viernes, 31 de octubre de 2008

La Mamba

Era fea a rabiar. Me lo había comentado un compañero antes de que entrara por primera vez en su despacho, pero no fui capaz de imaginar que algo así fuera posible hasta que la tuve delante. Recuerdo que estreché su mano y miré a bocajarro a sus ojos, que no se sabía a ciencia cierta, si iban o venían. No les voy a decir que al estar en su presencia uno tuviera ganas de vomitar ni nada por el estilo, no soy amigo de las exageraciones. Simplemente resultaba difícil apreciar su fisonomía sin asombrarse de lo mal colocado que tenía todo.

Ese detalle condujo, en aquella primera reunión, a una situación incomoda ya que cuando me percaté de que el asombro que estaba experimentando podría traspasar más allá de mi pensamiento y adquirir rango de gesto, comencé a comportarme como un auténtico imbécil. Quiero decir, como uno de esos idiotas tipo Jerry Lewis, que llegada una situación no saben muy bien como actuar y se van poniendo más y más nerviosos cada vez, hasta que llegan al punto en que definitivamente parecen auténticos memos. Así de fea era la tía… capaz de descentrar al más templado sólo con su cara, sin esforzarse.

-¿Qué te dije? –preguntó el compañero cuando salí del despacho. Ni siquiera le contesté.

Quizás la mejor terapia hubiera sido soltar una enorme carcajada pero, por desgracia para mí, se trataba de mi jefa y aquel era mi primer día de trabajo. No fue el mejor de los comienzos pero me imagino que estaría acostumbrada a reacciones parecidas porque ni se inmutó ante mis muestras de anormalidad congénita. El ser humano es predecible hasta decir basta y si yo, que me considero hombre de nervios templados, reaccioné así, no quiero imaginar otros casos. Debía estar acostumbrada.

Había accedido a aquel trabajo de pasante, en un prestigioso bufete de Madrid, tras un duro proceso de selección en el que nos hicieron pruebas de todo tipo. Se trataba de una oportunidad para alguien recién licenciado como yo. Tenía un impecable expediente y aquel puesto significaba el espaldarazo necesario. Sólo se trataba de estar dos años trabajando como una animal por una mierda de sueldo y no pensar demasiado en ello. O eso creía yo. En realidad el precio a pagar por el billete al mundo de las buenas oportunidades, fue mayor que eso porque fui a caer en manos de la depravada Mercedes Carvajal, alias La Mamba, en su otra vida.

Como digo, no dio muestras de sorpresa. Quizás porque tenía su venganza preparada desde mucho antes de que yo entrase en su despacho por primera vez. Con el tiempo descubrí que no sólo era fea, sino que era muy capaz de hacerme la vida imposible a pesar de que trabajaba como un cabrón. Además era una depravada sexual. ¡Qué paradoja, ser ninfómana y estar encerrada en semejante envoltorio! Me pregunto si sería así de hijadeputa y estaría así de salida si tuviera un rostro, ya ni digo guapo, pero al menos normal, del montón. Lo suyo parecía una venganza más que una actitud.

Me tenía cogido por los huevos porque, aparte que podía, cuando le viniese en gana, pegarme una patada en el culo sin tener que explicar nada a nadie, era ella quien tenía que escribir las cartas de recomendación al finalizar mis dos años de esclavitud. Sería ella la que daría referencias de mí a todo el que llamara. Tenía en sus manos el veredicto del que dependía mi futuro laboral. Era ella la que decidiría si yo acababa trabajando en algún prestigioso bufete o como asesor jurídico de una empresa familiar de Villaboyullos de Abajo.

Yo era, literalmente, su esclavo.

A La Mamba le gustaba vestirse de cuero y sentir que dominaba todo. Al menos, cuando me encadenaba al potro, enfundada en su traje negro de piel de serpiente y armada con una fusta, tenía el detalle de ponerse una máscara que cubría casi toda su horripilante fisonomía. Aún así, me resultaba muy difícil dejar de imaginar su mirada bizca, que se colaba sin permiso en todos mis amagos de fantasía, destrozándome la libido una y otra vez. Tenía que realizar esfuerzos ímprobos para excitarme ante semejante panorama, lo cual hacía que ella se excitara más, vayan ustedes a saber por qué extraño proceso mental. Lo que está claro es que nos movíamos en polos opuestos en lo que al asunto de sexo respecta. Cuando por fin conseguía mantener mi pene erecto, me cabalgaba y me azotaba con la fusta hasta alcanzar un éxtasis exterminador en el que se ponía a chillar todo tipo de barbaridades obscenas y en su mayoría ofensivas. Era como si se volviera loca de remate, una involución total a sus orígenes africanos. ¿Se lo imaginan? Como digo, un auténtico infierno que ni siquiera Dante hubiese atinado a describir fielmente, que decir yo.

