jueves, 24 de abril de 2008

Capitulo VII

Desde el momento en que Lucio clavó la mirada en sus ojos transparentes, desde el mismo instante en que ella sintió esa punzada que le recorría desde la rabadilla hasta erizarle los finos pelos de la nuca, supo Julia que otra vez volvería a sucederle lo mismo. Era una especie de maldición que le perseguía desde que fue niña y que parecía arrastrarla siempre por el lado más difícil y menos amable. Con los hombres nunca fue distinto.

Sabía que todo aquello no era más que una temeridad más y una leve sensación de excitación le recorría desde el estomago hasta la punta de los dedos. Se enfrentaba nuevamente a su suerte y ahora, mientras esperaba a Lucio sentada en un banco, con los pies inundados de hojas secas, exhalaba -convertido en vaho- todo el temor que quiso ocultarse durante las horas previas a su anhelada cita. Siempre había afrontado la vida con entereza y sin temores, a pesar de haber sufrido todo tipo de contratiempos pero, en esta ocasión, se sentía insegura y temerosa de lo que pudiera pasar durante aquel encuentro. Al fin y al cabo no conocía de nada a ese tipo y el único sentimiento que tuvo la primera vez que cruzo la mirada con él fue el de escalofrío: una leve puntada que comenzó en la rabadilla y acabó erizándole los pelos de la nuca.

Permanecía con el mismo libro de Kundera –La inmortalidad- abierto entre sus dedos enguantados aunque todavía no había sido capaz de leer siquiera una frase completa; ahora su mirada, resignada a la vaguedad del pensamiento inconstante, aparecía perdida en la imponente desnudez del palacio de cristal. Siempre le gusto el parque del Retiro, lugar testigo de soledades y circunloquios, conjunto de árboles, bancos, estatuas, fuentes y veredas que aguantaron junto a ella los momentos de flaqueza y los agradables de sol tibio y lectura despreocupada. Le agradó que Lucio escogiese aquel lugar de encuentro, lo interpretó como una señal, capaz por sí misma, de apaciguar el mensaje sin matices que su instinto le mandó la primera vez que sintió los ojos de Lucio desnudándole el alma, a través del tiempo y del espacio. Quería recuperar esa punzada mezcla de terror y deseo que era su mirada, deseaba sentirse presa de ella una vez más.

Le hubiera gustado salir corriendo, deshacer todo lo hecho, todo lo pensado, los deseos albergados en las últimas noches de inquieta espera. Hubo de imaginar, casi se forzó a ello, que tras los ojos del tiburón, vacíos de sentimiento, plenos de maldad, se escondía un futuro distinto, que aquella vez el instinto, ese que nunca le fallaba, la engañaba… porque nada puede ser perfecto, porque nada es infalible. Aquella vez, imaginaba, debiera ser otra distinta.

Lució apareció sigiloso y antes de que se diera cuenta lo encontró de pie frente a ella, con su largo abrigo y las manos en los bolsillos. La miraba fijamente y ladeaba la misma sonrisa perversa.

-¿Paseamos?

-Claro, me estaba quedando helada.

-Es cierto, hace frío. ¿Llevaba mucho tiempo esperando?

-No, que va -mintió- sólo unos minutos…

-Veo que no ha terminado de leer la novela

Ella esbozó una leve sonrisa…

-En realidad sí… los suelo leer dos veces si me gustan… hay tan pocas cosas que merecen la pena que…

-Sinceramente me parece un tanto absurdo –atajó cortante

-¿No le molesta a usted olvidar aquello que le ha hecho disfrutar de verdad?

-Lo que realmente me gusta, igual que lo que odio de veras, nunca lo olvido, no necesito verlo ni leerlo más de una vez.

La mirada de Lucio pareció soltar un destello y entonces la punzada de escalofrío –esa que íntimamente hubo deseado apenas unos minutos antes- volvió a recorrer su columna. Trató de retomar la compostura, intentaba en vano aparentar normalidad. Entonces le vino a la cabeza un pensamiento que le ayudó a enderezar el ánimo: ella era Julia Sommerset, ella podía ser quién se le antojase, podía simular, al igual que hizo con su apellido, cualquier otra vida, alejada de sus miserias, dibujada sobre los retazos de miles de libros, de cientos de aventuras leídas al son del traqueteo de un tren de cercanías.

