jueves, 29 de noviembre de 2007

Sobre cerdos, casualidades y causalidades II

Continuamos viaje de milagro o quizás no tanto, juzguen ustedes. Parece ser que Chicago sucumbía bajo una tormenta de dimensiones apocalípticas. Este detalle carecería de la más mínima importancia de no ser porque nuestro vuelo hacía Denver partía desde allí y el susodicho fenómeno lo había retrasado cinco horas. Este tipo de detalles suelen cabrear bastante al viajero al que no le queda más remedio que resignarse y esperar a que la tempestad, nunca mejor dicho, amaine. El caso es que cuando viajas como responsable de un grupo, como era mi caso, tu labor fundamental consiste en solucionar los marrones que vayan presentándose a lo largo del itinerario. En estos casos, además de cagarte en la puta, te entra a ti mismo una especie de cangelo indescriptible, una especie de escalofrío que va subiendo desde el mismísimo recto directo al cerebro, lo embota, y regresa, el muy hijodeputa, para quedarse agarrado en garganta y estomago.

La situación en cuestión era más o menos la siguiente: Yo, en el mismo centro del culo del mundo, es decir Death Moines, con unos cincuenta veterinarios, recién salidos de unas conferencias sobre cerdos, deseosos de llegar a Las Vegas para cogerse un pedo mayúsculo y con un panel de información frente a mí en el que me indicaba que el vuelo procedente de Chicago y con destino Denver, lugar de enlace para nuestro definitivo vuelo a Las Vegas, llevaba un retraso de cinco horas, hecho que significaba, de por sí, el peor de los marrones que puede encontrarse ante sí un guía organizador, como era mi caso. El asunto es que ese retraso no significaba llegar más tarde a Las Vegas, significaba directamente no llegar y perder todo el tren del viaje que andaba totalmente ajustado en los tiempos. Significaba tener que buscar un alojamiento en Death Moines para toda la recua, aguantar sus quejas, reorganizar a toda velocidad el resto del viaje y perder a mi cliente, un laboratorio que tenía a bien facturarme unos cuantos milloncejos al año en viajes de características similares al que nos ocupa. Al día siguiente, además, a primera hora estaba prevista la excursión estrella del viaje que consistía en un vuelo en helicóptero sobre el gran cañón con parada incluida en un lugar pintoresco y un rafting posterior por el río colorado partiendo de la presa Hoover. Y yo con el cerebro embotado sin poder pensar con demasiada soltura o, por lo menos, no con toda la necesaria en estos casos.

La providencia es lo único que te queda en estos casos cuando el hecho te sucede en lugares como España, India, Zimbabwe, República Dominicana, Cuba o cualquiera otro de esos lugares en donde impera el “no dejes para mañana lo que puedas hacer pasado mañana”. Pero amigos, estábamos en USA, territorio forjado sobre el sudor y las lágrimas de sufridos colonos para los que el marrón que a mí me acuciaba no era más que una gilipollez en comparación con todo lo que tuvieron que pasar durante la conquista del salvaje oeste. Tras informar a la encargada de la compañía aérea, más que informar de rogar en todas las posturas imaginables, se puso en marcha la implacable maquinaria americana y comenzaron a aparecer personal de la compañía, policías y maleteros. Como el retraso había afectado a todos los vuelos procedentes de Chicago, tomaron la decisión inmediata de parar el anterior vuelo que se estaba preparando para despegar y hacerlo esperar en pista hasta que la legión que había salido de no se sabe muy bien donde facturó y revisó (uno a uno) todos nuestros equipajes. Cuando una hora más tarde embarcamos en el vuelo que pacientemente había esperado, incrementando su ya importante retraso, el pasaje presente nos ovacionó con cierta sorna. Pero a mí eso… ya me daba igual. Un alivio repentino recorrió mi espina dorsal cuando ocupe mi asiento después de comprobar, como buen pastor, que ninguno de los de mi recua se me había despistado. No pudimos evitar, en cualquier caso, perder nuestro enlace en Denver pero ese ya era un problema menor porque aquella adorable muchacha, angel salvador a la que siempre tendré presente en mis oraciones, se había encargado de reservarnos, facturarnos y proveernos de tarjetas de embarque para el siguiente. El terrible marrón de imprevisibles consecuencias había acabado por convertirse en un simple retraso en nuestra hora de llegada a Las Vegas… y así continuó nuestro periplo por tierras americanas. God Bless America... even in Iowa.




