miércoles, 19 de marzo de 2008

El banco y su roble

El que otrora fue un lustroso banco de madera yace su agonía final en medio del otoño de cualquier parque; junto a él un anciano roble, ese que siempre fue, sin remisión, fiel abrigo. La estampa es la de ambos sumidos en niebla persistente de húmedo atardecer, rodeados de un manto de hojas secas, esas que un día fueron rojo intenso y que acabaron al poco arrastradas por el frío, como cometas a la deriva.


Las hojas caían ahora, grises y marchitas, sobre las tablas del viejo banco, acariciándole; le obsequiaban con ese simulacro de contacto que atraía instantáneo el recuerdo de un pasado mejor, mucho mejor, que se dibujaba cada día más evidente y más lejano. Recuerda, entre susurros de viento, que no hace mucho, uno gozaba del calor de amantes apasionados, lectores embebidos, calmos viejos, madres impacientes, niños irreverentes… mientas el otro alzaba toda su belleza de fuego al sol de la primavera.

Componen juntos un surrealista cuadro de bella decrepitud.

- ¿Y ahora qué? – Gime el banco, casi sin preguntar - ¿Me echarás de menos?
- El tiempo es tan relativo – es toda la respuesta que pudo dar el roble tras horas en silencio - ¿Qué significa echar de menos?
- Yo echaré de menos la caricia liviana de tus hojas de otoño. Tu vigor en primavera. Esa belleza que exhibes sin recato y que atrae a todos los que vienen a mí.

El roble volvió a tomarse su tiempo antes de hablar, se quedo un buen rato disfrutando del viento frío que azotaba su superficie, arrastrando su yerma estirpe

- Creo que tú sólo echaras de menos tu propia utilidad. Yo no puedo saber que es eso.
- ¿Estás seguro? - Y crujieron sus tablas en un suspiro de derrota.

Poco antes de la primavera fue groseramente arrancado del trozo de tierra que fue suyo; y vio, antes de que lo acabaran de despedazar, como colocaban en aquel terruño removido un flamante banco metálico; y supo que este nunca podría conversar con su roble en la soledad de las tardes del otoño, pues la madera y el metal no hablan en el mismo idioma.

Y al cabo de los años supo por fin el roble cual era la respuesta adecuada… pero ya no quedaba nadie que pudiera entenderle.

domingo, 16 de marzo de 2008

El mecanismo del ko

"El cuerpo sabe algo que los boxeadores desconocen: cómo protegerse. El cuello sólo gira hasta un punto determinado. Si lo llevas más allá, el cuerpo dice: ’Eh, ya me encargo yo, está claro que tú no sabes lo que haces. Ahora échate y descansa. Ya hablaremos cuando te recuperes”. Se llama mecanismo del ko".

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Ayer estuve viendo, una vez más, “Million dolar baby”. Lo mío con esta película se está convirtiendo en obsesión. Cada vez que la veo me gusta más. Habla de boxeo, es su tema central, pero tiene tantos mensajes subterráneos… tantos afluentes. Siempre me deja pensativo… con mi cabeza derivando hacia algún lugar en el que no se habría aventurado de no ser, en este caso, por Eastwood.

Una cosa es admitir la genialidad porque no queda otra, porque no hacerlo parecería un sacrilegio, lo haces casi de carrerilla… y otra muy distinta percatarse de su por qué, cuando tienes delante una obra indiscutible. Es tan subjetivo y a la vez tan evidente. Es tan redondo que te atrapa para siempre. Como cuando una canción te perfora y se te queda alojada, perpetuándose en ti y en el momento que te atrapó y la disfrutaste por primera vez. Si no fuera redonda, no sería para siempre. Lo que no es orondo, subjetivamente irreprochable, es tragado por el sumidero, queda, de manera inexorable, olvidado dentro de ese tamiz inflexible que es el suceder de los acontecimientos.

El tiempo, en su extraño devenir, también tiene su mecanismo del ko.

Cada vez resulta más complicado encontrar cosas que me resulten perfectas hasta el punto de llenarme. La música, los libros, las películas… ya no calan como antes, los mitos comienzan a agrietarse, a exhibir evidentes sus pies de barro, los matices quieren difuminarse. Y con ellos se me escapan muchos asideros, quedan atascados en el penúltimo tamiz. Me siento, cada vez más, en un imperfecto equilibrio en el que me resulta complicado saber a ciencia cierta si voy o vuelvo. No sé si el criterio juega a mi favor o mi contra, no sé si se me mueren los sentimientos, vivos, inexplicablemente perfectos, o es que ya no tengo derecho a más... que ya los viví y punto. No sé si esto es evolución o involución, no estoy seguro de si voy ganando o perdiendo, de si han comenzado fallarme las conexiones con el exterior y me encuentro cada vez más incomunicado.

Cada vez hay menos canciones, menos películas, menos libros, menos gente, que consiguen llenarme… el criterio también tiene su mecanismo del ko.

