martes, 9 de diciembre de 2008

Recurrencia

Leo acababa de tocar con los nudillos sobre la puerta metálica y esperaba, en mitad de un callejón en penumbra, encogido de frío, a que Berni abriese. Golpeaba rítmicos los pies en el suelo mientras exhalaba aliento vaporoso sobre sus manos enguantadas. Últimamente las cosas no le estaban funcionando muy bien. Había arriesgado demasiado en las últimas partidas. Se encontraba en esa espiral que comienza cuando uno se percata de que ha perdido demasiado y que ya no hay vuelta atrás. La razón se echa entonces a un lado y sólo el azar y la desesperación rigen los actos. Una sola idea ocupaba su mente, como la única salida posible:

-Dar la campanada – repetía para si mismo como una gastada letanía

El pensamiento de que sólo necesitaba ganar lo suficiente como para salir a flote y comenzar de cero, pasó fugaz por su cabeza. No era la primera vez que atravesaba este desierto. Conocía cada uno de sus espejismos y ya no se engañaba; se había repetido demasiadas veces la milonga: sabía de sobra que si el azar volvía a guiarle por el camino correcto, si permitía que ganara aquella noche, pagaría a los prestamistas y seguiría su travesía por aguas plagadas de remolinos, lejos del remanso.

De lo contrario acabaría sus días en algún callejón maloliente, maldiciendo su estupidez. No le asustaban ni el dolor ni la muerte. Lo que le producía temor era su propia imagen, inerte entre contenedores de basura y orines de mendigo, mordisqueado por las ratas. Un cadáver deteriorado y anónimo que nadie reclamará como suyo pues nadie notará su ausencia.

-¿Qué pasa, Leo? ¿A quemar el último cartucho? –la voz aflautada sale desde un agujero cuadrado, grotescamente disimulado sobre la puerta.

-Veo que las noticias vuelan... anda, abre que se me están congelando las pelotas.

-¿Qué quieres, tío?, debes pasta a media ciudad, incluido mi jefe –dijo Berni mientras descorría cerrojos. Asomó entonces su figura encorvada, apenas sí cabía por el marco de la puerta.

Berni era un tipo de aspecto temible pero si charlabas un rato con él llegabas a olvidar que podía partirte el cuello con sólo dos dedos. Podía, incluso resultar afable si uno era capaz de olvidar ese rostro romo, de rasgos difusos, demasiado golpeado por la vida y por oponentes de piernas y puños más rápidos que los suyos.

Leo se llevaba bien con él, procuraba reírle las gracias, aunque no se engañaba, tenía claro que podía hacerle papilla con sólo una insinuación de Tatín, amo y señor de aquel feudo de inmundicia.

-Seguro, Berni, que ya me lo has oído decir un montón de veces, pero noto que esta noche la diosa Fortuna me va a ser proclive.

-Claro, Leo, como no... –Berni no sabía muy bien el significado de proclive, ni tampoco sabía que Fortuna fuera una diosa, si bien no le importaba demasiado. Cerró todos los cerrojos, se sentó en su banqueta, y con la mirada neutra, fija en la pared, añadió –... eso sí, ya puedes ganar.


*****


Despuntaba gélida la mañana cuando Leo salió del tugurio. Inclinó la cabeza hacía atrás y aspiró hondo; dejó que el aire, limpio de frío, le penetrara profundo. Tenía el rostro desencajado de cansancio y farlopa, llevaba más de cincuenta horas jugando sin parar. No había tenido ni una buena mano. Fortuna le había vuelto a dar la espalda, la muy zorra. Supuso que ya se había cansado de sacarle de todos los atolladeros, que ya había agotado su cupo.

No podía pensar con demasiada claridad porque decenas de rostros se colaban en su pensamiento, como fogonazos, y todos decían lo mismo, unos severos, como el de su padre, otros resignados, como el de su ex mujer, otros entre risas borrachas, como los de sus ex compañeros de trabajo y alguna que otra puta: “Te lo dijimos” –repetían como martillos neumáticos de mañana cabreada. Y entre todos sólo uno sereno, el de Sara, la última mujer que le supo comprender... tanto que tuvo que abandonarla.