domingo, 25 de noviembre de 2007

Capitulo III

Era delgada y liviana, casi etérea, nadie podía imaginar que tras aquel cuerpo se escondían tanta determinación y arrojo. Sus ojos verdes, casi transparentes, heredados de una madre que no llegó nunca a conocer, escondían el secreto y desvelaban el arcano a todo aquel que se detuviera a mirarlos. Escondían fuego en su interior, esperanza del que sabe que nada está escrito y que la suerte la labra uno a cada paso, sin más concesiones que las que uno quiera darse a sí mismo. Era escueta, escueta y firme como un poema redondo, como un verso perfecto que vuela en el aire y es recogido por una musa que, traviesa y caprichosa, lo acerca sólo al que ella ha elegido. Pocos se fijaban en ella porque pocos eran los que tenían la capacidad para apreciar en ella a una de esas mujeres que, a poco que se lo propongan, son capaces de cambiar toda una vida. Ni siquiera era ella conocedora de ese poder porque se movía en un mundo tan vaporoso, tan inasible, que nunca ningún hombre tuvo la oportunidad de llegar a tocarlo, siquiera intuirlo; nadie encontró nunca el camino que recorría desde sus ojos hasta la comprensión de su alma plagada de profundas cicatrices.

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Se llamaba Julia, era una mujer de carácter resoluto a la que la vida, en el inexorable avance de sus apenas treinta años, había pegado más patadas de la cuenta; la había cogido, como cuando un toro embiste furioso y la había volteado como a un pelele invertebrado; sola, arropada en un cuerpo frágil y un carácter irreductible, expuesta a los arreones y a las cornadas del destino inexplicable que no estaba escrito, que no podía estar escrito, había transitado su existencia sin apenas quejas, siempre con la mirada fija en el horizonte sin otra preocupación que la de sobrevivir. No parecían importarle las cicatrices que adornaban su alma, profundas brechas que habrían devorado al más común de los mortales pero no a ella, implacable con el destino, inasequible a la desesperación o la autocompasión, soñando cada día en la mañana en que se levantara y la tormenta hubiese amainado; que apareciera ante si un mar en calma donde poder por fin ser ella quien manejara el timón de su barco y no estar sometida a las arbitrariedades de un océano de aguas embravecidas que no concedían tregua.

Aquella madrugada de frío intenso, de viento helado que corta hasta el alma, había cogido el tren, igual que cada noche durante los últimos tres años, en dirección a su trabajo como limpiadora en varias oficinas. Viajaba siempre, en el primer tren que salía de Cercedilla, a horas sólo aptas para insomnes, desesperados o gente de mal vivir; no le quedaba más remedio porque tenía que recorrer cinco despachos situados en diferentes lugares de la extensa geografía de Madrid y debían estar arreglados antes de las nueve de la mañana. Su jefe, ese viejo verde que se insinuaba y la magreaba vulgarmente cada vez que la veía, no permitía quejas de los clientes y, a pesar de pagar una auténtica miseria, exigía siempre bajo la amenaza del despido fulminante, un trabajo bien hecho. No había bajas, ni días libres, ni posibilidad alguna de elevar una protesta. Se consideraba, Julia, una esclava moderna, que cotiza y vota, pero poco más; ostentaba los grandes derechos de un ciudadano del democrático siglo XX pero carecía de las más mínimas garantías de subsistencia, ataba como estaba a un empleo precario y las deudas que hubo heredado y que el banco exigía imperturbable cada principio de mes.

A pesar de que desde bien joven sólo pudo encontrar empleo en trabajos embrutecedores, de que apenas tuvo posibilidad de aprender a leer y a escribir, aprovechó las largas horas del día que pasaba en el transporte público, y se convirtió en una lectora voraz. Comenzó con novelas tontas, que nada tenían que ver con la realidad que ella veía cada día, y poco a poco comenzó a leer casi de todo: desde los clásicos, poesía hasta filosofía pura, lo que más le gustaba. Sentía debilidad por Epicuro, hijo de pobres, hecho a sí mismo, dueño de una filosofía vital que la envolvía y la esperanzaba, que creía en la felicidad. Se repetía constantemente esa cita que memorizó nada más leerla por primera vez: "La necesidad es un mal, pero no hay necesidad alguna de vivir con necesidad". Odiaba, por el contrario, a Schopenhauer, no soportaba, a pesar del perfecto razonamiento sin apenas fisuras que lo sustentaba, no tener control sobre sus actos, carecer de voluntad propia, estar determinada y perpetuada en una vida porque las causas y los azares así lo había decidido. No soportaba que nadie la dijera que tenía que resignarse a su destino. En las tardes más amargas de irredenta soledad, se aferraba a Pessoa, se dejaba arrastrar por su sentimiento expresado en poemas irrepetibles como quien se agarra a un alma gemela; cogía su mano y recorría las calles de una Lisboa que nunca había visitado pero que conocía hasta en el último de sus rincones a través de las palabras de otros, como casi todo lo que conocía. Dibujaba en su imaginación el día en que partiría en un tren nocturno camino de su ciudad soñada, que recorrería sola y melancólica sus estrechas y decadentes calles para llegar hasta la orilla del río a sentarse y recitar suave, como la brisa de una mañana de primavera, “Ven a sentarte conmigo, Lidia, a la orilla del río”.

