martes, 12 de mayo de 2009

Sinnerman

Media la tarde y el viento arrecia enredándole el cabello. Lucio se sube las solapas del abrigo, se apoya en el viejo chevy y apura un pitillo que agoniza en sus labios. Las manos en los bolsillos, la boca entreabierta y la cabeza ligeramente ladeada para evitar que el humo le entre los ojos. Las cejas se le enarcan en un ángulo inverosímil, como si un hilo invisible tirara de ellas hacía arriba y las hiciera apuntar a un cielo que comienza a ennegrecer de tormenta. Con los ojos entornados, heridos de luz, otea el paisaje poderoso del atardecer primaveral sobre la Sierra de Gredos. Su gesto no denota emoción. Su rostro es un páramo en donde los gestos apenas florecen.

Hoy no ha acudido hasta este lugar para dar muerte. Es probable que sea la primera vez que llega hasta aquí sin un paquete en el maletero. Simplemente cogió su coche y comenzó a conducir. Viajaban el coche en una dirección y sus pensamientos en otra. Cuando ha querido darse cuenta ya estaba allí, sentado al volante, con el motor aún encendido y Nina Simone desgarrando el silencio del bosque. Ni siquiera recuerda por qué eligió el CD de Nina, que yacía desterrado bajo el asiento desde hacía una eternidad. Su madre le hubiera dicho que aquello era una señal del destino. “El destino se lo forja uno a golpes, madre”. Tampoco sabe porque de repente ha comenzado a pensar en su madre.

—Eso es que tienes que ajustar cuentas con tu pasado —Apoyada en un pino, vestida con un camisón blanco que contrasta violentamente con su pelo rojizo y alborotado, Lucrecia, su madre, escupe las palabras con dificultad. Conserva intacta la traqueotomía que le practicaron en el hospital, cuando ya estaba en las últimas.

—No será contigo, madre, contigo nunca tuve problemas

—Eso es cierto, hijo, conmigo siempre te portaste bien.

—Pues mi único pasado eres tú, así que creo que te equivocas, como con lo del destino.

—¿Qué me dices de tu padre?

—Mi padre era un cabrón que no merecía vivir --Lucio enciende otro cigarrillo y traspasa a su madre, que parece no inmutarse, con el humo de la primera calada.

—Ya, pero estoy segura que matar a un padre con sólo quince años tiene que dejar secuelas.

—¿Secuelas?... la única secuela que ese mal nacido me dejó fue esta cicatriz —Lucio se señala la ceja con el pitillo —Nueve puntos me costó aquella hostia.

—Puede que tengas razón, hijo, la verdad es que nunca se portó bien con nosotros, el alcohol le podía.

—He conocido a alguien… me recuerda tanto a ti que me da miedo.

Lucrecia se queda mirando pensativa a su único hijo, advirtiendo que ya nada queda en él del adolescente que abandonó a su suerte porque quiso la vida poner punto y final a sus días de manera abrupta y dolorosa, más o menos como habían transcurrido.

—Ahora lo entiendo —dice

—Ahora entiendes qué, madre.

—Ahora entiendo porqué estoy aquí. Esa chica te ha removido un sentimiento que yacía tan profundo como mi fantasma. Probablemente ni te acuerdas pero siempre fuiste un niño cariñoso, Lucio… y protector. Luego la bestialidad de tu padre se encargó de sepultar tu sensibilidad, a base de palizas. Aún recuerdo la madrugada en que volví a casa y te encontré acurrucado en una esquina del salón. No llorabas. Mirabas fijamente el charco de sangre que tu ceja abierta dejaba sobre el suelo y mascullabas odio con las mandíbulas muy apretadas. Luego me miraste a mí y supe, por tus ojos, que ya nunca serías el mismo.

—Yo sólo sé de muerte, madre, no estoy hecho para otra cosa.

—¿No eras tú el que decías que el destino se lo forja uno a base de golpes?

—Sí ¿Qué tiene que ver eso con la chica?

—Es sencillo, Lucio. El amor también golpea. Y golpea tan fuerte que ni siquiera la muerte puede con él. Si no, ¿qué hago yo aquí, en mitad de la sierra de Gredos, apoyada en un pino, hablando contigo?

Lucio tira el pitillo, lo pisa con calma y sube al coche. Su madre se ha evaporado con los últimos rayos de sol. Enciende el motor y justo en ese instante Nina comienza a cantar “Sinnerman”