-Yo no hablo de rencor, Sr. Cortés. No me interesa conservar la fealdad de este mundo, sobretodo habiendo tantas cosas buenas en las que cobijarse.

-¿Cosas Buenas? -Inquirió con la ironía en el gesto- Mire, Julia, lo bueno o lo malo no es más que una cuestión de percepción, nada más. Yo he contemplado los horrores del mundo, lo inmundo del ser humano… y al final sólo importa uno mismo. El odio es mucho mejor motor que el amor y habita en todos nosotros. Si lo supiera manejar se daría cuenta que en la mayoría de las ocasiones resulta mucho más útil que cualquier otro sentimiento. Mueve con mayor soltura los engranajes de este planeta, no tiene más que enchufar la tele.

-Yo no podría vivir con odio en mi interior.

-Todos lo albergamos, no es una cuestión de cada cual, es nuestra naturaleza, se lo puedo asegurar, he estudiado a fondo el tema

- Pero algunos luchamos cada día por deshacernos de él, precisamente porque no nos gusta el camino por el que nos conduce.

-Parece usted una monja… ¿lo es?

Lucio no podía esconder su gesto de sorna. Julia estaba dolida con sus palabras, pero a la vez sentía una extraña atracción que aumentaba con cada paso por entre las hojas secas del parque. Decidió que era la hora de empezar con su particular teatro de los sueños.

-En realidad lo fui. Viví en Roma durante mi adolescencia y me sedujo la posibilidad de serlo. No llegué a tomar los votos porque un italiano de profundos ojos negros me sedujo y me desvirgó antes de que pudiera darme cuenta. De lo que sí me di cuenta fue que la vida de monja no estaba hecha para mí.

Lucio se detuvo y la agarro con fuerza de ambos brazos, encarándola y dejando su rostro a apenas unos centímetros del de ella. Julia se quedó paralizada, sabía que ese era el momento para salir corriendo sin mirar atrás, estaba segura que si se quedaba quieta su mundo cambiaría radicalmente, que ya nada volvería a ser lo mismo; las sienes le palpitaban con violencia y tenía ganas de gritar como lo hace un guerrero al salir de la trinchera camino de la muerte. Pero tan sólo se quedo quieta, atrapada por la mirada, negra y profunda, de aquel extraño al que apenas conocía pero que había colonizado su pensamiento desde el momento en que lo vio por primera vez.

-Julia, no puedes mentirme porque leo tu pensamiento a través de tu mirada. Tus ojos son uno de esos días claros en los que se puede ver más allá del horizonte sin apenas esfuerzo. Es cierto que no albergas ningún mal en tu interior pero jamás has sido novicia ni has vivido en Roma. Conozco a mucha gente pero nunca he visto una mirada como la tuya… podrías acabar con muchas de mis verdades sin apenas proponértelo.

Entonces Julia acerco sus labios hasta los suyos, le besó suavemente y luego abrazó a aquel extraño que acaba de abrirle su alma ennegrecida, que, a su modo, había llorado para ella. Conformaban una estampa fantasmagórica, envueltos de fría niebla de atardecer, fundidos en un abrazo, con los pies perdidos entre las hojas secas de castaños de indias y la oscuridad de la noche cerniéndose sobre sus cuerpos.

Fundido en negro.



miércoles, 23 de abril de 2008

Uno de esos días

Se ajustó los casquitos con mimo y puso en marcha el reproductor mp3. La música comenzó a sonar y sus brazos empezaron a moverse con la rapidez de costumbre: Picar un diente de ajo, cebolla; rallar una zanahoria, un tomate pelado y picado, orégano, laurel, sal y pimienta. Cocinar un momento. Agregarle unas hebras de azafrán y cocinar a fuego lento diez minutos (…) se movía con la precisión de un samurai entre los fogones de la amplia y moderna cocina. Mientras se aplicaba en una fina salsa de azafrán controlaba que todo discurriera como estaba previsto, cada uno en su lugar, sincronizados como los astros, impidiendo que nada pueda alterar el éxito de aquel momento: si aquel inspector, acodado displicente sobre una de las mesas de su restaurante, quedaba satisfecho, la segunda estrella michelín estaría en el bote. El fracaso no entraba en sus planes pues comenzaban a retumbar sobre sus sienes los primeros compases del bajo de “One of these days”. Aquella canción fue todo un hallazgo, un encuentro inesperado en mitad de un día cualquiera.