Con el paso del tiempo y debido a la recurrencia en sus visitas acabo por hacer buenas migas con el bibliotecario de Cercedilla, un viejo de carácter amable y paternal, profesor de filosofía retirado, que la tomó bajo su protección y se encomendó la tarea de cultivar aquella alma que estimó ávida y pulcra. Le recomendaba las mejores lecturas, le explicaba las palabras y conceptos que a ella se le escapaban, le dirigía por un camino de crecimiento personal, fascinado como estaba por su facilidad para aprender y por el interés desmedido que ofrecía a cada explicación a cada palabra pronunciada para ella. Bajo su auspicio de profesor vocacional, le animó a estudiar y obtener el graduado escolar y así poder aspirar a algún trabajo administrativo o poder optar a alguna oposición. Lo consiguió en apenas dos años pero no le sirvió demasiado, no pareció importar a nadie excepto a ella misma y a ese orgulloso maestro improvisado que veía en ella un talento tristemente desperdiciado pero que no perdía la esperanza y que seguía animándola y dándole todo su afecto.

Aquella madrugada de febrero leía algo de Kundera cuando levantó la mirada del libro y vio como aquel tipo elegantemente enfundado en un largo abrigo se quitaba los guantes farfullando y se sentaba al otro lado del vagón vacío antes de clavar sus profundos ojos negros en los suyos. Ninguno lo sabía, porque ninguno creía en destinos ni en casualidades, pero en aquella madrugada, después de que la mirada de Julio Cortés se cruzara con la suya, sus vidas habían quedado inexorablemente entrelazadas, por siempre, o quizás no tanto.

Los Hits de mi vida (I)


Me resulta inevitable ir asociando los capítulos de mi vida a la música que he ido escuchando en cada época. Muchas de esas canciones yacen entre el polvo y el olvido de algún recóndito pasadizo de mi recuerdo; pero el otro día estuve pensando que quizás sería interesante hacer un esfuerzo y tratar de rescatar aquellas canciones que escuché tantas y tantas veces y que en cada entonces significaron mucho para mí. A veces sucede que por vergüenza o por temor a encontrar partes de nosotros que no nos gustan enviamos al olvido aquello que fuimos y que, al fin y al cabo, son parte indiscutible de nuestra historia y por tanto de nosotros mismos. Estoy seguro que cada canción traerá recuerdos y de eso se trata, de reconstruir mi pequeña historia a través de los hits de mi vida. Un ejercicio de introspección al son de acordes casi olvidados.

Comienzo esta serie con mis primeras canciones, las primeras que reconozco como propias y no heredadas. Canciones que poblaron mi adolescencia difícil (¿Cuál no lo es?) plena de rebeldía y en lucha constante en contra de un mundo que no acababa de comprender muy bien y que sentía que me maltrataba porque no me permitía encajar en ningún lugar. En realidad el mundo poco tenía que ver en todo ello y el que no encajaba era yo porque todavía no era capaz de digerir apropiadamente el significado de cada cosa y que pintaba yo en ese lugar en el que me había tocado vivir; me faltaban demasiados datos y la confusión era la reina de mi vida. Al fin y al cabo yo era un chico de familia bien al que gustaba darse una pátina macarra que no le pegaba nada, así que resultaba difícil poder encajar, ni en mi mundo natural, el circulo de niños pera que habitaban mi colegio y mis vacaciones en la sierra de Madrid; ni en el que pretendía encajarme a golpe de martillo y que me veían como a un tonto a las tres tratando inútilmente de ser lo que no era. Porque aunque yo quisiera comprender los problemas del obrero, del suburbial, aunque quisiera ponerme en la piel de Rosendo, dejarme melenas, vestir de negro con fular pantalones de pitillo y zapatillas stan smith; aunque acudiera a todos los conciertos de rock y heavy metal, a discotecas como “el Canci” o Barrabás, a los parques de Moralataz a beber litronas de Mahou y fumar canutos, era muy complicado que llegara a comprender aquel mundo porque yo jamás sufriría los problemas que aquejaban a aquella gente con la que pretendía relacionarme. Mi capacidad para empatizar siempre ha sido grande pero nunca resultó suficiente, como me daría cuenta años más tarde.

