domingo, 30 de diciembre de 2007

El infame que clama en mis adentros

No sé ustedes, pero yo, tengo un personaje en mi interior que me habla y me distrae de mis quehaceres, pero, no tranquilo con eso, también se permite el lujo de discutir y cuestionar mis deseos, digamos, más inmediatos. Tirando de ánimo imaginativo les pondré el clásico ejemplo: el despertar matutino. Yo clamo por dormir un poco más, pido poco, diez o quince minutos a lo sumo ¿es tanto? Sí. Es una barbaridad, es la diferencia entre llegar a tiempo, o no, a hacer la retahíla tareas que me fueron asignadas por el infame que vive aquí dentro, la pasada noche, justo antes de cortar mi conexión con él.

Paz…Hasta que el muy cabrón reanuda sus retransmisiones con el primer rayo de luz que atravesó por entre las cortinas, antes, mucho antes, de que el despertador sonara. Discutimos, entonces, mostrando ambos los razonamientos más sugerentes, unas veces gana él y otras consigo la retirada onírica, pero, siempre, absolutamente siempre, el infame está ahí, al pie del cañón, infatigable en su perpetua batalla. Pomposamente se autoproclama “La parte racional”. Ja, como si eso existiera más allá de su pobre imaginación. Y, por cierto ¿Parte de qué, de mí? ¿Dónde hay que firmar para que me den de baja?

No sé el de ustedes, pero el mío, como ya he apuntado, anda escaso de imaginación. Casi podría vaticinar, con un mínimo margen de error, cual será su siguiente palabra. Su capacidad de sorpresa es inversamente proporcional al tamaño de su aplastante lógica. Pero llegados a ciertos extremos ¿A quién le importa la lógica? Yo, desde mi espíritu tendente a la falacia y a la rebeldía, que no deja de ser la mejor formula para luchar contra lo inapelable, me encanta desafiar sus preceptos y sus certezas, tocar un poco los huevos y realizar actos que en apariencia, aparecen carentes de sentido pero, que curiosamente, suelen estar plenos de sensibilidad para conmigo mismo porque suelen ser etéreos, desintoxicantes, desatascantes, magnánimos pero, sobre todo, liberadores. Queda el infame, por esos momentos que pueden ser minutos u horas, relegado a la prisión de la lógica idiota, que también existe, como queda patente en esos instantes.

Luego viene el cantar de la culpa. Retorna el infame con el hacha de guerra en todo lo alto dispuesto a recobrar todo el tiempo perdido. Debo confesar, que últimamente, en realidad casi siempre, el tipo este que en un famoso cuento adoptó aspecto de grillo resabido y repelente (¿por qué será?), habla y habla sin que servidor le preste más atención de la debida. Se tienen que encender todas las luces de alarma, sonar implacables las sirenas, para que pase a desatascar mis oídos cansados y tome en consideración sus, casi siempre, sabios consejos.

Todo esto me lleva a ser como soy, un tipo despistado que ha aprendido casi todo lo que sabe por medio de la empírica. Incapaz he sido, a pesar de los años transcurridos desde mi alumbramiento como ser que piensa, de tomar las debidas precauciones antes de darme un ostión. Así ando, de ostión en ostión, aprendiendo los misterios de mi vida, que es mía y por eso hago con ella lo que me da la gana, escalando, como muy acertadamente dice mi padre, por el lado más arriesgado y complicado, esta montaña que es mi dualidad.

Y el infame señala las veredas de paz y tranquilidad, pero a mí se me antojan un coñazo. Además, ya me he comprado un casco. Sirve para amortiguar los golpes y la voz de este tipo que clama en mis adentros.

sábado, 29 de diciembre de 2007

Soy esnob





Sucede a menudo que descubres un grupo, un cantante, que poca gente conoce y esto, en mi caso, suele tratarse de un valor añadido. Este extremo, es de por sí, una gilipollez lo reconozco, una marca de elitismo absurdo que tiene poca razón de ser pero que, sin duda, en mi caso, no me queda más remedio que reconócerlo, es.
Sucede que cuando estos grupos o cantantes, ganan como se merecen, el olimpo de la masiva fama, parecen descender escalones y experimento una necesidad de sacarles punta, en algunos casos inmerecida, tildándoles de haberse tornado excesivamente comerciales, haberse vendido al vil metal, abandonando en el camino esa crisálida de pureza artística que es el semi anonimato underground. Es un esnobismo que trato de evitar y buena prueba de ello es la pública confesión.
Lo cierto y verdad es que no hay cosa que más le joda a un músico que le digan que su último trabajo no es el mejor, porque generalmente han puesto la misma ilusión en su realización como la que puso en el anterior y para él es como un hijo recién parido, pulcro y sin defectos. Siempre hay un estímulo dentro que, si es un auténtico músico, le lleva a intentar mejorar en cada trabajo.
A modo de expiación por mis pecados de esnob dejo un par de temas de Fito Cabrales, un tipo que hace una música muy a tener en cuenta, que tiene un directo muy potente y que comencé a criticar por estimar que se repite como el ajo; y que ahora, escuchándole, me arrepiento porque lo cierto es que un músico como la copa de un pino.
Ah, y lo siento Fito, sé que “Por la boca vive el pez” es ahora tu niño predilecto, pero tus dos primeros discos son los mejores.





sábado, 22 de diciembre de 2007

Tarde gris

Hoy hace una de esas tardes plomizas en las que el gris se destila a través de la preñez de las nubes suspendidas a media altura, amenazantes hasta la insolencia. El mar se encona y lanza sus aguas hacía el cielo en un intento vano por unirse a él como lo estaban en el principio de los tiempos. Ese principio remoto en el que no existían palabras ni símbolos, en los que el equilibrio de todo el universo se condensaba paradójicamente en algo que muchos eones después un humano denominó como singularidad.

Hoy he estado viendo Million dolar baby, del viejo Clint. Viejo pero que porte tiene el tío. Parece increíble que el tipo que comía perritos calientes mientras disparaba con su magnum45 a incautos cacos que osaron cometer fechorías en sus inmediaciones, sea capaz de expresar tanto en un primer plano. Tanto Million Dolar como Mystic River son películas magistrales; no me cabe ninguna duda de que se convertirán en clásicos imperdurables junto con otros tantos de su carrera como actor y como director. Me fijé ayer en que en ambas hay un plano cenital que marca el punto de inflexión definitivo dentro de la trama. En Mystic river es ese en el que Jimmy accede con sospecha nerviosa al parque donde yace su hija asesinada; una barrera de policías le impide el paso y aquel que fue su amigo en la infancia le ratifica con la mirada que es su hija la que ha sido asesinada. El gesto desgarrado de un padre enloquecido por el dolor, agarrado por media docena de policías y el plano subiendo lentamente. En Million dolar baby sucede justo después de que la pérfida, hasta el punto de que deseas su muerte, Osa blanca golpea a Maggie con traición impotente. Ella cae, se parte el cuello y el plano subiendo lentamente. Ambos planos son escalofriantes no ya sólo por la maestría con que han sido filmados sino por lo que representan para los protagonistas. Jimmy pierde a lo que más quiere en el mundo, al único legado que le quedaba de su difunta esposa, a partir de ese momento el odio invade su mirada y ya nunca nada será lo mismo si bien es capaz de mantener firme el rumbo de su vida. Maggie pierde todo solo unos minutos antes de alcanzar la cima a la que había ascendido con un tesón y una determinación propios solo de elegidos. Es un golpe demoledor para el espectador impaciente por ver el triunfo de alguien que se lo merece más que nadie. Lo sientes como si fuera la misma Osa la que te hubiera golpeado a ti. Eastwood también noquea a traición con un golpe directo, seco y fundido en negro.

Recuerdo una conversación con una vieja amiga que me decía que fue al video club y que como no le apetecía deprimirse en vez de Mystic River, que había oído que era de bajón, mejor había alquilado Million dolar baby… En fin.

Como decía, hoy hacía una de esas tardes plomizas y el viejo Clint ha terminado de rematar la faena.




domingo, 16 de diciembre de 2007

Individuo individual


Recibí este texto por correo electrónico. No me pregunten quien lo escribió, sólo sé que me lo remitió mi vecino el cibernauta. Lo transcribo tal cual.