En fin, amigos, que todo en esta vida pasa y yo conseguí atravesar firme (o casi) aquel mar proceloso en que se convirtió mi vida durante aquellos dos años. Apenas me han quedado secuelas, tan sólo alguna que otra pesadilla de vez en cuando, cada vez menos. No se pueden imaginar lo fea que era.

Quizás piensen que perdí mi dignidad en todo aquel asunto, pero yo les aseguro que siempre lo he considerado como una obra de caridad. Es una cuestión de óptica, como casi todo en mi profesión, ¿no creen?

lunes, 20 de octubre de 2008

Un último pitillo antes de partir

En esta habitación de hospital, me vienen al recuerdo los veranos de mi adolescencia, recorriendo España con mi padre, a bordo de un camión destartalado.

Le acompañaba en sus viajes porque él no se podía permitir dejar de hacer sus portes. Mi madre nos abandonó cuando yo todavía era un crío y mis tíos me acogieron en su casa. Durante el curso lectivo hacía una vida de familia normal, mis tíos ejercían de padres y mis primos de hermanos. Nunca me sentí mal, lo cierto es que me educaron como a uno más de sus hijos. En las vacaciones de verano, mientras ellos se iban al pueblo yo me iba a trabajar con mi padre.

- Así matamos dos pájaros de un tiro, David –me dice con la mirada fija en la carretera y el pitillo eterno en la comisura de los labios –aprendes lo duro que es trabajar y pasas algo más de tiempo con tu padre, que te viene bien… es bueno para ti, tú aún no lo sabes pero me lo acabarás agradeciendo, ya verás.

Hace unos días me llamó mi tío Julián para decirme que lo de papá era cuestión de días, que hasta el sacerdote le había dado la extrema unción. Supuse que si había permitido que un representante del clero se acercara a él es que la cosa era más que preocupante. Lo supuse porque hacía varios años que no lo veía, que apenas hablaba con él, y no es infrecuente que la gente cambie de creencia cuando comienza a verle los colmillos a la negra dama. Ahora que le acompaño en su recuerdo de los veranos a bordo del camión, me doy cuenta que ha sido una estupidez suponer que alguien como él fuera a dar su brazo a torcer, ni siquiera con el frío aliento de la muerte soplándole el cogote.

Trabajábamos como mulas, de ciudad en ciudad, transportando casi cualquier cosa, a bordo de un camión anacrónico que aguantaba como un jabato el paso de los años. Como él, que aún permanece en mi retina, joven y vigoroso, aunque ahora lo vea débil y enfermo, postrado y lleno de tubos en la cama de este hospital.

Surcábamos llanuras hasta el horizonte y franqueábamos puertos a través de carreteras de dibujo tembloroso.

Regreso con él hasta una calurosa mañana de agosto: Las ventanillas bajadas y el aire que golpea tórrido en mi cara. Las manos apoyadas en el borde de la ventanilla y mi barbilla sobre ellas. Aspiro hondo el olor de campo y gasolina mientras escucho el bronco ruido de un motor demasiado traqueteado. Suenan coplas en la radio y mi padre canta a pleno pulmón, como siempre que ponen a la Piquer.Detiene el camión en el arcén y me ofrece un pitillo. Nos quedamos fumando en silencio, cada uno con nuestros pensamientos. Señala el cielo y me golpea el brazo:

-Mira David, es un avión… ese llegará antes que nosotros. –exhala el humo de la última calada y me mira sonriente, supongo que mi cara de admiración tiene mucho que ver. Hasta ahora sólo los había visto en las películas que pasan en el cine de mi barrio y me quedo cautivado viendo como aquel pequeño punto surca veloz, suspendido en el cielo raso, dejando una estela de nubes en su cola.

