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Se llamaba Julia, era una mujer de carácter resoluto a la que la vida, en el inexorable avance de sus apenas treinta años, había pegado más patadas de la cuenta; la había cogido, como cuando un toro embiste furioso y la había volteado como a un pelele invertebrado; sola, arropada en un cuerpo frágil y un carácter irreductible, expuesta a los arreones y a las cornadas del destino inexplicable que no estaba escrito, que no podía estar escrito, había transitado su existencia sin apenas quejas, siempre con la mirada fija en el horizonte sin otra preocupación que la de sobrevivir. No parecían importarle las cicatrices que adornaban su alma, profundas brechas que habrían devorado al más común de los mortales pero no a ella, implacable con el destino, inasequible a la desesperación o la autocompasión, soñando cada día en la mañana en que se levantara y la tormenta hubiese amainado; que apareciera ante si un mar en calma donde poder por fin ser ella quien manejara el timón de su barco y no estar sometida a las arbitrariedades de un océano de aguas embravecidas que no concedían tregua.
Aquella madrugada de frío intenso, de viento helado que corta hasta el alma, había cogido el tren, igual que cada noche durante los últimos tres años, en dirección a su trabajo como limpiadora en varias oficinas. Viajaba siempre, en el primer tren que salía de Cercedilla, a horas sólo aptas para insomnes, desesperados o gente de mal vivir; no le quedaba más remedio porque tenía que recorrer cinco despachos situados en diferentes lugares de la extensa geografía de Madrid y debían estar arreglados antes de las nueve de la mañana. Su jefe, ese viejo verde que se insinuaba y la magreaba vulgarmente cada vez que la veía, no permitía quejas de los clientes y, a pesar de pagar una auténtica miseria, exigía siempre bajo la amenaza del despido fulminante, un trabajo bien hecho. No había bajas, ni días libres, ni posibilidad alguna de elevar una protesta. Se consideraba, Julia, una esclava moderna, que cotiza y vota, pero poco más; ostentaba los grandes derechos de un ciudadano del democrático siglo XX pero carecía de las más mínimas garantías de subsistencia, ataba como estaba a un empleo precario y las deudas que hubo heredado y que el banco exigía imperturbable cada principio de mes.
A pesar de que desde bien joven sólo pudo encontrar empleo en trabajos embrutecedores, de que apenas tuvo posibilidad de aprender a leer y a escribir, aprovechó las largas horas del día que pasaba en el transporte público, y se convirtió en una lectora voraz. Comenzó con novelas tontas, que nada tenían que ver con la realidad que ella veía cada día, y poco a poco comenzó a leer casi de todo: desde los clásicos, poesía hasta filosofía pura, lo que más le gustaba. Sentía debilidad por Epicuro, hijo de pobres, hecho a sí mismo, dueño de una filosofía vital que la envolvía y la esperanzaba, que creía en la felicidad. Se repetía constantemente esa cita que memorizó nada más leerla por primera vez: "La necesidad es un mal, pero no hay necesidad alguna de vivir con necesidad". Odiaba, por el contrario, a Schopenhauer, no soportaba, a pesar del perfecto razonamiento sin apenas fisuras que lo sustentaba, no tener control sobre sus actos, carecer de voluntad propia, estar determinada y perpetuada en una vida porque las causas y los azares así lo había decidido. No soportaba que nadie la dijera que tenía que resignarse a su destino. En las tardes más amargas de irredenta soledad, se aferraba a Pessoa, se dejaba arrastrar por su sentimiento expresado en poemas irrepetibles como quien se agarra a un alma gemela; cogía su mano y recorría las calles de una Lisboa que nunca había visitado pero que conocía hasta en el último de sus rincones a través de las palabras de otros, como casi todo lo que conocía. Dibujaba en su imaginación el día en que partiría en un tren nocturno camino de su ciudad soñada, que recorrería sola y melancólica sus estrechas y decadentes calles para llegar hasta la orilla del río a sentarse y recitar suave, como la brisa de una mañana de primavera, “Ven a sentarte conmigo, Lidia, a la orilla del río”.
Con el paso del tiempo y debido a la recurrencia en sus visitas acabo por hacer buenas migas con el bibliotecario de Cercedilla, un viejo de carácter amable y paternal, profesor de filosofía retirado, que la tomó bajo su protección y se encomendó la tarea de cultivar aquella alma que estimó ávida y pulcra. Le recomendaba las mejores lecturas, le explicaba las palabras y conceptos que a ella se le escapaban, le dirigía por un camino de crecimiento personal, fascinado como estaba por su facilidad para aprender y por el interés desmedido que ofrecía a cada explicación a cada palabra pronunciada para ella. Bajo su auspicio de profesor vocacional, le animó a estudiar y obtener el graduado escolar y así poder aspirar a algún trabajo administrativo o poder optar a alguna oposición. Lo consiguió en apenas dos años pero no le sirvió demasiado, no pareció importar a nadie excepto a ella misma y a ese orgulloso maestro improvisado que veía en ella un talento tristemente desperdiciado pero que no perdía la esperanza y que seguía animándola y dándole todo su afecto.
Aquella madrugada de febrero leía algo de Kundera cuando levantó la mirada del libro y vio como aquel tipo elegantemente enfundado en un largo abrigo se quitaba los guantes farfullando y se sentaba al otro lado del vagón vacío antes de clavar sus profundos ojos negros en los suyos. Ninguno lo sabía, porque ninguno creía en destinos ni en casualidades, pero en aquella madrugada, después de que la mirada de Julio Cortés se cruzara con la suya, sus vidas habían quedado inexorablemente entrelazadas, por siempre, o quizás no tanto.
7 comentarios:
Hemos saltado de Lucio a Julia, ambos autodidactos pero dos caras de la moneda devaluada de la pobreza: el que sale de ella al marchamartillo de la violencia explícita y quien sufre sobre sus carnes la implícita violencia de la sociedad sobre los que no tienen titulación ni preparación específicas, que va poco a poco minando la moral y las fuerzas, como las gotas de lluvia van poco a poco haciendo mella en la roca.
¡Coronel, oh mi coronel! Vaya esta frase como reconocimiento, me vuelvo a quedar como pez boqueando fuera de la pecera, tomo aire y leo el comentario de Germánico que tan bien ha expresado las dos caras de una misma moneda, maneras de dar el salto al otro lado del jardín, formas de intentar atravesar la valla que separa el fin del mundo del comienzo de otro soñado. Y lo mejor de todo, poder condensar en un cruce de miradas el futuro. Como yo si creo en el azar espero que esa mirada atravesará algún muro. Coronel me impacta esta tocaya enamorada de saber más, soñadora de Pessoa, la que duerme con Epicuro y despierta con Kundera. Siga usted dándonos la droga de sus palabras, un beso.
Germánico: Los caminos del señor son "ineXcrutables" :)
Querida Funámbula: Ya sólo nos falta una rubia de bote que encajar en la historia. Siempre me gustaron más los triángulos.:) Ya veremos por donde nos sale esta historia... Gracias por tus elogios y un beso.
Nueva imagen de blog con tus bonitas palabras ....:)
Gracias Peggy :)
la palabra inexorable la siento ligada siempre a la casualidad que no es la causalidad. Y es la casualidad la que define, para mí, el amor.
besos con olor a napalm coronel.
Es un bonito comentario, Mari. Otro beso para ti.
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