Soy un individuo individual. No crean ustedes que se trata de una contradicción. Podría ser otra cosa, una pieza más de este puzzle en el que nos encontramos inmersos y que hemos denominado sociedad, un diente más del engranaje que cuando quede desgastado e inútil, será sustituido por otro, sin que apenas nadie lo perciba. Sé que lo mío no es más que una cuestión de percepción, hace ya mucho tiempo que me percaté de ello, que por mucho que yo crea que soy un individuo individual no soy más que otra pieza, ya no trato de huir porque no hay donde, simplemente me resisto a encajar, quiero que mi desgaste sea consciente, sentir el dolor de mis músculos tras el esfuerzo inútil, morir extenuado, luchando por aquello en lo que ya no creo. Sé que habrá muchos que criticaran mi actitud, que la catalogaran como poco solidaria, de antisocial, otros me maldecirán por mi absoluta ignominia, por ser como soy, por parecerles, en realidad, distinto. Yo sé, porque puedo verlo en sus ojos, que aquellos que una vez soñaron lo harán con envidia, pero esos serán los menos porque la mayoría, o nunca supo o ya habrá sepultado el recuerdo de lo que supo bajo cientos de capas de responsabilidades absurdas, de madurez que no es otra cosa que aceptación, o si lo prefieren, rendición. Ya no queda espacio en sus angustiadas vidas para la esperanza, les hablo de la esperanza real, esa que va muriendo poco a poco hasta que un día desaparece y es sustituida entonces por un sucedáneo, que es sombra de lo que fue, un espejismo creado a medida. Deja de ser real para los restos pero seguimos sintiéndola como siente el brazo aquel que un día le fue amputado y ahora sólo tiene una prótesis que simula lo que era. La esperanza impostada que es un calidoscopio en donde se mezclan la desgracia de lo ajeno y la inalcanzable zanahoria en forma de fortuna de unos pocos. Desgracia para sentirse mejor, para saber que se puede estar peor y que no hay nada por lo que quejarse; fortuna irreal para pensar que también puede haber algo mejor. Todo en pequeñas dosis, todo a través de ese hipnótico aparatuelo que han conseguido meter en todas y cada una de las casas de este planeta enloquecido. Una de cal y una de arena, cuerpos desmembrados seguidos de futbolistas galácticos que gastan sus fortunas en creerse felices, en maquillar sus existencias, en construir su particular escaparate de felicidad artificial, para que el resto de los mortales crean que hay algo más aparte de levantarse todos los días, trabajar, pagar créditos, consumir, comer, mear, cagar y fornicar. Esperanza impostada.

No sueño con mundos mejores, no creo en las verdades de los otros, el animal que somos teje su tela de araña dentro de otra que no alcanza a percibir. Los veo sentados (y me veo a mí) frente a sus televisores soñando con mundos mejores, horrorizados y aliviados a partes iguales ante crueles escenas de realidades ajenas o, quizás, no tanto. Encerrados en sus cubículos, bailando al compás de las imágenes, de los eslóganes, de las bombas y del tintineo del dinero fácil de los concursos y los sorteos, que les transportará lejos de las vidas que llevan, sin darse cuenta que nunca serán lo suficientemente buenas… siempre habrá un foco de insatisfacción, un cabo suelto, un imprevisto. Y mientras tanto devoramos o, mejor dicho, buscamos la eterna insatisfacción en el consumo porque el consumo es un agujero negro en el que todo cabe, capaz de crear cualquier ilusión a la medida de cualquier bolsillo. Capaz de conseguir que gastes más de lo que tienes. Es el cebo, la fórmula perfecta para que todos andemos juntos al compás del pastor, y nos arrastra hasta esa tela de araña imperceptible sobre la que construimos nuestro mundo, inoculados por un veneno llamado madurez, o certeza, o solidaridad, o rectitud, Sea lo que fuere nos paraliza y nos aturde, hasta que un día, sin darnos cuenta, hemos sido devorados. Ya ni siquiera queda espacio para la rebeldía porque hasta esto ha pasado a ser un producto de consumo de masas, una etiqueta, un arquetipo, porque ya hemos constatado, con el paso de nuestra historia, que no conduce a nada, bueno sí, a más de lo mismo. ¿Y qué nos queda? No nos queda nada, sólo decir, de cuando en cuando, a modo de bálsamo para lo que nos queda de alma, gilipolleces del tipo “Soy un individuo individual”.





Publicado en El Termo Impostado

lunes, 10 de diciembre de 2007

Los Hits de mi vida (II)

Comencé a cursar una carrera que no acababa de convencerme así que, después de jugar mucho al mus y estudiar nada o casi nada, decidí que era tiempo de dar nuevos aires a mi existencia despreocupada. Era hora de hacer la mili (sí, yo fui de esos que les tocó en suerte servir a la patria) y quitármela de encima; después cursaría otros estudios, algo sencillo, que me permitiera alternarlo con un trabajo con el que empezar a ganar mis primeros panes. Mi madre no se mostró muy de acuerdo con mi decisión así que me insistió en que visitara un gabinete psicológico, de los llamados conductitas y que parece ser que son los que estaban en boga por aquel entonces. Como soy persona mansa y de escasos recursos a la hora de discutir accedí a visitar aquel templo en el que, cual oráculo, un señor me conduciría por la vereda correcta y me haría recapacitar sobre lo más adecuado para mis intereses, tras escucharme intensamente y cobrar ocho mil pelas por cada hora de su valioso tiempo. Para mi sorpresa (y la de mi madre, sobre todo) al cabo de tres sesiones me dijo que me veía estupendamente y que por favor le comunicara a mi señora madre que quería verla previo pago del importe antes mentado. Al cabo de tres sesiones mi madre renunció a acudir más al oráculo argumentando que para que le dijera lo mismo que, a la postre, ya le venía diciendo mi padre desde hace unos cuantos años, no le parecía ni coherente ni conveniente pagar tan desorbitada cantidad de dinero a un señor al que apenas conocía.

Todo esto viene a colación ya que en el periodo transcurrido entre el inopinado final de mis estudios de técnico en informática y el comienzo de mis gloriosos e improductivos días en el ejercito del aire mediaba un periodo de casi un año que había que ocupar con algo. Había llegado hasta mis manos, a través de un conocido que trabajó allí, la dirección postal de un picadero en Inglaterra. Les envié una carta solicitando abrigo, posta y un pequeño importe semanal a cambio de un puesto como “cuidador de caballos” y aceptaron, también por carta, un par de semanas después: me remitían un número de teléfono al que debía llamar para que pudiese anunciarles que día llegaría y ellos me indicaran el lugar en que me recogerían a mi llegada. Llamé y les indiqué que llegaría a Londres en un par de días. Me comunicaron que una vez en Londres debía llegar hasta la estación Victoria y comprar un billete para el primer tren que saliera hacia lugar llamado Moreton In Marsh. Allí habría alguien esperándome para conducirme hasta mi nuevo lugar de residencia y trabajo, The Vine. No fue así y tuve que llamar desde la misma estación para saber si había algún problema. Lo cierto es que el único problema era que se habían olvidado de mí y de mi llegada. Al cabo de un par de horas apareció por allí, en un todo terreno destartalado, la que resultó ser la dueña y gerente de la granja. Apenas me saludo, casi ni me miró, pues lucía un tremendo cabreo que yo no supe interpretar si era debido a que había tenido que interrumpir algo para venir a buscarme o simplemente que estaba indignada porque nadie se había apercibido del pequeño detalle de mi llegada. Más tarde supe que se trataba de lo primero y es que Jill, así se llamaba, era una mujer de armas tomar: magnífica amazona de rudeza difícilmente superable por ninguno de sus empleados, ex-maridos o caballos.

Resultó ser un trabajo bastante duro con jornadas de diez y doce horas, en el que sólo descansaba un día a la semana. Allí conocí el dolor de manos entre amaneceres limpiando cuadras por entre las piernas de ejemplares de caza de dos metros y purasangres que vivían mejor que el príncipe de Gales, que decir de mí. Mi trabajo consistía en limpiar una cuota de establos establecida, mantener todo aquel lugar en orden, alimentar, duchar y cepillar a los caballos, prepararlos para sus salidas, apilar fardos, trasportar heno y, en definitiva cualquier tarea que pudiera surgir en el tranquilo día a día de un picadero.

Lo cierto es que a pesar de la dureza de las condiciones, no sólo de trabajo, sino de clima y de entorno humano hostil, recuerdo esa época como una de las mejores de mi vida y de mayor aprendizaje personal… aprendí lo duro que puede resultar ganarse el pan con el sudor de la frente pero sobre todo me relacione de una manera directa con un entorno de naturaleza en el que todo parecía estar perfectamente equilibrado. Me resulta imborrable la relación que llegué a alcanzar con muchos de esos caballos a los que cuidaba y con los que me entendía mejor que con muchos de los compañeros de trabajo; cada uno tenía sus manías y una personalidad definida. Los había afines y los había a los que no aguantaba por su arrogancia o simplemente porque ellos no me aguantaban a mí. Hubo algunos que intentaron cocearme en más de una ocasión pero cuando llevas tiempo con ellos aprendes a predecirles, sabes de que humor andan y sobre todo, que si te intentan agredir lo último que tienes que hacer es amedrentarte porque es un animal que huele el miedo mejor que nadie y si te lo huele estás perdido del todo ya que no conseguirás que te respete. Así que antes de estar encima de uno de ellos ya los conocía a todos y ya había experimentado la sensación de tener que trabajar bajo sus patas o de cepillarles la cola, algo que requería colocarse “a tiro” justo detrás de ellos.