De aquella época me quedan indelebles todos los temas de los míticos Leño, que me siguen pareciendo el mejor grupo de Rock que ha habido en este país. Tuvieron una prolífica carrera que luego Rosendo en solitario se encargó de perpetuar. Una de su mejores canciones, a mi entender, es esta, ¡Qué desilusión! (El rock&roll es un arte, ¡qué desilusión!). Y Asfalto, pioneros de lo que se vino a llamar Rock Urbano, y que compusieron temas como este Días de escuela, una auténtica joya (escuchen el bajo, muy de la escuela de Jack Bruce). Dejo muestra de las dos canciones que rayé de tanto escuchar.






martes, 20 de noviembre de 2007

Capitulo II

No era Lucio un tipo de gustos bastos ni gustaba de estridencias, muy al contrario era persona de refinamiento exquisito y a la vez que fue creciendo en su profesión de asesino, también fue cultivando su espíritu, si es que se pudiera decir que alguien como él puede tener alma. Admiraba, por encima de todos, como no, a Nietzche aunque si he de ser riguroso en mi relato tengo que decir que leía todo tipo de literatura: filosofía, novela, ensayo, divulgación científica, todo lo que cayera en sus manos; dedicaba muchas horas a estudiar una de sus pasiones, el arte románico, por el que sentía auténtica debilidad, especialmente por el leonés y palentino; se convirtió en algo más que un pequeño coleccionista y acudía a todas las subastas en las que se pusiera en juego algo que pudiera ser de su interés. Llegó a pagar auténticas fortunas por piezas insólitas y de indudable valor para alguien, que como él, supiera apreciarlas. Acudía con regularidad a exposiciones, conferencias, representaciones teatrales y era, sobre todo, un asiduo a varias tertulias de buena enjundia en la que las consiguió labrar un apreciable círculo de amistades, muy alejado de su entorno de trabajo habitual; gente que nada sabían de sus auténticas artes. Había conseguido crear una fachada casi perfecta, una doble vida imprevisible: se presentaba como un heredero sin oficio, refinado y aristocrático, del que nadie indagaba, más allá de las típicas preguntas de conveniencia, por la procedencia de su dinero ni por sus orígenes porque, en determinados ambientes, como pudo darse cuenta al poco de transitarlos, son cosas que se dan por supuestas.

Una vez alguien quiso meter sus narices más allá de lo que él estimó prudente; un adinerado marchante de arte de carácter rencoroso que no pudo soportar que su mujer le pusiera los cuernos, y que un día, medio enloquecida, confesara a gritos en el rellano de la escalera su infidelidad, ante todo un atónito vecindario, mientras expresaba a voz en cuello sobre lo que ella consideraba o dejaba de considerar un hombre de verdad. Encargó que siguieran a Lucio para sacar algún que otro trapo sucio y realizó algunas pesquisas por su cuenta, sin demasiado éxito. Pero eso no pareció importar demasiado a Lucio y el rencoroso cornudo apareció en su domicilio de la calle Fuencarral con un disparo de Beretta alojado en el cráneo y una convincente nota de suicidio escrita de su puño y letra en la que legaba todas sus posesiones a esa viuda desconsolada que, sin saberlo, había sido el motivo real de su repentina defunción. Pocos días antes había aparecido el cadáver de un afamado inspector privado, que dejó de reportar noticias de manera repentina una tarde de abril, despeñado en el fondo de una cantera, cerca de Alpedrete. Nunca nadie supo que es lo que le había llevado hasta aquel inhóspito paraje ni en que andaba metido, así que cerraron el caso como un mero tropezón, un mal paso en el sitio inadecuado, sin saber que, en el fondo, esto era rigurosamente cierto, pues entró en terrenos que nunca debió haber transitado y encontró la muerte de manera casi accidental.