Fue durante una clase práctica en la escuela de hostelería; comenzaron a sonar sus acordes a través de aquella vieja radio a la que rara vez prestaba atención, concentrado, como solía estar, en la preparación del plato que el maestro hubiera mandado elaborar aquel día. Pero esta vez las notas fueron en su busca y como hechiceras le envolvieron en un estado de euforia consciente que pareció dar vida a sus manos, que comenzaron a funcionar autónomas y precisas. Aquel día tocaba elaborar un arroz; la receta era libre así que se decantó por un sencillo rissoto con setas. El maestro Gistau le felicitó con entusiasmo febril. Nunca antes le había visto tan satisfecho, ni con él ni con ninguno de sus otros compañeros.

- C’est magnifique monsieur Wan. El arroz es un plato aparentemente sencillo –dijo aquel gurú de su tiempo dirigiéndose al resto de la clase- considerado casi menor, pero… -hizo un pausa dramática- … la perfección en su preparación es patrimonio de sólo algunos pocos. Le felicito monsieur Wan, no sé si será fruto de la casualidad o es que estamos ante un talento hasta ahora escondido… ya veremos.

Tuvieron que pasar algunos meses hasta que volvió a escuchar esos acordes que le sumieron en un estado primigenio e insólito, ese que en una primera ocasión no acertó a catalogar acertadamente pero que luego supo que se trataba del trance del genio, algo inexplicable sólo reservado a aquellos pocos que tuvieron la suerte de encontrar la llave de su cofre; esa que a él se le prestó una tarde cualquiera, a través de una radio destartalada, y que volvió a aparecer, buscándole, mientras compraba discos en una pequeña tienda que había descubierto -por casualidad- cerca de la escuela superior en donde cursaba su último curso de cocina. La tienda estaba enclavada en el Montmartre, a medio camino entre la escuela y su apartamento; entró por primera vez en ella una lluviosa tarde de verano incipiente -o de primavera postrera- en la que había decidido volver dando un paseo y no en metro, como era su costumbre.

Mientras repasaba algunos viejos clásicos del jazz comenzó a sonar -otra vez- en el tocadiscos en el que el propietario de la tienda pinchaba viejas joyas de otros tiempos. Se acercó como un resorte hasta el mostrador y preguntó acerca de la canción. En el tiempo que llevaba acudiendo con regularidad semanal a aquella tienda apenas había cruzado unas cuantas palabras con aquel tipo de aspecto perezoso e indolente, siempre en Babia; la pregunta pareció sacarle del letargo y comenzó a narrar una detallada colección de datos que rodeaban la canción, al álbum y al grupo: nombre, año de publicación, músicos que intervinieron, productor, compositores, arreglistas, rock progresivo y psicodélico, una sóla frase contenida en su interior, anecdotario general del proceso de grabación, algo sobre droga y percepción y algunos apuntes generales de gloriosos tiempos ya pasados. Tras soltar toda la retahíla y regresar -sin transición mediante- a su estado natural, el anacrónico vendedor preguntó entre la pasividad y la retranca:

- ¿Qué pasa tío, que no conoces a los Pink Floyd?... hay que joderse

****

Con el devenir de los tiempos probó otras canciones, buscó hasta en los más profundos lugares otras llaves que abrieran otros cofres en su interior, que le condujesen a estados paralelos, o al menos parecidos, al ya conocido. Se convirtió en un buscador de sabores y músicas. Pero no pudo encontrar nada, ni una sola conjunción de notas que le transportase más allá del puro gozo. En realidad nunca dejó de buscar, pero yo ya les puedo contar que, nunca, durante su larga y exitosa andanza vital, lo halló.

Pulsó el stop y terminó de distribuir la perfecta salsa de azafrán sobre un plato de vieras, armonía de los sentidos. Todo su equipo le miraba con expectación mientras rebañaba la cucharilla entre sus labios con gesto de plena satisfacción. La segunda estaba en el bote.





domingo, 20 de abril de 2008

Muerte de una cabra

Recorro con lentitud las amplias estancias de piedra y madera de la vieja casa familiar, en aquel que un día fue mi pueblo; del que huí con un petate a la espalda y todo el ansia de mi juventud inconsciente preñada de un pensamiento, de una sola idea: Salir de aquel lugar perdido en mitad de la nada, o de una planicie Extremeña, que para mí es (o era, no sé) lo mismo que la nada.