Conseguimos, el resto de curritos venidos de diversas partes del globo, y yo, que se incluyeran entre nuestros “honorarios” unas lecciones de equitación semanales a cargo de Jill, la mejor profesora de todos, muy bestia pero muy buena. Esto resulto muy importante porque aparte de aprender a montar a caballo con bastante pericia, me dio la oportunidad de poder salir un par de horas de vez en cuando a pasear varios caballos por carreteras secundarias jalonadas de bellos paisajes. Los caballos deben ejercitarse todos los días y aunque teníamos una maquina denominada muy propiamente “walker”, una especie jaula circular en la que los caballos daban vueltas y vueltas sin más paisaje que el culo del que tenían enfrente, había veces que convenía sacarlos a pasear de verdad. Cuando ascendí en el rango de escudero a caballero, pude comenzar a salir, solo, por carreteras poco transitadas que atravesaban pueblos anacrónicos en la zona conocida como the Cotswolds, en el condado de Gloucester. Esos paseos se han quedado grabados a fuego en mi torpe memoria; recuerdo que sentía como un vaquero solitario por entre paisajes de verde hiriente; subido a mi caballo, sabiendo como llevarle por donde yo quería que fuera, agarrando en mis manos un manojo de riendas que sujetaban a un par de caballos más y que seguían mi paso. Era como transportarme a una época remota en la que lo único que remitía al tiempo entonces presente era la carretera de duro asfalto, algún coche esporádico y los inevitables postes de alta tensión. Eran momentos de reencuentro con mi esencia en los que me congraciaba con el mundo que, desde mi extraña rebeldía, se había tornado enemigo de un tiempo a aquella parte.

El caso es que los días de libranza, acudía en autobús a Chelteham, la ciudad más cercana. Recuerdo los recorridos leyendo a Hesse que en aquella época me tenía prendido y más que calado, y recuerdo mi primer viaje hasta territorio civilizado con mi primera paga en el bolsillo. Pasee por la ciudad sin rumbo fijo y decidí gastar algunas libras en un walkman y varias cintas “nice price”. Entre ellas se encontraba el “Led Zeppelín II”. El día era plomizo, como tantos días por aquellas latitudes, una fina lluvia mojaba mis cabellos y caminaba cabizbajo y meditabundo. De repente sonó la canción que dejo y enderecé mi cabeza, cruce la mirada con todo aquel que pasaba cerca de mí y esbocé una sonrisa de oreja de oreja que contrastaba notablemente con el ambiente triste que destilaba aquel día de otoño lejos de mi hogar.

Las fotos corresponden a Stanton, el pueblo donde se situaba The Vine



domingo, 9 de diciembre de 2007

Recuperando el tono





Heart in a cage - The strokes

sábado, 8 de diciembre de 2007

Mar Cruel


Ojos que me miran de frente y me hablan de historias terribles tras de ellos, tan terribles como para haberse atrevido a llegar hasta ese punto en el que un fotógrafo los captó, llenos de miedo ante la inminencia de la muerte, de desesperanza al descubrir que el sueño es de cartón piedra, que ese mar de olas tranquilas que unos días antes se abrió ante ellos, plagado de sueños, brillante de luna llena, templado de verano que comienza, podía fácilmente convertirse en bestia hambrienta, que el sueño de un lugar en donde todo el mundo come a diario y tiene las mejores comodidades, es una celda llena de temores e incomprensión; o una tumba anónima en la que nunca nadie dejará flores. Me viene a la cabeza la noticia de hace unas semanas, quizá meses (¿quién sabe?), en la que diez de esos ojos que ahora existen, que son personas desde el mismo momento en que miraron a través de ese objetivo, se ahogaron a apenas unos metros de la orilla cuando se tiraron al agua pensando que ya habían llegado a tierra. Se ahogaron con el sueño todavía intacto, aún excitado en sus anhelos, dibujado ante sus ojos a tan sólo unas decenas de metros, con olas rompiendo sobre su orilla.

****

Hace unos días me llegó una presentación por mail. No una de tantas que llegan cada día a lomos del correo electrónico… puede que para otros sea una más pero no lo fue para mí. Con una esplendida canción interpretada por Moby y Amaral al fondo, prologadas y culminadas con textos de Bennedeti, se reprodujeron ante mis ojos fotos de desesperación y desgarro infinitos. Correspondía a una colección que fue expuesta bajo el título, Nos queda la palabra, aunque en realidad debiera llamarse sobran las palabras, lo que sucede es que a la fotografía les acompañan textos de escritores y periodistas que, en mi humilde opinión, son del todo prescindibles.

Mirando esas fotos, me he dado cuenta de que esta madurez de la que últimamente hago gala con dudoso honor, que este acopio de responsabilidades al que me he sometido y que se ha convertido, de manera paulatina, en rutina de vida, me ha ido carcomiendo la sensibilidad; que he ido poniendo escudos para defenderme de las amargas dosis de realidad a la que soy sometido cada día, desde todos los frentes, desde por la mañana hasta caída la noche. En mi ineludible (no sé por qué) tarea de de informarme a diario, ancestral necesidad que he mamado desde los tiempos de mi infancia, me he ido acostumbrando a cuerpos desmembrados y sufrimiento ajeno, a poner una distancia sideral entre los problemas de los demás y los míos propios. Me he ido escudando en mi rutina, en mis propias preocupaciones, y doy por sentado el mundo tal y como está concebido así desde mucho antes de que yo pisara por primera vez el suelo bajo mis pies; y que nada, o casi nada, puedo hacer yo para cambiar los designios de la naturaleza en su conjunto. Cada día estoy más convencido de que lo mejor que puedo hacer es tratar de modificar mi entorno más cercano y hacerlo habitable y sereno para mí y los míos. Rompe frontalmente con los sueños de adolescencia en los que aún creía que frente a la injusticia se oponía una justicia posible y ciega, como se la supone, como debe de ser. Lo que sucede es que pocas son como debieran ser y que en función de la perspectiva una misma cosa puede adoptar múltiples verdades o mentiras. He ido poco a poco introduciendo matices en mi vida hasta diluir lo que consideraba verdad incontestable y finalmente hacer mía la que más me conviene, la que me hace sufrir menos. Eso no quiere decir que no contemple todas las posibles… es que he aprendido que da lo mismo e intento sufrir lo menos posible.

Eso no me impide, a veces, cada vez menos, pararme de vez en cuando a reflexionar, mirar a unos ojos como los que me trajo una presentación a través de mi e mail, y sufrir con ellos, darme cuenta por unos minutos, una vez más, de que este mundo es una mierda pinchada en un palo, que no hay esperanza más allá del horizonte. Y luego corro a refugiarme en mi rutina anónima, a la seguridad de lo mío, a mis preocupaciones.

Puede que todo esto que cuento suene insensible, de hecho lo es, son esas capas que me han ido creciendo, pero yo les animo a que miren hacia dentro y se pregunten si no los pasa a ustedes lo mismo, si no sucede, como en el poema de Bennedeti con el que culmina la presentación, y que nos señala a todos acusadoramente. ¿Será esa la verdad sin matices?

****

Si cuarentamil niños sucumben diariamente
en el purgatorio del hambre y de la sed
si la tortura de los pobres cuerpos
envilece una a una las almas
y si el poder se ufana de sus cuarentenas
o si los pobres de solemnidad
son cada vez menos solemnes y más pobres
ya es bastante grave
que un solo hombre
o una sola mujer
contemplen distraídos el horizonte neutro

pero en cambio es atroz
sencillamente atroz
si es la humanidad
la que se encoge de hombros.

Mario Benedetti

Publicado en El Termo Impostado

jueves, 6 de diciembre de 2007

I`m listening

Hace tiempo que no encuentro esos momentos en los que una mañana me levanto y todo parece encajar, cada cosa en su lugar y yo en perfecta sincronía con mi mundo, que es mío y de los míos y de nadie más. ¿O quizás debiera decir que hace tiempo que esos momentos no dan conmigo?. Los echo de menos. Todo transcurre a demasiada velocidad. La vida se condensa en apenas unas décimas de segundo. Y me pregunto que debo hacer para que acudan a mi rescate, para que se tornen de nuevo, aunque sólo sea por un instante efímero, en tabla de salvación en este mar salvaje que es mi vida colapsada de nimiedades, de olas que se hicieron enormes sin darme tiempo a batirme en retirada hacia aguas más tranquilas . Y me pregunto quién tendrá la respuesta... porque estoy escuchando.








What do you want me to do

I've tried to do things my own way
I've tried to do what people say
And I'm going nowhere fast
and I'm turning to you at last

What do you want me to do?
What do you want me to do?
What do you want me to do Lord?

I can see the lights of home
but I can't get there on my own
I can see the landing strip
but I need you to steer my ship

What do you want me to do?
What do you want me to do?
What do you want me to do Lord?

I've been a foll and I've been a clown
I let the enemy turn me around
I've wasted love and I've wasted time
I've been rpoud and I've been blind

What do you want me to do?
What do you want me to do?
What do you want me to do Lord?

I've got a lot of things to change
a whole man to rearrange
And if you show me how
I'll begin right now

What do you want me to do?
What do you want me to do?
What do you want me to do Lord?

I'm listening...

The Waterboys

miércoles, 5 de diciembre de 2007

Capitulo IV

Julia no podía desprenderse de esa sensación que se tiene cuando uno nota que lo miran con insistencia. A pesar de ello, a pesar de que notaba como la mirada de aquel extraño penetraba a través de las páginas del libro tras el que se escudaba, que leía sin leer, no levanto su mirada hasta que encontró a Lucio de pie frente a ella,

-Buenas noches. ¿Le importa que me siente aquí?