Además de vicios caros los tenía, como ya he apuntado, extremadamente extravagantes. Entre las mujeres tenia fama de ser gran amante, un potro salvaje al que gustaba ejercer dominio y dolor, siempre medido, siempre el justo para que las mujeres a las que montaba sintieran el placer indigno y sucio que nunca antes habían probado entre las finas sabanas de seda de sus lechos conyugales; mujeres podridas de dinero que buscaban un poco de aventura fuera de la monotonía del matrimonio y que sentían gran excitación al ver como un hombre de verdad les ponían en un lugar en el que nunca antes habían estado, un paradero donde el delirio era el leitmotiv . Se consumían de placer con esposas de cuero frunciendo sus muñecas, con bozales tapando sus bocas, se desencajaban cuando las insultaba groseramente y las hacía sentir, con una fusta trenzada de equitación, la humillación que sienten las furcias con sus clientes más obscenos. Todo era un juego para él, un tablero en el que se sabía desenvolver a la perfección, un teatro dentro del decorado que había creado en su habitación. Las conducía al paroxismo sobre una enorme cama de época restaurada situada frente a un altar que alojaba una auténtica virgen cisterciense del siglo XII que había adquirido ilegalmente al afamado Eric el belga cuando este aún se dedicaba al trapicheo indiscriminado de obras de arte. Su habitación, su lugar de recreo, era el extravagante templo que a él y a ellas, a todas, les conducía hasta el delirio de lo extremo. Le encantaba esnifar largas rayas de coca sobre una reproducción de la majestuosa tabla pintada de Juan de Flandes “La Adoración de los Reyes” apoyada sobre una mujer amordazada y acuclillada que adoptaba forma de mesa de decoración. Una más de sus excentricidades que parecían volver locas a esas mujeres, siempre casadas, las que mayor placer le producían, maduras con buena posición social, dispuestas a ser vejadas frente a imágenes religiosas, a ver como todo su mundo cambiaba radicalmente en el momento en el que entraban en aquella habitación, en aquel templo de salvaje irreverencia. Cuando salían de allí, todavía con la excitación temblando en sienes y muslos, volvía a tratarlas con exquisita galantería, como si nada de todo aquello hubiera pasado aunque se trataba, como todo en él, de una fachada ya que en el intimidad sentía un profundo desprecio por todas aquellas rameras desdichadas capaces de convertirse en meros objetos de humillación sólo porque deseaban, siempre deseaban, introducir algo de novedad en sus aburridas existencias.

En realidad a las únicas mujeres a las que guardaba algún respeto era a las auténticas putas, como lo fue su madre, que en paz descanse. Su padre, un chulo de mierda que no hacía más que drogarse y dar palizas a todos los componentes de su pequeña familia, murió asesinado de varias puñaladas a la salida de un bar infesto mientras meaba en la esquina de un callejón. La policía llegó a barajar a Lucio como un posible candidato pero lo descartaron casi de inmediato por tener tan sólo trece años y no ser excesivamente corpulento. No contaban con que aquel chaval de granos en la cara y un bozo preadolescente cubriéndole el rostro era capaz de cualquier cosa cuando la furia asesina se apoderaba de él.

En otra ocasión, cuando todavía no sabía controlar adecuadamente sus impulsos, asestó a un infeliz yonki, cuya única culpa fue deber más dinero del permitido a la gente inapropiada, más de setenta puñaladas, que son las que llegó a contar el forense antes de cansarse y emitir su informe. Pero poco a poco fue aprendiendo a controlar su furia y fue sofisticando sus sistemas homicidas, introduciendo en todas sus acciones criminales, el terror, buenas dosis de sadismo y algunos elementos de psicología bárbara. Tenía la costumbre de analizar con cautela a sus víctimas días antes de asesinarlas; obtenía datos que le permitieran un conocimiento de posibles puntos débiles en los que luego hurgar impune; siempre había mostrado un interés desmedido por todo lo referente a la resistencia humana, los límites, los extremos, las fronteras. Quería saber hasta dónde era capaz de llegar una persona cuando se la presiona en sus miedos e inseguridades, cuando se le pone ante la muerte inevitable y luego se le hace entrever una pequeña rendija de salvación. Era, en toda regla, un estudio de campo realizado con seres humanos aunque él no los considerara como tales. Se dedicaba, tras cada acción, a consignar en un pequeño cuaderno de notas todas las impresiones y luego contrastaba los datos con los de anteriores asesinatos. Aguardaba paciente el momento de poder volcar sus conclusiones en un libro, al que ya daba forma en su perversa mente criminal y soñaba con que sería un indudable éxito de ventas por el inevitable morbo que despertaría el saber que estaba basado en hechos reales. Pensaba titularlo, “Memorias de un asesino sin escrúpulos” y subtitularlo “De cómo el ser humano es capaz de arrastrase hasta lo más profundo”.