Afortunadamente conservo unos pocos tesoros, visitados y revisitados, mil veces filtrados, y creo que todavía soy capaz de encontrar algunos más. El gozo se espacia, el tiempo y el criterio adquirido no perdonan, y cada vez cuesta más encontrar colores que jalonen las orillas de mi camino. A pesar de las dudas, de las que siempre consigue meterme este tipo llamado Clint, creo que la vida todavía me depara muchas sorpresas… si no ¿qué coño haría yo aquí hablando de él?, si no ¿tendría dudas?





martes, 11 de marzo de 2008

Requiem

Hoy hace exactamente cuatro años que unos fanáticos cagaron de explosivos sus mochilas y se dirigieron a distintas estaciones de la provincia de Madrid. Programaron las cargas para que acabaran estallaando de manera simultanea en la estación de Atocha, en el centro de la capital, a la hora de mayor tráfico de personas. Padres, madres, hermanos o hijos que se dirigían como zombis hacía sus diferentes ocupaciones. Gente como tú o como yo, que enfrascados en sus pensamientos cotidianos se vieron sorprendidos por el estallido de las bombas. 192 perdieron la vida. Es un número, un número estremecedor pero no significa más que la cantidad de muertos que hubo. En realidad las víctimas fueron muchas más, unas de manera directa e imborrable, mutilados en sus almas y en sus cuerpos, condenados a que la pesadilla quede para siempre enraizada en sus recuerdos y en sus carnes, perenne e imborrable. Otros lo sufrimos estupefactos, en forma de profundo escalofrío que recorre la espina dorsal y queda alojado en forma de perpetua tristeza, de asco, de incredulidad al darnos cuenta una vez más de lo que son capaces algunos de nuestros congéneres en nombre de la barbarie. Y sólo se puede decir barbarie porque si cayésemos en el error de decir que es nombre de algún dios o alguna idea estaríamos pervirtiendo a ese dios o a esa idea que fue tomada en vano por un perturbado que no merecía siquiera pensarla.

Hoy hace exactamente cuatro años que murió un pedacito de todos nosotros, y que sentimos un dolor y una rabia que debieran unir, solidarizar, hacer que no importe la condición social, ni la religión, ni el país de procedencia, que dejan diáfano quien es el enemigo y que donde se encuentra: justo ante nosotros, nunca entre nosotros. Cuatro años en los que tuvimos delante un examen, que nos encontramos ante la oportunidad de demostrar que éramos un país maduro y que por fin sabíamos lo que era la democracia que se nos había otorgado, casi por casualidad, treinta años antes. Un examen que, por desgracia, no superamos y seguimos sin superar.

Cerramos, como siempre, la puerta en falso, quisimos justificar cosas que a nadie debieran importar, porque lo importante no era nada de eso sino todos aquellos que quedaron tendidos en la fría vía de una mañana de Marzo y cuyo único delito fue el de levantarse muy temprano, como cada puto día, para ir a trabajar.


In memoriam




lunes, 3 de marzo de 2008

Capitulo VI

Julia recorría arriba y abajo la pequeña estancia que era el salón de su casa. Jugueteaba impaciente entre sus dedos con la tarjeta que aquel inquietante extraño le dio en el tren a modo de despedida, hacía ya unos días. De vez en cuando se detenía y miraba fijamente al teléfono, luego a la tarjeta, labrada cuidadosamente en letras doradas ligeramente ladeadas, luego continuaba caminando apenas unos pasos para retroceder, moviéndose de un lado al otro como un animal enjaulado, sin nada mejor que hacer, sin saber en realidad que hacer; buscaba el valor de la decisión serena que le obligara a descolgar el auricular y marcar los nueve números que la separaban de su deseo, buscaba conciliar deseo y razón y se sabía condenada al fracaso. A pesar de ser una mujer resoluta, las dudas le asaltaban esta vez debido a la proximidad del abismo que era ese sentimiento inasible: Sabía ella, que una vez puesto en marcha en el reloj de los anhelos, sería imposible de apaciguar, que ya no habría marcha atrás, que se vería inevitablemente abocada a la fina cuerda sobre ese frío oscuro que conocía de sobra, por cuyo fondo ya se había arrastrado demasiadas veces. Siempre era lo mismo, conocía a la perfección todo el proceso pero, pensó, eso no era óbice para que lo repitiera, para que una vez más intentará romper el maleficio que le hubo perseguido desde su alumbramiento y que ella siempre quiso catalogar, desde mismo momento en que Epicuro ocupó un espacio de referencia en su vida, como un reto que se podía superar.

Finalmente descolgó el auricular, marco la ristra de números, tomo aire y resopló con la mirada ausente clavada en el techo, sabedora que el deseo y la intriga le habían arrastrado una vez más hasta ese punto en que la razón jamás hubiera querido acceder, pero segura de que aquel era el único modo de saber si su suerte cambiaría realmente algún día.

-¿Lucio?, soy Julia… Julia Sommerset, nos conocimos en el tren hace unos días…