Julia le miró con una expresión a medio camino entre el escalofrío y la sorpresa
-¿Perdón?

-Disculpe mi osadía, no suelo hacer este tipo de cosas pero la estaba observando y no he podido evitar fijarme en el libro que lee. Es interesante.- Lucio utilizó aquella mentira para que resultase más creíble su particular asalto. Lo que le había impulsado a acercarse hasta ella era su mirada perturbadora, sus ojos casi transparentes que en apenas esas décimas de segundo le habían transmitido tanto dolor como el que él había sufrido e infligido.

-Si, sí lo es- contestó escueta, con cierto nerviosismo y sin demasiada precisión en sus palabras.

-¿Le importa que me siente?

-No, no, adelante- Julia no sabía muy bien como reaccionar ante aquella inesperada situación pero decidió no amedrentarse. Estaba segura, aunque no sabía por qué, que aquel tipo era capaz de oler el miedo a un kilómetro de distancia y no quiso dar muestras de inseguridad.

Lucio se sentó y quedó con su mirada de tiburón fija en las páginas del libro -¿Cree usted que la inmortalidad sólo se alcanza a través de la pervivencia en el recuerdo de los otros, de los que todavía viven?- Terminó la frase con una mirada seca, directa a los ojos de ella.

-No lo sé, quizás nadie lo sepa, el recuerdo es traidor, puede acabar por deformarlo todo.

-Una reflexión interesante. Nunca dejamos de movernos por terrenos subjetivos. En mi trabajo el punto de vista es un elemento fundamental.

Omitió indagar a que se dedicaba a pesar de que aquel tipo había dejado una puerta abierta a la pregunta, o quizás precisamente por ello. Prefirió esquivar los terrenos demasiado personales. No se fiaba de él, había algo en su forma de moverse, de hablar, de mirar que le producía escalofrío. Siempre tuvo un sexto sentido muy agudo y ahora sentía como las sienes le martilleaban con más fuerza que nunca. Continuó con su discurso como si no hubiese oído.
-Se supone que el tiempo es un juez implacable, ¿sabe usted?, pero en realidad es un gran embustero porque todo lo deforma. Nunca podremos saber a ciencia cierta como fueron Mozart o Goethe en su intimidad. Su inmortalidad, como la entiende Kundera, no es más que otra mentira más; si es cierto lo que cuenta en este libro, Goethe era imbécil, midiendo cada acto por no empañar su recuerdo, por mantener su integridad a través del tiempo. Debiera haber sabido que sólo su obra puede alcanzar la inmortalidad porque está indeleble y objetivamente escrita sobre un papel- Julia hablaba con una pasión que a Lucio le parecía casi imposible porque nunca antes la había visto en persona alguna.

-Pero su obra son ellos- Objetó Lucio intentando dar pábulo.

-No necesariamente. Yo prefiero saber lo menos posible de los autores cuya obra admiro precisamente por eso… puede llegar a caerse el mito a poco que se lo propongan. Me he llevado demasiadas decepciones por querer saber demasiado. Son parte de ellos, eso lo concedo
Cayó en la cuenta de que durante demasiado tiempo había guardado las reflexiones para si misma y se sorprendió al sentirse a gusto pudiendo compartirlas con alguien que parecía entender de qué hablaba, a pesar de que todas sus alarmas se habían encendido nada más verlo, o quizás precisamente por ello. Aquello era lo más cerca que había estado nunca de una aventura, como esas que tantas veces soñó a través de las palabras de otros. Lo insólito de la situación le producía una extraña mezcla de sensaciones que no consignaba en el catálogo de su recuerdo, extrañamente excitantes.

Era un recorrido corto, de apenas una hora, el que separaba Mataespesa de la estación de Atocha; el tiempo parecía consumirse a más velocidad de la habitual, comprimía los sentimientos que parecían flotar en el aire, como si un duende los hubiera traído hasta allí y los hubiese soltado para ellos, sólo para ellos y nadie más. Y aquellos dos extraños seguían conversando sobre el libro de Kundera, embebidos ambos, uno de pasión y la otra de aventura descabellada. Ya cerca de Chamartín, Lucio le entregó una de sus tarjetas y la invitó a asistir a alguna de las tertulias que celebraran en su casa. “Lucio Cortés, Anticuario”, rezaba.
-Me encantaría poder continuar con esta conversación, se lo aseguro, pero el trabajo me llama -esbozó una sonrisa ladeada y siniestra- Le ruego que me llame. Mi nombre es Lucio Cortés, para servirla. ¿El suyo?

-Julia…-Dudó si dar su apellido, pero casi se sintió obligada, así que lo inventó- Julia Somerset
De repente se vio mintiendo, poniéndose a si misma un apellido novelesco que quizás pudiera darle más enjundia y misterio a los ojos de aquel personaje que parecía sacado de una novela negra y que ahora veía alejarse con paso decidido por el pasillo de aquel tren de cercanías, enfundado en su largo abrigo y ajustándose los guantes de piel con gesto de matón de película. Estaba segura de que le llamaría.

****

Unos vagones más allá alguien pudo oír, según declaró poco después a la policía, algunos ruegos murmurados, un par de zumbidos como de insecto, el seco crujir de un cuerpo contra el suelo y una sombra deslizándose por entre la oscuridad de un andén desierto.

Julia caminaba entonces camino de una oficina en la castellana, embriagada de aventura, con una tarjeta entre sus manos y una sonrisa colonizando todo su rostro, a pesar de que el frío luchaba por ser el único protagonista de aquella madrugada invernal.

lunes, 3 de diciembre de 2007

El universo sobre mí - Amaral



Unas ponen triste... otras alegran el alma

domingo, 2 de diciembre de 2007

Gregory Colbert - Ashes and snow










Shadow - Nusrat Fateh Ali Khan

sábado, 1 de diciembre de 2007

Siempre supe que te quise



Sutil y evocadora la llama se contonea, dibujando, tenue rojiza, la forma inconstante de tu cuerpo de fuego. Viene a mi recuerdo en conjunción perfecta con aquel que fue el mío, memoria de nuestros pliegues, de cada surco paciente, cóncavo o convexo, armonía singular. Como la de esa hipnótica llama que me transmuta hasta aquello que fuimos, antes, mucho antes, de que encendiera esta vela -luz de fantasmas apocalípticos- que alumbra tu cuerpo inerte y -sí- de que se empeñara con su palidez en traernos hasta aquí, tal como éramos, en los mejores días de aquel esplendor que fue nuestro. Eres tan bella.







She is so beautiful
I've got no words to describe
The way she makes me feel inside
I'm flying solo
As free as light as a bird
yet I could lay my wings down in a moment
To guard and comfort her

She is so beautiful
light-filled, loving and wise
Laughter dancing in her eyes
all my road is before me
And I never did plan on a wife
yet she's the most beatiful soul
I ever have met in this life

For she is like a song
she is like a ray of light
She is like children pRaying
like harps and bells and cymbals playing
And she is like a wind
moving, soothing, bringing joy
And here am I, destroyed
she is so beautiful
I don't know what I'm going to do when I leave
except grieve


The Waterboys

jueves, 29 de noviembre de 2007

Sobre cerdos, casualidades y causalidades II

Continuamos viaje de milagro o quizás no tanto, juzguen ustedes. Parece ser que Chicago sucumbía bajo una tormenta de dimensiones apocalípticas. Este detalle carecería de la más mínima importancia de no ser porque nuestro vuelo hacía Denver partía desde allí y el susodicho fenómeno lo había retrasado cinco horas. Este tipo de detalles suelen cabrear bastante al viajero al que no le queda más remedio que resignarse y esperar a que la tempestad, nunca mejor dicho, amaine. El caso es que cuando viajas como responsable de un grupo, como era mi caso, tu labor fundamental consiste en solucionar los marrones que vayan presentándose a lo largo del itinerario. En estos casos, además de cagarte en la puta, te entra a ti mismo una especie de cangelo indescriptible, una especie de escalofrío que va subiendo desde el mismísimo recto directo al cerebro, lo embota, y regresa, el muy hijodeputa, para quedarse agarrado en garganta y estomago.

La situación en cuestión era más o menos la siguiente: Yo, en el mismo centro del culo del mundo, es decir Death Moines, con unos cincuenta veterinarios, recién salidos de unas conferencias sobre cerdos, deseosos de llegar a Las Vegas para cogerse un pedo mayúsculo y con un panel de información frente a mí en el que me indicaba que el vuelo procedente de Chicago y con destino Denver, lugar de enlace para nuestro definitivo vuelo a Las Vegas, llevaba un retraso de cinco horas, hecho que significaba, de por sí, el peor de los marrones que puede encontrarse ante sí un guía organizador, como era mi caso. El asunto es que ese retraso no significaba llegar más tarde a Las Vegas, significaba directamente no llegar y perder todo el tren del viaje que andaba totalmente ajustado en los tiempos. Significaba tener que buscar un alojamiento en Death Moines para toda la recua, aguantar sus quejas, reorganizar a toda velocidad el resto del viaje y perder a mi cliente, un laboratorio que tenía a bien facturarme unos cuantos milloncejos al año en viajes de características similares al que nos ocupa. Al día siguiente, además, a primera hora estaba prevista la excursión estrella del viaje que consistía en un vuelo en helicóptero sobre el gran cañón con parada incluida en un lugar pintoresco y un rafting posterior por el río colorado partiendo de la presa Hoover. Y yo con el cerebro embotado sin poder pensar con demasiada soltura o, por lo menos, no con toda la necesaria en estos casos.