Una vez enfrentó a dos hermanos y consiguió que se mataran ellos mismos; los encerró en una habitación completamente opaca, desnudos y sin alimentos, a la luz de potentes focos. Los observó durante días, vio como se consumían en el delirio y como las notas que les iba pasando hacían más y más mella en su creciente paranoia hasta que no pudieron más y se enzarzaron en una cruel lucha cuerpo a cuerpo de la que sólo uno salió victorioso. Le ofreció al más fuerte una pistola con una sola bala y cerró la puerta tras de él. Al poco pudo escuchar los sollozos desconsolados de culpa y locura… y después la detonación seca. Esta ocasión le resulto especialmente gratificante porque corroboraba de manera contundente su teoría primordial de que el hombre sometido a circunstancias excepcionalmente duras tiende a la regresión, involuciona y acaba siendo presa únicamente de sus instintos más primarios, retorna al ser animal del que proviene, por muy evolucionado que, como ser humano, como homo sapiens, crea encontrarse. Además la policía pasó meses intentando encontrar algún sentido a todo aquello y al final no les quedó más remedio que cerrar el caso sin una explicación convincente. Esto era lo que más le gustaba, enloquecer a los policías, mofarse en su jeta, ver como se rompían el coco y como trabajaban de sol a sol, jodiendo sus familias y sus vidas por cuatro duros de mierda; y él tan campante, como cuando asesinó a su padre mientras meaba en la esquina de un sucio callejón, mirando fijo al policía que le interrogaba y simulando sorpresa ante cada pregunta formulada. Nunca más desde entonces volvió a pisar una comisaría.

Así era Lucio, no puedo describirlo de otra manera porque no hay otra manera posible de describirle. Pocos matices se pueden introducir en la narración de los hechos que preceden a la historia que en realidad quiero contarles y que comienza con nuestro protagonista en el andén de una estación inhóspita y vacía, aterido de frío bajo un cartel inconsolable, en una madrugada gélida como lo es la de cualquier Febrero en la sierra de Madrid.

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lunes, 19 de noviembre de 2007

Capitulo I

En su rostro sereno, muy poco poblado de expresiones, tan sólo destacaban unos ojos negros y profundos como los de un tiburón, espejo que era el perfecto resumen de su rabia, de su ira acumulada durante años de dar muerte; había aprendido a contener los músculos de su cara al mismo tiempo que comenzó a saber hacerlo con sus impulsos naturales, pero sus ojos seguían delatando fiereza y con tan sólo una mirada era capaz de paralizar a una persona de nervios templados, era capaz de transmitir que él no jugaba ni advertía, como el perro que no ladra ni mueve la cola pero que sabes que te arrancará una mano si intentas acariciarlo.

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El viento de aquel febrero soplaba fuerte en la gélida madrugada de la sierra madrileña. Agitaba irreverente el pequeño cartel en el que a duras penas podía leerse Mataespesa; y lo balanceaba siempre apunto de sacarlo del gozne cruel que lo había fijado al mismo poste durante décadas, siempre jugando a maltratar su endeble fisonomía de cartel informativo, sin liberarlo, sin dejar que fuera jubilado en un arrastre final, libre y definitivo, como la hoja seca en el otoño.

A Lucio Cortés poco le importaba aquel insignificante cartel que se agitaba sobre su cabeza. Su figura se erguía solitaria y desencajada en el andén, como lo estaba la noche, aterido de frío, con el pensamiento perdido en la cama caliente que tuvo que abandonar cuando sonó el teléfono en medio de la noche de aquel hotel de carretera al que había acudido a esperar. Y esperó como mejor supo ese momento en el que el teléfono rompió el silencio cortante de la noche invernal en la sierra de Madrid. Una voz ambigua, como casi siempre, sonó al otro lado: “Ya es la hora, el próximo tren es el tuyo”. Colgó sin decir nada, pagó generosamente a la puta que todavía dormitaba la borrachera y enfiló camino de aquella maldita estación en la que el frío parecía haberse tornado perpetuo y en la que el cartel informativo encima de su cabeza no paraba de chirriar, al son de un viento cabrón, como en un quejido de anciano desconsolado que quiere morir y no puede. Pensó en atravesarlo con dos tiros y terminar para siempre con su agonía pero hacía demasiado frío.

