sorpresa!... anida aletargado en su interior... sólo hace falta una dosis de adrenalina, como la que te ocupa, para despertarlo...


Lucio se queda mirando el horizonte de montañas cubiertas por las primeras nieves del invierno y enciende un pitillo; con la primera exhalación de humo y vaho, sigue hablando.

- ...a mi me gustaría sentirlo, ¿sabes?... a veces me digo que ese hecho, tan simple, es la razón por la que soy tan buen asesino... exterminador, diría yo. Consigo controlar mis dosis de adrenalina en cantidad suficiente para que mi cabeza no se descontrole y deje de pensar... si estuviera en tu posición, si por prédica divina cambiáramos nuestros papeles en este mismo instante, ya hace tiempo que hubiera asumido mi destino y estaría, más que probablemente, tranquilo y pensando... ¡qué te jodan! Pero esta claro que tú no eres de esa pasta y que el animal que llevas dentro te ha poseído y paraliza tu razón... pero bueno, esto es algo que carece de importancia en este momento ¿no crees?... nada va a cambiar el final del cuento



- ¡Qué te jodan! -acierta a balbucear aquel desecho de mediana edad, con sonrisa balbuceante y apenas perceptible- ¡Qué coño, hijoputa, tienes razón¡... ¡Me cagüen ti y en tos tus putos muertos! – quiere continuar pero no puede; comienza a toser mientras ríe con carcajada entrecortada.


Lucio carga su Beretta, no atiende a rituales y dispara a quemarropa en la frente de Paco Luciérnagas, de profesión contable, de afición desfalcador. Ni siquiera ha terminado su cigarro pero es que nadie se caga en sus muertos, que son suyos y de nadie más.


Nuevamente se queda mirando el horizonte con gesto de pensamiento y cae en la cuenta que esta vez le pudo la adrenalina. Una sonrisa se dibuja en su rostro destensando su gesto: hay que joderse, se dice, mientras tira su cigarrillo sobre el cadáver de Paco.




miércoles, 8 de octubre de 2008

Un oscuro pasajero

Al fondo del vagón, levemente recostado y difuminado por una oscuridad tenue, Lucio fuma con la mirada clavada en la negritud parpadeante de la noche. Las brasas del cigarrillo se avivan con cada calada e iluminan fugaces la comisura de sus labios y la punta de la nariz. Su rostro parpadea con cada haz de luz seca que entra a través de la ventanilla y los ojos se le reflejan fieros sobre el cristal empañado de invierno.

Sus pensamientos andan perdidos en su último trabajo, un ejecutivo de medio pelo que creyó poder llegar hasta lo más alto y que acabó por descubrir, entre las hojas secas de un bosque perdido, que su destino nada tenía que ver con el que había imaginado. Recuerda sus ojos de imprecisión, amoratados y difusos... esa mirada que es patrimonio de todos cuando son conscientes que ya no hay marcha atrás, que todo acaba allí, que da igual que supliquen o no. Una sonrisa aparece en su rostro tras las brasas de la última calada.

En el otro extremo del vagón un muchacho hace arrumacos con la que debe ser su novia. Se llama Juan y él aún no lo sabe pero esas serán las últimas tonterías que haga en este mundo. Dentro de unos minutos, cuando el tren atraviese el túnel que enlaza Chamartin con Atocha, Lucio se levantará, se enfundará sus guantes, sacará la beretta, colocará el silenciador, atravesará el pasillo con lentitud y acribillará a tiros a la feliz pareja. Luego desaparecerá entre la penumbra como un pasajero oscuro que nunca existió.

De Juan sólo conocía el nombre y su rostro sonriente en una fotografía recortada. De ella no sabe nada, pero da lo mismo, la vida es inoportuna en ocasiones. Él hubiera preferido raptarle y someterle a su peculiar juego, enseñarle bajo la sombra de un álamo alguno de los muchos misterios que tiene la vida, antes de darle muerte, consignar el rostro imberbe de aquel muchacho -sus ojos imprecisos- en su particular memoria de los muertos... pero la orden era clara, el asesinato debía ser público y sangriento, un escarmiento que abriese la sección de sucesos de todos los telediarios y periódicos. A veces pasa, se dijo.

El tren abandona Chamartin y se adentra en el túnel con aullido nocturno. El traqueteo hace que el andar de Lucio parezca el de un borracho. Juan levanta el rostro a su paso pero apenas le da tiempo a percatarse del zumbido seco de la primera detonación… y luego más pero esas ya no las escuchará nunca, como tampoco ha escuchado el grito ahogado de la que Lucio supone que era su novia... la vida es tan inoportuna a veces.