La providencia es lo único que te queda en estos casos cuando el hecho te sucede en lugares como España, India, Zimbabwe, República Dominicana, Cuba o cualquiera otro de esos lugares en donde impera el “no dejes para mañana lo que puedas hacer pasado mañana”. Pero amigos, estábamos en USA, territorio forjado sobre el sudor y las lágrimas de sufridos colonos para los que el marrón que a mí me acuciaba no era más que una gilipollez en comparación con todo lo que tuvieron que pasar durante la conquista del salvaje oeste. Tras informar a la encargada de la compañía aérea, más que informar de rogar en todas las posturas imaginables, se puso en marcha la implacable maquinaria americana y comenzaron a aparecer personal de la compañía, policías y maleteros. Como el retraso había afectado a todos los vuelos procedentes de Chicago, tomaron la decisión inmediata de parar el anterior vuelo que se estaba preparando para despegar y hacerlo esperar en pista hasta que la legión que había salido de no se sabe muy bien donde facturó y revisó (uno a uno) todos nuestros equipajes. Cuando una hora más tarde embarcamos en el vuelo que pacientemente había esperado, incrementando su ya importante retraso, el pasaje presente nos ovacionó con cierta sorna. Pero a mí eso… ya me daba igual. Un alivio repentino recorrió mi espina dorsal cuando ocupe mi asiento después de comprobar, como buen pastor, que ninguno de los de mi recua se me había despistado. No pudimos evitar, en cualquier caso, perder nuestro enlace en Denver pero ese ya era un problema menor porque aquella adorable muchacha, angel salvador a la que siempre tendré presente en mis oraciones, se había encargado de reservarnos, facturarnos y proveernos de tarjetas de embarque para el siguiente. El terrible marrón de imprevisibles consecuencias había acabado por convertirse en un simple retraso en nuestra hora de llegada a Las Vegas… y así continuó nuestro periplo por tierras americanas. God Bless America... even in Iowa.




domingo, 25 de noviembre de 2007

Capitulo III

Era delgada y liviana, casi etérea, nadie podía imaginar que tras aquel cuerpo se escondían tanta determinación y arrojo. Sus ojos verdes, casi transparentes, heredados de una madre que no llegó nunca a conocer, escondían el secreto y desvelaban el arcano a todo aquel que se detuviera a mirarlos. Escondían fuego en su interior, esperanza del que sabe que nada está escrito y que la suerte la labra uno a cada paso, sin más concesiones que las que uno quiera darse a sí mismo. Era escueta, escueta y firme como un poema redondo, como un verso perfecto que vuela en el aire y es recogido por una musa que, traviesa y caprichosa, lo acerca sólo al que ella ha elegido. Pocos se fijaban en ella porque pocos eran los que tenían la capacidad para apreciar en ella a una de esas mujeres que, a poco que se lo propongan, son capaces de cambiar toda una vida. Ni siquiera era ella conocedora de ese poder porque se movía en un mundo tan vaporoso, tan inasible, que nunca ningún hombre tuvo la oportunidad de llegar a tocarlo, siquiera intuirlo; nadie encontró nunca el camino que recorría desde sus ojos hasta la comprensión de su alma plagada de profundas cicatrices.

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Se llamaba Julia, era una mujer de carácter resoluto a la que la vida, en el inexorable avance de sus apenas treinta años, había pegado más patadas de la cuenta; la había cogido, como cuando un toro embiste furioso y la había volteado como a un pelele invertebrado; sola, arropada en un cuerpo frágil y un carácter irreductible, expuesta a los arreones y a las cornadas del destino inexplicable que no estaba escrito, que no podía estar escrito, había transitado su existencia sin apenas quejas, siempre con la mirada fija en el horizonte sin otra preocupación que la de sobrevivir. No parecían importarle las cicatrices que adornaban su alma, profundas brechas que habrían devorado al más común de los mortales pero no a ella, implacable con el destino, inasequible a la desesperación o la autocompasión, soñando cada día en la mañana en que se levantara y la tormenta hubiese amainado; que apareciera ante si un mar en calma donde poder por fin ser ella quien manejara el timón de su barco y no estar sometida a las arbitrariedades de un océano de aguas embravecidas que no concedían tregua.

Aquella madrugada de frío intenso, de viento helado que corta hasta el alma, había cogido el tren, igual que cada noche durante los últimos tres años, en dirección a su trabajo como limpiadora en varias oficinas. Viajaba siempre, en el primer tren que salía de Cercedilla, a horas sólo aptas para insomnes, desesperados o gente de mal vivir; no le quedaba más remedio porque tenía que recorrer cinco despachos situados en diferentes lugares de la extensa geografía de Madrid y debían estar arreglados antes de las nueve de la mañana. Su jefe, ese viejo verde que se insinuaba y la magreaba vulgarmente cada vez que la veía, no permitía quejas de los clientes y, a pesar de pagar una auténtica miseria, exigía siempre bajo la amenaza del despido fulminante, un trabajo bien hecho. No había bajas, ni días libres, ni posibilidad alguna de elevar una protesta. Se consideraba, Julia, una esclava moderna, que cotiza y vota, pero poco más; ostentaba los grandes derechos de un ciudadano del democrático siglo XX pero carecía de las más mínimas garantías de subsistencia, ataba como estaba a un empleo precario y las deudas que hubo heredado y que el banco exigía imperturbable cada principio de mes.

A pesar de que desde bien joven sólo pudo encontrar empleo en trabajos embrutecedores, de que apenas tuvo posibilidad de aprender a leer y a escribir, aprovechó las largas horas del día que pasaba en el transporte público, y se convirtió en una lectora voraz. Comenzó con novelas tontas, que nada tenían que ver con la realidad que ella veía cada día, y poco a poco comenzó a leer casi de todo: desde los clásicos, poesía hasta filosofía pura, lo que más le gustaba. Sentía debilidad por Epicuro, hijo de pobres, hecho a sí mismo, dueño de una filosofía vital que la envolvía y la esperanzaba, que creía en la felicidad. Se repetía constantemente esa cita que memorizó nada más leerla por primera vez: "La necesidad es un mal, pero no hay necesidad alguna de vivir con necesidad". Odiaba, por el contrario, a Schopenhauer, no soportaba, a pesar del perfecto razonamiento sin apenas fisuras que lo sustentaba, no tener control sobre sus actos, carecer de voluntad propia, estar determinada y perpetuada en una vida porque las causas y los azares así lo había decidido. No soportaba que nadie la dijera que tenía que resignarse a su destino. En las tardes más amargas de irredenta soledad, se aferraba a Pessoa, se dejaba arrastrar por su sentimiento expresado en poemas irrepetibles como quien se agarra a un alma gemela; cogía su mano y recorría las calles de una Lisboa que nunca había visitado pero que conocía hasta en el último de sus rincones a través de las palabras de otros, como casi todo lo que conocía. Dibujaba en su imaginación el día en que partiría en un tren nocturno camino de su ciudad soñada, que recorrería sola y melancólica sus estrechas y decadentes calles para llegar hasta la orilla del río a sentarse y recitar suave, como la brisa de una mañana de primavera, “Ven a sentarte conmigo, Lidia, a la orilla del río”.

Con el paso del tiempo y debido a la recurrencia en sus visitas acabo por hacer buenas migas con el bibliotecario de Cercedilla, un viejo de carácter amable y paternal, profesor de filosofía retirado, que la tomó bajo su protección y se encomendó la tarea de cultivar aquella alma que estimó ávida y pulcra. Le recomendaba las mejores lecturas, le explicaba las palabras y conceptos que a ella se le escapaban, le dirigía por un camino de crecimiento personal, fascinado como estaba por su facilidad para aprender y por el interés desmedido que ofrecía a cada explicación a cada palabra pronunciada para ella. Bajo su auspicio de profesor vocacional, le animó a estudiar y obtener el graduado escolar y así poder aspirar a algún trabajo administrativo o poder optar a alguna oposición. Lo consiguió en apenas dos años pero no le sirvió demasiado, no pareció importar a nadie excepto a ella misma y a ese orgulloso maestro improvisado que veía en ella un talento tristemente desperdiciado pero que no perdía la esperanza y que seguía animándola y dándole todo su afecto.

Aquella madrugada de febrero leía algo de Kundera cuando levantó la mirada del libro y vio como aquel tipo elegantemente enfundado en un largo abrigo se quitaba los guantes farfullando y se sentaba al otro lado del vagón vacío antes de clavar sus profundos ojos negros en los suyos. Ninguno lo sabía, porque ninguno creía en destinos ni en casualidades, pero en aquella madrugada, después de que la mirada de Julio Cortés se cruzara con la suya, sus vidas habían quedado inexorablemente entrelazadas, por siempre, o quizás no tanto.