- ¿Dónde llegará, papá? –pregunto mientras lo veo desaparecer en el azul pálido de la tarde.

-Que sé yo hijo, a París, a Roma, a Nueva York, lejos, muy lejos de aquí... –en su rostro se dibuja una sonrisa amarga mientras me acaricia la cabeza y vuelve a perder la mirada en las alturas –...ahora tenemos que continuar, que se nos va a echar la noche encima y aún queda trecho hasta Ávila.

Escucho Nueva York y me viene a la cabeza King Kong, atrapado en lo alto del Empire State Building, con la chica en sus manos y las avionetas disparando hasta darle muerte. Pienso que llegará el día en que sea yo el que cruce el océano a bordo de uno de esos pájaros de hierro, que podré ver y tocar el lugar donde dieron muerte al gorila, subir hasta la terraza del último piso y ver lo que él vio antes de caer al vacío.

-Aterriza, David, ya te lo he dicho mil veces –mi padre me mira entre severo e irónico –todas esas fantasías que tienes en la cabeza son como una carretera a ninguna parte, no te van a a dar de comer en el futuro… el trabajo es lo único que importa, eso y ser honrado, déjate de sueños que esos no te llenan el estómago.

La misma noche de la llamada de mi tío cogí un vuelo desde Nueva York, donde trabajo como agregado cultural en la embajada. He viajado con el temor puesto en que no iba a llegar para despedirme de él y sé que, a pesar de que el tiempo y el espacio se han encargado de distanciarnos, nunca podría perdonármelo. Después de varios años sin pisar Madrid, he llegado a tiempo pero ya no me reconoce: ha transportado su mente hacía un pasado que debe resultar más reconfortante que la realidad de esta habitación en donde lo único que se percibe con claridad es el aroma de la muerte, que flota denso en cada esquina.

Y ahora aquí estamos los dos, viendo atardecer sobre la Sierra de Gredos, aparcados en el arcén, fumándonos un último pitillo, en silencio.

sábado, 11 de octubre de 2008

Ser o no ser

Jadeante avanza por entre los árboles del bosque, sus pies desnudos van dejando rastro de sangre sobre las hojas secas y la nieve incipiente. A trompicones, con ojos desencajados que miran en todas las direcciones y no ven nada, que sólo sienten como el sudor y la sangre, que recorre desde la frente hasta el párpado, les penetra cegándolos.

Corre desesperado como sólo lo puede hacer alguien que huye de la muerte, que ha visto sus fauces y ha podido esquivar una primera embestida, negra y helada como nada nunca antes. Se detiene exhausto. Puede escuchar los pasos crujiendo tranquilos entre las hojas, no muy lejos. Y su risa…


- ¿No ves que no puedes ir a ningún lado, desgraciado? Descalzo, maniatado y medio ciego... hay que joderse... ¿Has llegado a atisbar esperanza o sólo ha sido tu instinto de supervivencia actuando autónomo?... es una gran pregunta, no creas...verás... yo tengo la teoría de que llegadas determinadas circunstancias, como las que nos ocupan... bueno, las que te ocupan a ti, para ser más exactos, decía... en determinadas circunstancias el ser humano deja de lado cualquier atisbo de racionalidad y retorna, inevitablemente, a un estado primigenio que creía olvidado pero que, ¡oh, sorpresa!... anida aletargado en su interior... sólo hace falta una dosis de adrenalina, como la que te ocupa, para despertarlo...


Lucio se queda mirando el horizonte de montañas cubiertas por las primeras nieves del invierno y enciende un pitillo; con la primera exhalación de humo y vaho, sigue hablando.

- ...a mi me gustaría sentirlo, ¿sabes?... a veces me digo que ese hecho, tan simple, es la razón por la que soy tan buen asesino... exterminador, diría yo. Consigo controlar mis dosis de adrenalina en cantidad suficiente para que mi cabeza no se descontrole y deje de pensar... si estuviera en tu posición, si por prédica divina cambiáramos nuestros papeles en este mismo instante, ya hace tiempo que hubiera asumido mi destino y estaría, más que probablemente, tranquilo y pensando... ¡qué te jodan! Pero esta claro que tú no eres de esa pasta y que el animal que llevas dentro te ha poseído y paraliza tu razón... pero bueno, esto es algo que carece de importancia en este momento ¿no crees?... nada va a cambiar el final del cuento



- ¡Qué te jodan! -acierta a balbucear aquel desecho de mediana edad, con sonrisa balbuceante y apenas perceptible- ¡Qué coño, hijoputa, tienes razón¡... ¡Me cagüen ti y en tos tus putos muertos! – quiere continuar pero no puede; comienza a toser mientras ríe con carcajada entrecortada.