Debía volver a la partida pero algo le detuvo en el último momento. Miró en su cartera. Apenas le quedaban trescientos euros y lo que dieran de sí las tarjetas de crédito, que no sería mucho, mil o mil quinientos más. Salió con paso apresurado del callejón, comprobando cada poco que nadie le seguía. Paró un taxi: “A la estación de Atocha”. Compró un billete hasta Altea, con enlace en Alicante, que pagó con tarjeta. Se alojó en un pequeño hotel que, encaramado en la montaña, ofrecía unas magníficas vistas de la bahía y el pueblo.

-¿Va a quedarse mucho tiempo, señor? –preguntó la recepcionista con marcado acento británico

-Unos días, quizás semanas... no lo sé aún.

-¿Sin equipaje? –preguntó extrañada.

- Así es.

-Necesito que me deje su tarjeta de crédito y que firme aquí.

-¿Podría ser la 205? –preguntó Leo con voz cansada y apenas audible.

-No está disponible, señor, le puedo dar la 204, es justo la de al lado. Son iguales, las vistas también son esplendidas.

-Gracias, estará bien pero… ¿podría avisarme cuando la 205 quede libre? –trató de fingir cordialidad.

-Por supuesto, no hay problema con eso.

-De nuevo gracias –la muchacha sonrió cortés mientras Leo cogía la llave y se dirigía con paso desencajado a su habitación.

Fue en la 205 en donde pasó el último verano con Sara, hacía ya tanto de eso que le pareció que fue otro el que lo vivió… y quizás así fuera pues él ya no se sentía el mismo de entonces.

Fue un impulso, –eterno guía de su desfiladero-, lo que le llevó hasta aquel lugar. Como un perro que acude a morir a la tumba de su amo, él había regresado al único recuerdo benévolo que le quedaba. Descorrió las cortinas, abrió la ventana que daba acceso al balcón y permaneció allí, quieto y mirando el mar embravecido de invierno, durante largo rato. La campana de la iglesia dio las ocho. Luego se acostó y durmió, acunado por las olas y el plácido recuerdo de Sara, durante tres días seguidos.


****


No tardaron demasiado tiempo en localizarle, apenas un par de semanas. Tampoco él había hecho nada para ocultarse. Sin dinero habría sido absurdo intentarlo. Lucio no se cebó con él a pesar de que le pidieron que fuera especialmente “meticuloso e incisivo” con aquel encargo. La puerta estaba abierta y lo encontró sentado en la terraza, fumando un pitillo. Estaba tan absorto en el profundo del mar que pareció no escuchar su nombre. Llevaba la derrota dibujada en el rostro y ni siquiera suplicó una vez. Se limitó a decir: “Haz lo que tengas que hacer”.

No se puede decir que haya algo en este mundo capaz de conmover a Lucio, pero tampoco se puede negar que, en su extraña escala de valores, en lo más alto de su admiración, se encontraban los que no suplican; aquellos que saben aceptar su destino con deportividad o alivio. Y en cierto modo, eso le volvía magnánimo, como a los dioses que marcan caprichosos nuestros designios.

Leo murió de un único disparo en la base del cráneo, mientras respiraba mar, no sin antes dar gracias a la diosa Fortuna, por permitir que muriera allí, enroscado en su recuerdo, y no en un sucio y frío callejón anónimo, a manos del afable Berni.





martes, 2 de diciembre de 2008

A medio camino

Resido en el número 16 de la calle Olvido, justo a medio camino entre la memoria y ninguna parte. Vivo confinado en mi pequeña cámara de paredes oscuras, apenas iluminada por la luz de un candil minúsculo. Escribo día y noche, siempre sobre lo mismo, siempre sobre ese instante en el que nos encontramos a la orilla de un mar en calma: tú estás tumbada sobre mis piernas, contemplando las nubes. Surcan como galeones erráticos un cielo azul intenso de verano. Juegas a dibujar sus formas, como cuando eras una niña. Yo sólo pienso en nosotros, en lo imborrable de este momento. Entorno los ojos y dejo que el sol me golpee tibio.

No pienso en que llegará un día en el que el viento de la vejez me arrastrará al ostracismo, aquí, en el número 16 de la calle Olvido.

Mi nombre es Recuerdo y tú ya sólo existes dentro de mí.