Los Hits de mi vida (I)


Me resulta inevitable ir asociando los capítulos de mi vida a la música que he ido escuchando en cada época. Muchas de esas canciones yacen entre el polvo y el olvido de algún recóndito pasadizo de mi recuerdo; pero el otro día estuve pensando que quizás sería interesante hacer un esfuerzo y tratar de rescatar aquellas canciones que escuché tantas y tantas veces y que en cada entonces significaron mucho para mí. A veces sucede que por vergüenza o por temor a encontrar partes de nosotros que no nos gustan enviamos al olvido aquello que fuimos y que, al fin y al cabo, son parte indiscutible de nuestra historia y por tanto de nosotros mismos. Estoy seguro que cada canción traerá recuerdos y de eso se trata, de reconstruir mi pequeña historia a través de los hits de mi vida. Un ejercicio de introspección al son de acordes casi olvidados.

Comienzo esta serie con mis primeras canciones, las primeras que reconozco como propias y no heredadas. Canciones que poblaron mi adolescencia difícil (¿Cuál no lo es?) plena de rebeldía y en lucha constante en contra de un mundo que no acababa de comprender muy bien y que sentía que me maltrataba porque no me permitía encajar en ningún lugar. En realidad el mundo poco tenía que ver en todo ello y el que no encajaba era yo porque todavía no era capaz de digerir apropiadamente el significado de cada cosa y que pintaba yo en ese lugar en el que me había tocado vivir; me faltaban demasiados datos y la confusión era la reina de mi vida. Al fin y al cabo yo era un chico de familia bien al que gustaba darse una pátina macarra que no le pegaba nada, así que resultaba difícil poder encajar, ni en mi mundo natural, el circulo de niños pera que habitaban mi colegio y mis vacaciones en la sierra de Madrid; ni en el que pretendía encajarme a golpe de martillo y que me veían como a un tonto a las tres tratando inútilmente de ser lo que no era. Porque aunque yo quisiera comprender los problemas del obrero, del suburbial, aunque quisiera ponerme en la piel de Rosendo, dejarme melenas, vestir de negro con fular pantalones de pitillo y zapatillas stan smith; aunque acudiera a todos los conciertos de rock y heavy metal, a discotecas como “el Canci” o Barrabás, a los parques de Moralataz a beber litronas de Mahou y fumar canutos, era muy complicado que llegara a comprender aquel mundo porque yo jamás sufriría los problemas que aquejaban a aquella gente con la que pretendía relacionarme. Mi capacidad para empatizar siempre ha sido grande pero nunca resultó suficiente, como me daría cuenta años más tarde.

De aquella época me quedan indelebles todos los temas de los míticos Leño, que me siguen pareciendo el mejor grupo de Rock que ha habido en este país. Tuvieron una prolífica carrera que luego Rosendo en solitario se encargó de perpetuar. Una de su mejores canciones, a mi entender, es esta, ¡Qué desilusión! (El rock&roll es un arte, ¡qué desilusión!). Y Asfalto, pioneros de lo que se vino a llamar Rock Urbano, y que compusieron temas como este Días de escuela, una auténtica joya (escuchen el bajo, muy de la escuela de Jack Bruce). Dejo muestra de las dos canciones que rayé de tanto escuchar.






martes, 20 de noviembre de 2007

Capitulo II

No era Lucio un tipo de gustos bastos ni gustaba de estridencias, muy al contrario era persona de refinamiento exquisito y a la vez que fue creciendo en su profesión de asesino, también fue cultivando su espíritu, si es que se pudiera decir que alguien como él puede tener alma. Admiraba, por encima de todos, como no, a Nietzche aunque si he de ser riguroso en mi relato tengo que decir que leía todo tipo de literatura: filosofía, novela, ensayo, divulgación científica, todo lo que cayera en sus manos; dedicaba muchas horas a estudiar una de sus pasiones, el arte románico, por el que sentía auténtica debilidad, especialmente por el leonés y palentino; se convirtió en algo más que un pequeño coleccionista y acudía a todas las subastas en las que se pusiera en juego algo que pudiera ser de su interés. Llegó a pagar auténticas fortunas por piezas insólitas y de indudable valor para alguien, que como él, supiera apreciarlas. Acudía con regularidad a exposiciones, conferencias, representaciones teatrales y era, sobre todo, un asiduo a varias tertulias de buena enjundia en la que las consiguió labrar un apreciable círculo de amistades, muy alejado de su entorno de trabajo habitual; gente que nada sabían de sus auténticas artes. Había conseguido crear una fachada casi perfecta, una doble vida imprevisible: se presentaba como un heredero sin oficio, refinado y aristocrático, del que nadie indagaba, más allá de las típicas preguntas de conveniencia, por la procedencia de su dinero ni por sus orígenes porque, en determinados ambientes, como pudo darse cuenta al poco de transitarlos, son cosas que se dan por supuestas.

Una vez alguien quiso meter sus narices más allá de lo que él estimó prudente; un adinerado marchante de arte de carácter rencoroso que no pudo soportar que su mujer le pusiera los cuernos, y que un día, medio enloquecida, confesara a gritos en el rellano de la escalera su infidelidad, ante todo un atónito vecindario, mientras expresaba a voz en cuello sobre lo que ella consideraba o dejaba de considerar un hombre de verdad. Encargó que siguieran a Lucio para sacar algún que otro trapo sucio y realizó algunas pesquisas por su cuenta, sin demasiado éxito. Pero eso no pareció importar demasiado a Lucio y el rencoroso cornudo apareció en su domicilio de la calle Fuencarral con un disparo de Beretta alojado en el cráneo y una convincente nota de suicidio escrita de su puño y letra en la que legaba todas sus posesiones a esa viuda desconsolada que, sin saberlo, había sido el motivo real de su repentina defunción. Pocos días antes había aparecido el cadáver de un afamado inspector privado, que dejó de reportar noticias de manera repentina una tarde de abril, despeñado en el fondo de una cantera, cerca de Alpedrete. Nunca nadie supo que es lo que le había llevado hasta aquel inhóspito paraje ni en que andaba metido, así que cerraron el caso como un mero tropezón, un mal paso en el sitio inadecuado, sin saber que, en el fondo, esto era rigurosamente cierto, pues entró en terrenos que nunca debió haber transitado y encontró la muerte de manera casi accidental.

Además de vicios caros los tenía, como ya he apuntado, extremadamente extravagantes. Entre las mujeres tenia fama de ser gran amante, un potro salvaje al que gustaba ejercer dominio y dolor, siempre medido, siempre el justo para que las mujeres a las que montaba sintieran el placer indigno y sucio que nunca antes habían probado entre las finas sabanas de seda de sus lechos conyugales; mujeres podridas de dinero que buscaban un poco de aventura fuera de la monotonía del matrimonio y que sentían gran excitación al ver como un hombre de verdad les ponían en un lugar en el que nunca antes habían estado, un paradero donde el delirio era el leitmotiv . Se consumían de placer con esposas de cuero frunciendo sus muñecas, con bozales tapando sus bocas, se desencajaban cuando las insultaba groseramente y las hacía sentir, con una fusta trenzada de equitación, la humillación que sienten las furcias con sus clientes más obscenos. Todo era un juego para él, un tablero en el que se sabía desenvolver a la perfección, un teatro dentro del decorado que había creado en su habitación. Las conducía al paroxismo sobre una enorme cama de época restaurada situada frente a un altar que alojaba una auténtica virgen cisterciense del siglo XII que había adquirido ilegalmente al afamado Eric el belga cuando este aún se dedicaba al trapicheo indiscriminado de obras de arte. Su habitación, su lugar de recreo, era el extravagante templo que a él y a ellas, a todas, les conducía hasta el delirio de lo extremo. Le encantaba esnifar largas rayas de coca sobre una reproducción de la majestuosa tabla pintada de Juan de Flandes “La Adoración de los Reyes” apoyada sobre una mujer amordazada y acuclillada que adoptaba forma de mesa de decoración. Una más de sus excentricidades que parecían volver locas a esas mujeres, siempre casadas, las que mayor placer le producían, maduras con buena posición social, dispuestas a ser vejadas frente a imágenes religiosas, a ver como todo su mundo cambiaba radicalmente en el momento en el que entraban en aquella habitación, en aquel templo de salvaje irreverencia. Cuando salían de allí, todavía con la excitación temblando en sienes y muslos, volvía a tratarlas con exquisita galantería, como si nada de todo aquello hubiera pasado aunque se trataba, como todo en él, de una fachada ya que en el intimidad sentía un profundo desprecio por todas aquellas rameras desdichadas capaces de convertirse en meros objetos de humillación sólo porque deseaban, siempre deseaban, introducir algo de novedad en sus aburridas existencias.

En realidad a las únicas mujeres a las que guardaba algún respeto era a las auténticas putas, como lo fue su madre, que en paz descanse. Su padre, un chulo de mierda que no hacía más que drogarse y dar palizas a todos los componentes de su pequeña familia, murió asesinado de varias puñaladas a la salida de un bar infesto mientras meaba en la esquina de un callejón. La policía llegó a barajar a Lucio como un posible candidato pero lo descartaron casi de inmediato por tener tan sólo trece años y no ser excesivamente corpulento. No contaban con que aquel chaval de granos en la cara y un bozo preadolescente cubriéndole el rostro era capaz de cualquier cosa cuando la furia asesina se apoderaba de él.