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Nunca tuvo Lucio un buen carácter, siempre fue cruel, desalmado como decía su madre, y en su barrio de la periferia madrileña, cercano a poblados de gitanos trapicheros de chabola y mercedes, se crió desde bien joven la fama de violento hijo de puta al que no convenía buscarle las cosquillas con demasiado ahínco. Aquellos gitanos supieron apreciar de inmediato sus cualidades innatas y prefirieron tener al payo de su lado mejor que en contra; además, desde el punto de vista de los negocios, no había nada mejor y más útil que tener cerca a un personaje sin escrúpulos como Lucio, capaz de asesinar sin pestañear, sin ruegos ni preguntas, pim, pam, pum, ya está, la pasta. No tardó demasiado en hacerse un hueco en aquel mundillo subterráneo y en convertirse en asalariado ocasional de prácticamente todas las familias que habitaban los diferentes poblados. Daba lo mismo que hubiera que dar una paliza a alguno porque se retrasara en los pagos, que hubiera que quemar la chabola de algún infeliz o que alguien decidiera que había que liquidar a alguien, Lucio siempre aceptaba gustoso, por desagradable o complicado que fuera; y poco a poco todo aquello acabó por convertirse en el mejor modo de vida posible pero… quería más, anhelaba el día en que pudiera decir adiós definitivamente a su odiado barrio, ese lugar que le traía constantemente al recuerdo lo que era y no quería volver a ser, nunca más.

El haber acabado convirtiéndose en eficiente asesino a sueldo significaba poder costearse sus cada vez más caros y extravagantes vicios, su Aston Martin de colección o el ático con vistas al Retiro; le daba posibilidad de vestir ropa cara, comprar respeto, disfrazarse de algo que no era y frecuentar los restaurantes y locales de copas más en boga, comenzar a codearse, en definitiva, con un mundo para el que se había estado preparando desde años atrás y en el que aprendió a desenvolverse con inusitada rapidez. Fue su habilidad para desenvolverse en ambientes más o menos selectos y una fama en forma de pasado legendario, bien cultivada por él mismo hasta en el más mínimo de los detalles y las mentiras, lo que le permitió dar el salto de las chabolas a las mansiones, a los lofts en Alfonso XII y a los amplios despachos de poderosas vistas y cuidada decoración en la Castellana. A partir de ese momento, su cartera de clientes comenzó paulatinamente a engrosar y la agenda de su teléfono móvil se llenó de nombres de mafiosos, altos ejecutivos, corporaciones multimillonarias y políticos corruptos. Todos tenían su mierda para limpiar, todos necesitaban a alguien como él, que se manchase las manos por ellos, con total discreción. Pagaban con generosamente y sin regatear, extendían flamantes cheques llenos de ceros con total naturalidad. Resultaron ser, sin lugar a dudas, mucho más rentables e interesantes que aquellos gitanos que se conformaban con un mercedes y una antena parabólica encima de una chabola de mierda. Y él observaba, escuchaba, mataba, aprendía y callaba.

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domingo, 18 de noviembre de 2007

La estación Seca - Buenas noches Rose

Noto tu ausencia como un arañazo en el pecho que corto los lazos que ayer sujetaron el mismo sueño.
Se ha marchado el sol, se ha secado el pozo y nuestro joven brote es un tronco hueco y pesado.
He asumido ya que todo aquello se nos fue de las manos, mientras barro del suelo nuestros pedazos.

No puedo evitar sentir mi corazón girando dentro del sumidero; masticando los cristales del espejo donde tu reflejo empaño mi reflejo; de mil cosas rotas hago un puzle nuevo en mi cabeza, algo que me ayude a echar raíces en la estación seca.

Aún asi busco aquel sendero en la luna, respirando el polvo que casi nada cura; ahora si me importan una mierda las palabras bonitas, tus bonitos ojos, son dos bonitos recuerdos, dolorosos.

No puedo evitar sentir mi corazón girando dentro del sumidero, masticando los cristales del espejo donde tu reflejo empaño mi reflejo, de mil cosas rotas, hago un puzle nuevo en mi cabeza, algo que me ayude a echar raíces en la estación seca.




