miércoles, 15 de julio de 2009

Estela y los elefantes

Estela era, a sus veinticuatro, esbelta como un junco de marisma. Tenía la piel del color de las aceitunas y los ojos de un felino a la caza. Cuando te lanzaba una mirada, desde la misma distancia sideral desde la que lo hacen las diosas mitológicas, pareciera como si te atravesara, de lado a lado del pecho, todo un iceberg. Pero, ¡ay!, todo cambiaba cuando te dedicaba una de sus sonrisas. Era como si el cielo redentor se abriera en mitad de su oscuro rostro, como si el mismo Dios te hubiese posado una de sus manos protectoras sobre el hombro.

Era una aspirante a actriz, una joven descocada que creía haber nacido de la pata de Buda, que pensaba que por el hecho de estar más buena que el chocolate caliente la vida se iba a abrir de patas para ella. Estaba convencida de que el mundo le tenía preparado un futuro deslumbrante como chica Almodóvar. Se veía como la nueva Carmen Maura o algo así. Acudía puntualmente a todos los casting soñando con esa oportunidad que por fin la sacara del trabajo de dependienta en la tienda de ultramarinos de tío Manolo, perdida en mitad del barrio de Usera. Era, sin duda, un escenario de lo más almodovariano.

Yo no era más que el repartidor, el último mono, el primer escalón de una corta escalera que comenzaba en mí, pasaba por Estela y terminaba en su tío, dueño y señor del reino en el que me toco trasegar durante aquel verano de 1984, el mismo en el cumplí dieciséis años y me hice hombre.

Estela, no quiero engañarles, era también algo cazurra. No era culpa suya, era simplemente que no tenía demasiadas luces. Siempre se equivocaba con las facturas y los clientes, que ya la conocían, la engañaban siempre que tenían oportunidad. Bastaba con distraerla con algo de charla, haciéndola hablar de si misma y de su prometedor futuro como nueva diva de la escena cinematográfica española, para que se le fuera el santo al cielo y se equivocara en veinte o veinticinco pesetas en una cuenta de cien. A mí aquello me parecía entonces de lo más sexi, era como un añadido de fiereza --o de animalidad, como ustedes prefieran-- que me resultaba irresistible; como sus ojos, su sonrisa y esos pechos generosos que marcaban un pezón grande y oscuro a través de cualquiera de los breves y vaporosos vestidos que gastaba en los meses de calor inclemente.

Recuerdo con nitidez eréctil sus bragas de algodón, culminación perfecta de unas piernas en apariencia infinitas, pegadas por el sudor, marcando con irreverencia la raja del culo, cuando encaramada a unas escaleras se dedicaba a colocar el género en los estantes superiores. Lo hacía con tanto esmero que ni siquiera reparaba en mi mirada lasciva cuando me colocaba justo debajo para ayudarla en su faena. O quizás sí lo hiciera y no le importara lo más mínimo. Al fin y al cabo yo era un muchacho bien formado con un irresistible olor a feromona adolescente y ella, si bien no le faltaban pretendientes en el barrio, me había dedicado desde siempre miradas de hielo y sonrisas de fuego, alternativamente, como le gusta hacer a las mujeres que tratan de desconcertarle a uno.