En otra ocasión, cuando todavía no sabía controlar adecuadamente sus impulsos, asestó a un infeliz yonki, cuya única culpa fue deber más dinero del permitido a la gente inapropiada, más de setenta puñaladas, que son las que llegó a contar el forense antes de cansarse y emitir su informe. Pero poco a poco fue aprendiendo a controlar su furia y fue sofisticando sus sistemas homicidas, introduciendo en todas sus acciones criminales, el terror, buenas dosis de sadismo y algunos elementos de psicología bárbara. Tenía la costumbre de analizar con cautela a sus víctimas días antes de asesinarlas; obtenía datos que le permitieran un conocimiento de posibles puntos débiles en los que luego hurgar impune; siempre había mostrado un interés desmedido por todo lo referente a la resistencia humana, los límites, los extremos, las fronteras. Quería saber hasta dónde era capaz de llegar una persona cuando se la presiona en sus miedos e inseguridades, cuando se le pone ante la muerte inevitable y luego se le hace entrever una pequeña rendija de salvación. Era, en toda regla, un estudio de campo realizado con seres humanos aunque él no los considerara como tales. Se dedicaba, tras cada acción, a consignar en un pequeño cuaderno de notas todas las impresiones y luego contrastaba los datos con los de anteriores asesinatos. Aguardaba paciente el momento de poder volcar sus conclusiones en un libro, al que ya daba forma en su perversa mente criminal y soñaba con que sería un indudable éxito de ventas por el inevitable morbo que despertaría el saber que estaba basado en hechos reales. Pensaba titularlo, “Memorias de un asesino sin escrúpulos” y subtitularlo “De cómo el ser humano es capaz de arrastrase hasta lo más profundo”.

Una vez enfrentó a dos hermanos y consiguió que se mataran ellos mismos; los encerró en una habitación completamente opaca, desnudos y sin alimentos, a la luz de potentes focos. Los observó durante días, vio como se consumían en el delirio y como las notas que les iba pasando hacían más y más mella en su creciente paranoia hasta que no pudieron más y se enzarzaron en una cruel lucha cuerpo a cuerpo de la que sólo uno salió victorioso. Le ofreció al más fuerte una pistola con una sola bala y cerró la puerta tras de él. Al poco pudo escuchar los sollozos desconsolados de culpa y locura… y después la detonación seca. Esta ocasión le resulto especialmente gratificante porque corroboraba de manera contundente su teoría primordial de que el hombre sometido a circunstancias excepcionalmente duras tiende a la regresión, involuciona y acaba siendo presa únicamente de sus instintos más primarios, retorna al ser animal del que proviene, por muy evolucionado que, como ser humano, como homo sapiens, crea encontrarse. Además la policía pasó meses intentando encontrar algún sentido a todo aquello y al final no les quedó más remedio que cerrar el caso sin una explicación convincente. Esto era lo que más le gustaba, enloquecer a los policías, mofarse en su jeta, ver como se rompían el coco y como trabajaban de sol a sol, jodiendo sus familias y sus vidas por cuatro duros de mierda; y él tan campante, como cuando asesinó a su padre mientras meaba en la esquina de un sucio callejón, mirando fijo al policía que le interrogaba y simulando sorpresa ante cada pregunta formulada. Nunca más desde entonces volvió a pisar una comisaría.

Así era Lucio, no puedo describirlo de otra manera porque no hay otra manera posible de describirle. Pocos matices se pueden introducir en la narración de los hechos que preceden a la historia que en realidad quiero contarles y que comienza con nuestro protagonista en el andén de una estación inhóspita y vacía, aterido de frío bajo un cartel inconsolable, en una madrugada gélida como lo es la de cualquier Febrero en la sierra de Madrid.

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lunes, 19 de noviembre de 2007

Capitulo I

En su rostro sereno, muy poco poblado de expresiones, tan sólo destacaban unos ojos negros y profundos como los de un tiburón, espejo que era el perfecto resumen de su rabia, de su ira acumulada durante años de dar muerte; había aprendido a contener los músculos de su cara al mismo tiempo que comenzó a saber hacerlo con sus impulsos naturales, pero sus ojos seguían delatando fiereza y con tan sólo una mirada era capaz de paralizar a una persona de nervios templados, era capaz de transmitir que él no jugaba ni advertía, como el perro que no ladra ni mueve la cola pero que sabes que te arrancará una mano si intentas acariciarlo.

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El viento de aquel febrero soplaba fuerte en la gélida madrugada de la sierra madrileña. Agitaba irreverente el pequeño cartel en el que a duras penas podía leerse Mataespesa; y lo balanceaba siempre apunto de sacarlo del gozne cruel que lo había fijado al mismo poste durante décadas, siempre jugando a maltratar su endeble fisonomía de cartel informativo, sin liberarlo, sin dejar que fuera jubilado en un arrastre final, libre y definitivo, como la hoja seca en el otoño.

A Lucio Cortés poco le importaba aquel insignificante cartel que se agitaba sobre su cabeza. Su figura se erguía solitaria y desencajada en el andén, como lo estaba la noche, aterido de frío, con el pensamiento perdido en la cama caliente que tuvo que abandonar cuando sonó el teléfono en medio de la noche de aquel hotel de carretera al que había acudido a esperar. Y esperó como mejor supo ese momento en el que el teléfono rompió el silencio cortante de la noche invernal en la sierra de Madrid. Una voz ambigua, como casi siempre, sonó al otro lado: “Ya es la hora, el próximo tren es el tuyo”. Colgó sin decir nada, pagó generosamente a la puta que todavía dormitaba la borrachera y enfiló camino de aquella maldita estación en la que el frío parecía haberse tornado perpetuo y en la que el cartel informativo encima de su cabeza no paraba de chirriar, al son de un viento cabrón, como en un quejido de anciano desconsolado que quiere morir y no puede. Pensó en atravesarlo con dos tiros y terminar para siempre con su agonía pero hacía demasiado frío.

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Nunca tuvo Lucio un buen carácter, siempre fue cruel, desalmado como decía su madre, y en su barrio de la periferia madrileña, cercano a poblados de gitanos trapicheros de chabola y mercedes, se crió desde bien joven la fama de violento hijo de puta al que no convenía buscarle las cosquillas con demasiado ahínco. Aquellos gitanos supieron apreciar de inmediato sus cualidades innatas y prefirieron tener al payo de su lado mejor que en contra; además, desde el punto de vista de los negocios, no había nada mejor y más útil que tener cerca a un personaje sin escrúpulos como Lucio, capaz de asesinar sin pestañear, sin ruegos ni preguntas, pim, pam, pum, ya está, la pasta. No tardó demasiado en hacerse un hueco en aquel mundillo subterráneo y en convertirse en asalariado ocasional de prácticamente todas las familias que habitaban los diferentes poblados. Daba lo mismo que hubiera que dar una paliza a alguno porque se retrasara en los pagos, que hubiera que quemar la chabola de algún infeliz o que alguien decidiera que había que liquidar a alguien, Lucio siempre aceptaba gustoso, por desagradable o complicado que fuera; y poco a poco todo aquello acabó por convertirse en el mejor modo de vida posible pero… quería más, anhelaba el día en que pudiera decir adiós definitivamente a su odiado barrio, ese lugar que le traía constantemente al recuerdo lo que era y no quería volver a ser, nunca más.

El haber acabado convirtiéndose en eficiente asesino a sueldo significaba poder costearse sus cada vez más caros y extravagantes vicios, su Aston Martin de colección o el ático con vistas al Retiro; le daba posibilidad de vestir ropa cara, comprar respeto, disfrazarse de algo que no era y frecuentar los restaurantes y locales de copas más en boga, comenzar a codearse, en definitiva, con un mundo para el que se había estado preparando desde años atrás y en el que aprendió a desenvolverse con inusitada rapidez. Fue su habilidad para desenvolverse en ambientes más o menos selectos y una fama en forma de pasado legendario, bien cultivada por él mismo hasta en el más mínimo de los detalles y las mentiras, lo que le permitió dar el salto de las chabolas a las mansiones, a los lofts en Alfonso XII y a los amplios despachos de poderosas vistas y cuidada decoración en la Castellana. A partir de ese momento, su cartera de clientes comenzó paulatinamente a engrosar y la agenda de su teléfono móvil se llenó de nombres de mafiosos, altos ejecutivos, corporaciones multimillonarias y políticos corruptos. Todos tenían su mierda para limpiar, todos necesitaban a alguien como él, que se manchase las manos por ellos, con total discreción. Pagaban con generosamente y sin regatear, extendían flamantes cheques llenos de ceros con total naturalidad. Resultaron ser, sin lugar a dudas, mucho más rentables e interesantes que aquellos gitanos que se conformaban con un mercedes y una antena parabólica encima de una chabola de mierda. Y él observaba, escuchaba, mataba, aprendía y callaba.

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domingo, 18 de noviembre de 2007

La estación Seca - Buenas noches Rose

Noto tu ausencia como un arañazo en el pecho que corto los lazos que ayer sujetaron el mismo sueño.
Se ha marchado el sol, se ha secado el pozo y nuestro joven brote es un tronco hueco y pesado.
He asumido ya que todo aquello se nos fue de las manos, mientras barro del suelo nuestros pedazos.