Lucio carga su Beretta, no atiende a rituales y dispara a quemarropa en la frente de Paco Luciérnagas, de profesión contable, de afición desfalcador. Ni siquiera ha terminado su cigarro pero es que nadie se caga en sus muertos, que son suyos y de nadie más.


Nuevamente se queda mirando el horizonte con gesto de pensamiento y cae en la cuenta que esta vez le pudo la adrenalina. Una sonrisa se dibuja en su rostro destensando su gesto: hay que joderse, se dice, mientras tira su cigarrillo sobre el cadáver de Paco.




miércoles, 8 de octubre de 2008

Un oscuro pasajero

Al fondo del vagón, levemente recostado y difuminado por una oscuridad tenue, Lucio fuma con la mirada clavada en la negritud parpadeante de la noche. Las brasas del cigarrillo se avivan con cada calada e iluminan fugaces la comisura de sus labios y la punta de la nariz. Su rostro parpadea con cada haz de luz seca que entra a través de la ventanilla y los ojos se le reflejan fieros sobre el cristal empañado de invierno.

Sus pensamientos andan perdidos en su último trabajo, un ejecutivo de medio pelo que creyó poder llegar hasta lo más alto y que acabó por descubrir, entre las hojas secas de un bosque perdido, que su destino nada tenía que ver con el que había imaginado. Recuerda sus ojos de imprecisión, amoratados y difusos... esa mirada que es patrimonio de todos cuando son conscientes que ya no hay marcha atrás, que todo acaba allí, que da igual que supliquen o no. Una sonrisa aparece en su rostro tras las brasas de la última calada.

En el otro extremo del vagón un muchacho hace arrumacos con la que debe ser su novia. Se llama Juan y él aún no lo sabe pero esas serán las últimas tonterías que haga en este mundo. Dentro de unos minutos, cuando el tren atraviese el túnel que enlaza Chamartin con Atocha, Lucio se levantará, se enfundará sus guantes, sacará la beretta, colocará el silenciador, atravesará el pasillo con lentitud y acribillará a tiros a la feliz pareja. Luego desaparecerá entre la penumbra como un pasajero oscuro que nunca existió.

De Juan sólo conocía el nombre y su rostro sonriente en una fotografía recortada. De ella no sabe nada, pero da lo mismo, la vida es inoportuna en ocasiones. Él hubiera preferido raptarle y someterle a su peculiar juego, enseñarle bajo la sombra de un álamo alguno de los muchos misterios que tiene la vida, antes de darle muerte, consignar el rostro imberbe de aquel muchacho -sus ojos imprecisos- en su particular memoria de los muertos... pero la orden era clara, el asesinato debía ser público y sangriento, un escarmiento que abriese la sección de sucesos de todos los telediarios y periódicos. A veces pasa, se dijo.

El tren abandona Chamartin y se adentra en el túnel con aullido nocturno. El traqueteo hace que el andar de Lucio parezca el de un borracho. Juan levanta el rostro a su paso pero apenas le da tiempo a percatarse del zumbido seco de la primera detonación… y luego más pero esas ya no las escuchará nunca, como tampoco ha escuchado el grito ahogado de la que Lucio supone que era su novia... la vida es tan inoportuna a veces.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Per saecula saeculorum

En vida fui un vago de relumbrón. Tenía la firme convicción de que ser vago era un artística manera de sobrevivir sin demasiadas aspiraciones, algo que al fin y al cabo es lo que hace la mayoría de los mortales con un derroche de energías, en mi opinión, a todas luces excesivo. Para ejercer la vagancia como yo lo hice, durante algo más de noventa y cinco años, sólo se precisa de reconocer en uno mismo ciertas aptitudes innatas y dejar que se desarrollen, a ser posible, solas.