Una tarde de finales de agosto, cuando ya quedaba poco para que yo comenzara mis clases en el instituto y dejara mi eventul ocupación como repartidor, al ir a ayudarla a bajar la persiana metálica de la tienda, pude rozar su mano. Noté como se estremecía y nos quedamos frente a frente, sudorosos y sin decir palabra. Fueron unos segundos que parecieron prolongarse en nuestras miradas y en los que yo, dada mi inexperiencia de púber, no supe qué hacer. Sólo acerté a permanecer, quieto como una columna, con los brazos pegados al cuerpo mientras un ligero jadeo iba subiendo desde el mismo centro del deseo que había acumulado durante aquel bochornoso estío. Fue ella quien cogió mi mano y la acercó hasta su pecho. La agarré entonces por la nuca, como había visto que hacían los chicos duros en las películas, y comencé a besarla sin dejar de agarrar su teta, masajeándola como se hace con la masa fresca del pan. Notaba como mi polla, que era una trompa desbocada, luchaba por escapar del slip y presionaba con firmeza marcial contra su pubis. Recorrimos en nuestro beso toda la tienda, chocando como una manada de elefantes contra todos estantes que se interponían a nuestro paso irracional, tirando con cada golpe todo cuanto contenían. ¡Ay!, gritaba ella con cada embestida elefantina, no sé si de placer o porque sabía que luego le tocaría recoger todo. Pero no podíamos parar. Le arranqué las bragas de un tirón, la cogí por el culo y la subí al mostrador. Abrí sus piernas y pude, por fin, ver su coño, negro y tupido y muy rizado, como tantas veces lo hube imaginado en la soledad de mi dormitorio. La penetré sin sutilezas, un espadazo, directo y profundo, al centro de su húmedo deseo. Sentí su estremecimiento con cada arremetida. Escuché como su gemido ahogado acabó por convertirse en grito agudo e irreprimible. No duró mucho, apenas diez o doce embestidas, pero lo recuerdo como el mejor polvo que jamás he echado. Juraría que ella quedó plenamente satisfecha pero como en los días siguientes, muy a mi pesar, no volvimos a hablar del tema, nunca podré saberlo. Desde aquella tarde y hasta que emigré del barrio, en busca de mejores horizontes, ya sólo me dedicó miradas de iceberg.

Hace poco regresé al barrio para visitar a mi madre. La vieja tienda de ultramarinos de Manolo hace tiempo que cerró; abrieron un Hipercor justo al lado y eso acabó con la tienda y con Manolo. Bajé allí a comprar unos garbanzos para que mi madre me preparara uno de sus exquisitos cocidos y pude ver a Estela, después de tantos años. Estaba sentada en una de las cajas, pasando los artículos por el escáner con cara de aburrimiento. Tenía el pelo recogido en un moño inverosímil y se lo había teñido de rubio. La vejez había comenzado a nublar su rostro y trataba de disimularlo con varios kilos de maquillaje. Me miró y volvió a sus quehaceres, con cara de resignación. No me reconoció, de eso estoy seguro, es algo que se nota. Sentí el impulso de acercarme a preguntarle si gozó aquel a día, si el mejor polvo de mi vida significó algo para ella, pero finalmente me eché atrás. Supongo que fue porque prefiero guardar aquel momento en mi memoria tal y como se lo he contado, sin capítulos añadidos que lo enturbien. Además, su mirada ya no era la de un felino a la caza sino la de un animal de carga sepultado por la vida.

jueves, 9 de julio de 2009

El extraño caso de Tomasito

Tenía los brazos delgados y elásticos como un junco de marisma. Su padre siempre hizo bromas de ellos. Solía decirle que parecía un gorila que en su andar los arrastra. A Tomasito nunca le afectó aquella broma fruto de la ignorancia bestial de su progenitor. Él, que había ido comprando puntualmente y con devoción todas las fichas de animales de la colección de Planeta de Agostini en el quiosco de su pueblo, sabía de sobra que el gorila tenía unos brazos fuertes y gruesos; largos, eso sí, pero nada que ver con los suyos, que eran finos y elásticos. Los de él eran apéndices alargados como alas de águila imperial, majestuoso animal, rey de los cielos.

Comenzó a trabajar bien joven y siempre le gustó quejarse de lo dura que era la mina.

-Es lo que hay, hijo -solía decirle su padre con la voz en un hilo -yo ya no estoy para trabajar que ya se me jodieron los pulmones y alguien tiene que traer la comida al plato.

Quería estudiar. Sé de primera mano, porque fuimos compañeros de pupitre algunos años, que le gustaba la escuela; no como a la mayoría de nosotros, que pensábamos que aquello no servía para nada. Le ponía pasión y esfuerzo y aunque no tenía demasiadas luces, conseguía aprobar con buena nota todas las asignaturas. Un buen día ya no apareció más por la escuela.No nos resultó extraño porque entonces aquello era algo normal. Los chicos dejaban sus estudios sin más y comenzaban a trabajar. No existía transición entre la infancia y la edad adulta, no existía lo que ahora conocemos como adolescencia. De un día para otro uno dejaba de ser un alegre muchacho despreocupado para convertirse en minero o pastor o pescador, sin más. Se le seguía viendo por el pueblo, aunque cada vez cn menos frecuencia. Vivia con su padre en una casona semiderruida a las afueras y era raro que bajara a alternar a los bares. Acudía, eso sí, puntualmente a todas las proyecciones que se programaban en la plaza del pueblo en los días de verano. Se le podía ver comiendo pipas, sin perder ojo de todo lo que sucedía en la pantalla. Cuando acababa la sesión doble desaparecía en la oscuridad como un espectro. En realidad así es como le llamábamos los mozos del pueblo: el espectro. Y es que Tomasito hablaba poco con la gente. Era un muchacho melancólico, huidizo y solitario, sobre todo desde que murió su madre, de manera inopinada, cuando él apenas contaba los diez años.