No puedo evitar sentir mi corazón girando dentro del sumidero; masticando los cristales del espejo donde tu reflejo empaño mi reflejo; de mil cosas rotas hago un puzle nuevo en mi cabeza, algo que me ayude a echar raíces en la estación seca.

Aún asi busco aquel sendero en la luna, respirando el polvo que casi nada cura; ahora si me importan una mierda las palabras bonitas, tus bonitos ojos, son dos bonitos recuerdos, dolorosos.

No puedo evitar sentir mi corazón girando dentro del sumidero, masticando los cristales del espejo donde tu reflejo empaño mi reflejo, de mil cosas rotas, hago un puzle nuevo en mi cabeza, algo que me ayude a echar raíces en la estación seca.




Es de todos conocido lo injusto que es el negocio de la música. Buenas noches Rose es un claro ejemplo de ello. Son, en mi opinión, uno de los mejores grupos que ha habido en el reciente (quizás ya no tanto) panorama musical de este país. Comenzaron cu carrera con un espléndido disco titulado con el nombre del grupo y actuaron en la practica totalidad de los festivales de música independiente, cuando todavía no eran un fenómeno de masas como lo son hoy en día. Se separaron tras editar tres LP's y, en la actualidad, su guitarrista, Ruben, un tipo de indudable talento musical, goza las mieles del éxito en el grupo Pereza que hace una música mucho más digerible y, por tanto, más susceptible de ser promocionada en radios y programas de masivo consumo. Le conozco personalmente y lo cierto es que me alegra mucho que finalmente haya conseguido triunfar dentro del difícil mundo de la música sobre todo teniendo en cuenta que, dentro de lo que cabe, hace una música con cierta consistencia y que su manera de tocar la guitarra (muy a lo Keith Richards, muy rockanrolera) me sigue encantando. Lo triste de todo este asunto es que Buenas noches Rose hacía una música de mucha mejor calidad que la que ahora practican Pereza, una música nacida desde las entrañas y muy poco contaminada desde los despachos de una productora, más interesada siempre en el negocio desde la perspectiva de la industria que desde el de la propia música. No voy a ser yo el que les acuse de ser unos perversores porque hay muchos grupos que no se han dejado pervertir aunque eso les halla costado quedarse en la carretera. Porque en el momento en que la música, como casi todo, se convierte en negocio debe renunciar, ineludiblemente, a determinados parámetros, que la alejan del arte libre. No siempre sucede así pero si en la inmensa mayoría de los casos.

Yo tocaba la guitarra en un grupo, nada interesante, nada más allá de la diversión adolescente. El caso es que compartíamos local con otros de los de que a mí entender son de lo mejor que ha dado el rock and roll de este país, Sex Museum. Compartir significaba que ellos podían disponer del local hasta las cuatro PM, si no recuerdo mal, y nosotros hasta la hora de cierre. Muchas veces acudía antes para poder sentarme en el suelo y ver su ensayo porque eran todo un espectáculo y me dejaban. Me sentaba en el suelo, liaba mi porrito y me quedaba flipando con como aquellos tipos apenas eran conocidos mientras que en las radios de todo el país sonaban grupos ¿musicales? tales como Modestia aparte, Hombres G o los inhumanos. así de injusto es este negocio de la música. Pero a diferencia de otros muchos, Sex Museum no renunció nunca a su esencia y ahí siguen, desde el 85, apenas conocidos pero practicando una música cojonudísima.

jueves, 15 de noviembre de 2007

Sobre cerdos, casualidades y causalidades

No era un viaje de placer, viajaba acompañando a un grupo de veterinarios que habían sido invitados por un poderoso laboratorio en pago por sus inestimables prescripciones. Así funciona la cosa, no vayan a creerse otra cosa. El viaje se componía de tres etapas: Ames (Iowa), Las Vegas y San Francisco.

La primera parada, Ames, cerca de Des Moines, también conocido como Death Moines, quién sabe por qué, era el aparente motor del viaje ya que en este lugar, perdido de la mano de dios, se celebraba por esas fechas una feria que versaba sobre el siempre interesante tema de los cerdos. Los veterinarios daban palmas con las orejas pero lo cierto es que no dejaban de pensar en Las Vegas y en el cacho de pedo que se iban a pillar en cuanto llegaran. Muy probablemente cogerse un pedo en Ames era el equivalente a un suicidio, así que nadie lo intentó y todo el mundo pasó el trámite de la mejor de las formas posibles, serenos y con paciencia.

En Estados Unidos, como es de sobra conocido, todo es a lo bestia, eso quiere decir que si eres veterinario y quieres entorno rural, vacas, cerdos, paja, legumbres o campos de avena, por ejemplo, te vas a Iowa y te das cuenta de inmediato que todo lo que viste antes en tu pueblo era una mariconada comparado con lo que allí se puede observar. Grandes y extensos campos en un clima extremo, un paisaje natural y humano tal y como uno lo pudo haber intuido viendo la siempre maravillosa Una historia verdadera de Lynch, que es la primera que me viene a la cabeza, entre otras cosas por retratar con exactitud impecable los campos de Iowa y, de paso, la América rural y profunda, la que no aparece en ningún póster turístico.

El hotel en el que nos alojamos, y del que yo prácticamente no me moví, se llamaba Country inn & suites. Lo de country es imposible que pueda ser más cierto; lo de suites no dejaba de ser un elemento retórico de esos que tanto gustan por aquellas latitudes; el marketing, ya se sabe, es implacable con los matices y ya que te pones a ello, si haces algo, lo haces bien; y aunque el producto (en forma de inn) esté en el culo del mundo y no vaya a ser utilizado más que por parejas en busca de desfogue ocasional o veterinarios extraviados cumpliendo un trámite, también ocasional, como buen vendedor de sueños debes adornar el nombre con algún que otro elemento que pueda introducir glamour; y así quedas en paz contigo mismo, con el implacable marketing y con Hollywood. Nadie se quejará… ¿alguien vio alguna vez a una pareja furtiva o a algún veterinario quejarse?

Durante los dos días que me tocó pasar en tan glamoroso lugar, acudí a desayunar, comer y cenar siempre al mismo sitio. Me fascinó tanto la primera vez que le puse el ojo encima que ya no quise probar otro. Era el típico local de carretera con ventanales a un amplio parking para unos tres mil coches y en el que sólo había cinco o seis; no faltaban las camareras cuarentonas y yo no podía dejar de imaginarlas, con morbo enfermizo y calenturienta imaginación, follando en la despensa, con la falda subida y el escote entreabierto, entre latas de frijoles y botes de mostaza Heinz. Desayunaba, comía y cenaba, con esa inevitable visión, huevos con patatas y bacon, hamburguesa o filete, cocacola, café infesto y donut o tarta del día. Era como si de repente me hubiese transportado, por azares inciertos del destino, a la mitad de un lugar que sólo hube imaginado a través de otros y que nunca soñé palparlo más allá de una canción o una imagen en una pantalla. Así como hay lugares que cuando los ves en un documental, o una película, o escuchas de ellos en la letra de alguna canción, te dices, “ahí tengo que ir yo”, del mismo modo, yo jamás hubiera imaginado, ni en el más remoto de mis pensamientos, que iba a acabar pasando un par de días de mi existencia en el inhóspito Ames y, mucho menos, liderando un grupo de veterinarios que acudían a una feria porcina, que en realidad les tocaba un pié porque a lo que iban era a pasárselo teta en Las Vegas y San Francisco. Pero así funciona el caprichoso destino.

Voy a confesar algo que también tiene que ver con las caprichosas leyes del azar: Cuando comencé a escribir lo quería hacer sobre la preciosa San Francisco pero, como ya he indicado, todo en este mundo es fruto de la causalidad, la casualidad o una combinación de ambas, y este artículo, tal y como se presenta, surgió cuando me estaba ilustrando para el motivo original, revisando un libro de fotografías de San Francisco, firmado por Peter Lik, que compré en el famoso Pier 39, durante este mismo viaje. Se me ocurrió revisar el libro porque recordé el Rowland, mi garito de copas de cuando vivía en Madrid, escuchando un tema de Thin Lizzy en el blog jam de Ninotchka. Esta asociación de ideas se produjo porque en otro local del mismo muelle compre el poster de Gimme shelter que regalé al Nano (precisamente dueño del Rowland) y que ahora puebla una de sus paredes, todo un honor para mí. Pero ahí no acaba el asunto, el caso es que cuando he empezado a escribir, he querido buscar un punto de inicio más allá de la propia ciudad que pretendía describir y me he remontado al inicio del periplo. Entonces he recordado que ayer leí un artículo de Mad Hatter sobre paletos universales y country, que me gustó bastante, y además andaba escuchando a este tipo que pueden ver y oir a través del reproductor, que aunque es de Toronto, yo lo tengo asociado en mi imaginario a ese paisaje americano que trato de describir. Y así, amigos, es como se comienza queriendo escribir sobre San Francisco y se acaba escribiendo sobre Ames (Iowa).

Otro día, seguiré con el periplo, por hoy ya me he exprimido demasiado la memoria… demasiado, creánme.