Han pasado exactamente tres años desde que inició el viaje que le conduciría al lupanar inmundo en el que vive, perdido en mitad de un inhóspito paraje conquense, a la vera de una carretera secundaria que une dos pueblos de lo que nunca había oído hablar antes de llegar allí y de los que no recuerda el nombre.
Tres años pesados como los cuerpos desnudos de los muchos clientes que la cabalgan cada noche mientras ella imposta placer y felicidad. Tres años en los que sus mejores compañeros de viaje han sido las palizas, la píldora del día después y la farlopa que esnifa con vehemencia como único remedio para dejar de sentir, para vaciar su cabeza de pensamiento racional, para adaptar su dañada conciencia a la realidad que la circundaba y que, de otro modo, hubiese sido incapaz de soportar. Justo lo que ellos quieren, un juguete roto con la voluntad anulada, presto a satisfacer los deseos más perversos de una caterva de animales ignorantes que paga por adelantado.
Ya casi no recuerda los días en que la engañaron como a una niña --lo que era-- con la cabeza llena de pájaros y la arrogancia de su belleza todavía intacta. La noche antes del gran viaje, el que cambiaría su vida, la pasó en vela imaginando pasarelas, flashes y portadas de revistas de papel cuché. Fue su último sueño feliz.
Los días y las noches de después --todos y cada uno que la han conducido hasta éste, en que una pequeña tarta con tres velas encima le recuerda que los sueños felices no son una quimera-- son un recuerdo vaporoso que se funde una y otra vez en una lágrima mil veces derramada y la añoranza de esa niñez perdida en su país de origen, ese que ya sólo importa para añadir exotismo al producto que vende: su cuerpo.
Sobre la cama mancillada por el último y salvaje violador de la noche, junto a la tarta de las tres velas, descansa, con el gesto inamovible, el único recuerdo palpable y seguro de un pasado borrado a base de golpes y cruda realidad: su pequeño Pavel, el osito que papá le regaló cuando cumplió los cinco años.
1 comentario:
Ay, qué duro, Kurtz.
Mi angustia me lleva a pedirte que salves a la niña y a su osito. Por fa (yo también convertida en niña que no soporta ni un relato de dolor así).
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