Camas desvencijadas, colchones raídos, aperos oxidados, cochiqueras y caballerizas abandonadas… todo yace en el olvido del desuso, sepultado con paciencia por el polvo del tiempo. Lo observo con pesadumbre y, a pesar de todo, con melancolía. Imagino que son cosas de esta vejez testaruda que en su avance nos va dotando de extravagantes preferencias que antes siquiera hubiéramos llegado a intuir.

Me detengo observando las ruinas de mi pasado y aparece ante mis ojos, fruto de algún conjuro inevitable, lo que un día fue aquello, en plenitud de actividad del último estío: de tabaco secando, granero preñado, olivas macerando, cerdos que miran de cerca a la muerte y gallinas deambulando sin rumbo ni razón aparente. Todo en perfecta sintonía con el devenir inexorable de las estaciones, sin relojes ni calendarios que las predigan, sólo el sol, que como un dios imperturbable, mata o da vida, que marca el ritmo de todo aquello que fue.

Pensé que todo estaba olvidado pero acuden sin permiso estos recuerdos que creí exiliados para siempre, que luché por desterrar porque entonces sólo significaban pasado campesino de manos encallecidas, sudor de huerta y olor a bestia. También desterré a mi padre, ese que nunca quise reconocer como mío, al que odié y luego olvidé porque sólo significaba palizas, incultura, desesperanza y muerte.

He recorrido los cinco continentes y he trabajado siempre con el viento arreciando en la cara. Me hice marinero porque el mar significaba libertad, horizontes despejados y días y días sin tierra a la vista que me recordara mis orígenes. Era lo menos parecido a aquello entre lo que crecí, su olor penetrante alejaba en cada bocanada el recuerdo de este lugar que creí olvidado para siempre y que ahora recorro con exasperante lentitud, recreándome en cada rincón, sólo mi vejez sabe por qué. .

Y ahora, con la mirada perdida en otro tiempo, recuerdo el momento exacto en que tomé la decisión de alejarme para siempre de todo esto: En medio del patio veo a mi padre, con esa cara de bestia parda que creí olvidada, con el gesto en una mueca entre el esfuerzo y el gozo, su eterno cigarro en la comisura de los labios, degollando aquella cabritilla que hubo nacido de mis manos unos meses antes, a la que alimenté con esmero pues su madre quedó seca, a la que hube cogido un especial cariño a pesar de ser bestia, aún cuando nadie lo comprendiera bien del todo.

“Hoy comeremos carne tierna, hijo, que te paise”. Dijo ahogándose en una carcajada tuberculosa.

Publicado originalmente en el Tintero Virtual de Terra (Escritores).



jueves, 17 de abril de 2008

Tintero Virtual

Hace ya algunos años debatía acaloradamente en el foro de actualidad de terra. Digamos que este fue mi bautizo cibernaútico, mis primeros pinitos en esto de pensar (¿?) y luego escribir. Hará un par de meses volví por un poco por nostalgia, un poco por ver como se vivían la campaña electoral desde la opinión de la gente que por allí se congrega y… que decirles… que duré dos días porque aquello es un ciberestercolero difícil de clasificar.

Paseando por el resto de foros recalé en uno que reza bajo el título “Escritores”. Por allí se congrega gente que se dedica a escribir cuentos cortos y poesía. Promueven un concurso semanal llamado “tintero virtual”. Las reglas son muy sencillas: Se escribe un cuento (de 4.000 caracteres como extensión máxima recomendada) o una poesía sobre un tema propuesto. Se votan los cuentos o poemas preferidos, pasados unos días. El ganador propone un nuevo tema y se reanuda el ciclo. También se abre un foro al finalizar en el que se realiza una sobremesa y se debate sobre los últimos cuentos.

He participado en el último de los concursos que todavía, a estas horas, se está votando. El tema era “La cabra”. ¿Se imaginan?

Quiero animaros a todos los escribís ficción que os animéis a participar. Casi todos los blogs que visito (los de ustedes) son de “cuentistas” así que seguro que el foro se vería enriquecido con vuestras aportaciones. No tenéis más que daros de alta en terra

Lo considero interesante por dos razones, básicamente:

- Es un buen ejercicio que te obliga a escribir sobre un tema que muchas veces siquiera hubieras imaginado.

- Permite, una vez finalizadas las diferentes aportaciones, ver como el mismo tema puede afrontarse de maneras casi infinitas.

Para visitar el lugar no tenéis más que pinchar aquí.

Os espero.