Tenía extrañas aficiones. Todas las tardes, de regreso a casa desde la mina, bordeaba caminando el acantilado que, cortado a pico sobre el mar de sus ancestros, parecía invitarle a un vuelo rasante. A mitad de camino había un saliente. Sólo tenía que escalar un poco. Yo, que probé a subir en alguna ocasión puedo decirles que la sensación, cuando uno se encontraba en lo más alto era impresionante: parecía que el suelo desapareciera bajo los pies y se podía sentir cómo el cosquilleo del vértigo colonizaba desde la planta de los pies hasta la punta de los dedos de las manos mientras el viento preñado de salitre golpeaba la cara.

Así que imagino que Tomasito sentiría algo parecido cuando llegado al borde extendía los brazos y comenzaba a batirlos arriba y abajo, simulando el vuelo de un ave. Estrechaba mucho los ojos, fruncía el ceño y arrugaba los labios como si fuera a silbar, pero sólo emitía un leve susurro, como de viento. Durante algunos minutos permanecía en pie y dejaba que su mente se escapara a otro lugar, a alguno de esas ciudades que sólo pudo ver en las pantallas del cine de verano; algún sitio alejado, muy alejado de allí, quizás Nueva York o Chicago o Casablanca o París, daba lo mismo. Esto lo supongo porque las pocas veces que hablaba con él solía colarme siempre misma frase:

- ¿Sabes, Paco?, llegará el día en que vuele lejos de aquí. Estoy hasta los mismos cojones de esta mierda de pueblo.

Al principio de comenzar con su ritual diario se imaginaba águila, por aquello de que a él le parecía el animal más perfecto que la naturaleza hubo creado. Pero después de ver Casablanca ya sólo quiso ser piloto. Tenía grabada esa última escena, esa en la que la realidad puede con el amor (o quizás sea al revés, ya dudo) pero no era eso lo que a él le importaba. Él solo tuvo ojos para el artefacto que, detrás de los protagonistas, comenzaba a mover sus hélices para después despegar con la desesperanza en sus entrañas. Fue entonces cuando dejó de emitir el sonido del viento y paso a, mediante el vibrar de sus labios, a simular el sonido de un biplano. De vez en cuando interrumpía el sonido del motor y solicitaba instrucciones por radio a la torre de control.

-Vuelo 505 aproximándose a pista. Brrrrrrrrrrr. Pip. Espero instrucciones para iniciar maniobra de aterrizaje. Brrrrrrrrrrr. Pip.

Tomasito desapareció una tarde de invierno y mar embravecido. No volvimos a saber nada de él. Hay quien dice, los más supersticiosos, que se lo llevó la Güestia; otros que se marchó a cumplir el sueño de casi todos y que emigró a las Américas, sin decir palabra pues así era él. Yo tampoco sé que pudo sucederle. Si he de ser completamente sincero les diré que yo le vi una sola vez batiendo los brazos y hablando con la torre de control, encaramado en su roca, la misma desde la que escribo estas palabras pensando que quizás no fuera tan torpe, ni tan extraño como pensaba.

El día en que le ví, él ni siquiera reparó en mi presencia, concentrado como estaba en su vuelo imaginario. No le llegué a preguntar por aquello ni tampoco conté nada a los paisanos. Tomasito me caía bien a pesar de que apenas le traté y nunca quise que le tomaran por loco. Así que sé, porque una vez lo ví, que gustaba de hacer excentricidades como la que les he contado pero casi todo lo demás lo imaginé para ustedes. Del mismo modo que quiero imaginar que lo que realmente le sucedió a Tomasito es que finalmente la torre de control autorizó la maniobra de aterrizaje para el vuelo 505.