miércoles, 15 de septiembre de 2010

Pavel

Han pasado exactamente tres años desde que inició el viaje que le conduciría al lupanar inmundo en el que vive, perdido en mitad de un inhóspito paraje conquense, a la vera de una carretera secundaria que une dos pueblos de lo que nunca había oído hablar antes de llegar allí y de los que no recuerda el nombre.

Tres años pesados como los cuerpos desnudos de los muchos clientes que la cabalgan cada noche mientras ella imposta placer y felicidad. Tres años en los que sus mejores compañeros de viaje han sido las palizas, la píldora del día después y la farlopa que esnifa con vehemencia como único remedio para dejar de sentir, para vaciar su cabeza de pensamiento racional, para adaptar su dañada conciencia a la realidad que la circundaba y que, de otro modo, hubiese sido incapaz de soportar. Justo lo que ellos quieren, un juguete roto con la voluntad anulada, presto a satisfacer los deseos más perversos de una caterva de animales ignorantes que paga por adelantado.

Ya casi no recuerda los días en que la engañaron como a una niña --lo que era-- con la cabeza llena de pájaros y la arrogancia de su belleza todavía intacta. La noche antes del gran viaje, el que cambiaría su vida, la pasó en vela imaginando pasarelas, flashes y portadas de revistas de papel cuché. Fue su último sueño feliz.

Los días y las noches de después --todos y cada uno que la han conducido hasta éste, en que una pequeña tarta con tres velas encima le recuerda que los sueños felices no son una quimera-- son un recuerdo vaporoso que se funde una y otra vez en una lágrima mil veces derramada y la añoranza de esa niñez perdida en su país de origen, ese que ya sólo importa para añadir exotismo al producto que vende: su cuerpo.

Sobre la cama mancillada por el último y salvaje violador de la noche, junto a la tarta de las tres velas, descansa, con el gesto inamovible, el único recuerdo palpable y seguro de un pasado borrado a base de golpes y cruda realidad: su pequeño Pavel, el osito que papá le regaló cuando cumplió los cinco años.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Ay, qué duro, Kurtz.

Mi angustia me lleva a pedirte que salves a la niña y a su osito. Por fa (yo también convertida en niña que no soporta ni un relato de dolor así).