La mayoría de la gente piensa que un vago es un ser en constante estado de inactividad pero se equivocan. Hacer de la vagancia un estilo de vida, disminuir la actividad motora y mental al mínimo imprescindible requiere de cuidada planificación y, en algunos casos, de esfuerzos puntuales que ayuden a alcanzar el supremo objetivo. Para ser un buen vago hay que estar perfectamente integrado en la sociedad y dar la impresión, en todo momento, de que se es uno más. Tener casa, préstamos, familia y un puesto de trabajo es parte del escenario requerido.

La selección del puesto de trabajo adecuado requiere de un cierto esfuerzo si no se quiere echar por tierra el plan trazado. Es de vital importancia que ofrezca posibilidades de diluirse en aras de pasar lo más desapercibido posible, Aparte de la administración pública, que es algo así como el súmmum de la perfección, el lugar ideal es una gran empresa en la que abunden ambiciosos mandos intermedios en lucha permanente por nimiedades tales como ascensos, mejoras salariales o ganarse a los superiores. Tratar de destacar o hablar más de lo estrictamente necesario son errores que hay que evitar a toda costa si se quiere perdurar en el feliz anonimato. No importa que los compañeros te consideren un cero a la izquierda o una persona sin aspiraciones en la vida. Son ellos los que se equivocan y tratar de sacarles de su error requeriría de un esfuerzo que va en contra de los principios de un buen vago, además de ponerlos sobre la pista de secretos que no conviene que conozcan. Como es lógico la suerte juega una baza importante pero si finalmente uno consigue un trabajo en el que sea sencillo pasar desapercibido habrá dado un gran paso en la creación del entorno idóneo y de este modo habrá contribuido de manera definitiva para que las aptitudes innatas, a las que ya he hecho referencia, se desarrollen de un modo óptimo.

Una vez consigues acallar los remordimientos de infamia y llegas al íntimo convencimiento de vivir desocupado es una opción tan válida como deslomarse de sol s sol por unos cuantos euros más, alcanzas la plenitud de espíritu y comienzas atisbar la virtud en tus actos. Yo me consideraba como un asceta que ha renunciado al las luces del éxito y se ha centrado en la consecución del noble objetivo de alimentar el espíritu con lo mínimo imprescindible. ¿No hay acaso virtud en ello?

Además puedo asegurarles que aunque la pereza está catalogada como uno más de los pecados capitales, no es algo que tenga un peso excesivo a la hora de saldar cuentas en el la otra vida. El infierno, tal y como lo concibió la biblia o Dante, no existe. Aquí, simplemente se establecen castas y cada cual paga su Karma –en esto tienen razón los hindúes- Los más afortunados, aquellos que durante sus existencias fueron ejemplo de abnegación y sacrificio, pacen a sus anchas en el paraíso en un estado de felicidad que yo todavía no he alcanzado, si bien tampoco puedo quejarme. A mí me fue encomendado el siempre noble cometido de cuidar de las almas candidas de los pobres mortales. En mi opinión asignar a un vago probado, como fui yo, el trabajo de ángel de la guarda son ganas de joder la marrana porque, entre que somos muchos y difíciles de controlar –esto parece un ministerio- y que yo tengo muy desarrolladas las dotes para el escaqueo, pocos van a ser los que estén seguros bajo mi invisible tutela.

Ahora me encuentro a los pies de la cama del hospital en donde ayer ingresaron a mi nuevo “asignado”. Ya he tenido unos cien desde que la palmé y ninguno a alcanzado los cincuenta - la última fue soprano y no iba mal encaminada pero, en uno de mis múltiples despistes, pereció en un extraño accidente de coche mientras se comía los mocos-. Este es un niño tierno de cuatro años que ayer, durante mi partida habitual partida de mus de los jueves, no se le ocurrió otra cosa que tragarse medio botiquín pensando que eran un cargamento de golosinas. Está rezando con su madre:

-Ángel de la guarda, dulce compañía, no me desampares no de noche, ni de día, si me desamparas, que será de mí, Ángel de la guarda, pide a Dios por mí.

Casi me da pena, en serio, pero no querrán que renuncie a toda una filosofía a estas alturas de mi eternidad, ¿verdad?