Es de todos conocido lo injusto que es el negocio de la música. Buenas noches Rose es un claro ejemplo de ello. Son, en mi opinión, uno de los mejores grupos que ha habido en el reciente (quizás ya no tanto) panorama musical de este país. Comenzaron cu carrera con un espléndido disco titulado con el nombre del grupo y actuaron en la practica totalidad de los festivales de música independiente, cuando todavía no eran un fenómeno de masas como lo son hoy en día. Se separaron tras editar tres LP's y, en la actualidad, su guitarrista, Ruben, un tipo de indudable talento musical, goza las mieles del éxito en el grupo Pereza que hace una música mucho más digerible y, por tanto, más susceptible de ser promocionada en radios y programas de masivo consumo. Le conozco personalmente y lo cierto es que me alegra mucho que finalmente haya conseguido triunfar dentro del difícil mundo de la música sobre todo teniendo en cuenta que, dentro de lo que cabe, hace una música con cierta consistencia y que su manera de tocar la guitarra (muy a lo Keith Richards, muy rockanrolera) me sigue encantando. Lo triste de todo este asunto es que Buenas noches Rose hacía una música de mucha mejor calidad que la que ahora practican Pereza, una música nacida desde las entrañas y muy poco contaminada desde los despachos de una productora, más interesada siempre en el negocio desde la perspectiva de la industria que desde el de la propia música. No voy a ser yo el que les acuse de ser unos perversores porque hay muchos grupos que no se han dejado pervertir aunque eso les halla costado quedarse en la carretera. Porque en el momento en que la música, como casi todo, se convierte en negocio debe renunciar, ineludiblemente, a determinados parámetros, que la alejan del arte libre. No siempre sucede así pero si en la inmensa mayoría de los casos.

Yo tocaba la guitarra en un grupo, nada interesante, nada más allá de la diversión adolescente. El caso es que compartíamos local con otros de los de que a mí entender son de lo mejor que ha dado el rock and roll de este país, Sex Museum. Compartir significaba que ellos podían disponer del local hasta las cuatro PM, si no recuerdo mal, y nosotros hasta la hora de cierre. Muchas veces acudía antes para poder sentarme en el suelo y ver su ensayo porque eran todo un espectáculo y me dejaban. Me sentaba en el suelo, liaba mi porrito y me quedaba flipando con como aquellos tipos apenas eran conocidos mientras que en las radios de todo el país sonaban grupos ¿musicales? tales como Modestia aparte, Hombres G o los inhumanos. así de injusto es este negocio de la música. Pero a diferencia de otros muchos, Sex Museum no renunció nunca a su esencia y ahí siguen, desde el 85, apenas conocidos pero practicando una música cojonudísima.

jueves, 15 de noviembre de 2007

Sobre cerdos, casualidades y causalidades

No era un viaje de placer, viajaba acompañando a un grupo de veterinarios que habían sido invitados por un poderoso laboratorio en pago por sus inestimables prescripciones. Así funciona la cosa, no vayan a creerse otra cosa. El viaje se componía de tres etapas: Ames (Iowa), Las Vegas y San Francisco.

La primera parada, Ames, cerca de Des Moines, también conocido como Death Moines, quién sabe por qué, era el aparente motor del viaje ya que en este lugar, perdido de la mano de dios, se celebraba por esas fechas una feria que versaba sobre el siempre interesante tema de los cerdos. Los veterinarios daban palmas con las orejas pero lo cierto es que no dejaban de pensar en Las Vegas y en el cacho de pedo que se iban a pillar en cuanto llegaran. Muy probablemente cogerse un pedo en Ames era el equivalente a un suicidio, así que nadie lo intentó y todo el mundo pasó el trámite de la mejor de las formas posibles, serenos y con paciencia.

En Estados Unidos, como es de sobra conocido, todo es a lo bestia, eso quiere decir que si eres veterinario y quieres entorno rural, vacas, cerdos, paja, legumbres o campos de avena, por ejemplo, te vas a Iowa y te das cuenta de inmediato que todo lo que viste antes en tu pueblo era una mariconada comparado con lo que allí se puede observar. Grandes y extensos campos en un clima extremo, un paisaje natural y humano tal y como uno lo pudo haber intuido viendo la siempre maravillosa Una historia verdadera de Lynch, que es la primera que me viene a la cabeza, entre otras cosas por retratar con exactitud impecable los campos de Iowa y, de paso, la América rural y profunda, la que no aparece en ningún póster turístico.

El hotel en el que nos alojamos, y del que yo prácticamente no me moví, se llamaba Country inn & suites. Lo de country es imposible que pueda ser más cierto; lo de suites no dejaba de ser un elemento retórico de esos que tanto gustan por aquellas latitudes; el marketing, ya se sabe, es implacable con los matices y ya que te pones a ello, si haces algo, lo haces bien; y aunque el producto (en forma de inn) esté en el culo del mundo y no vaya a ser utilizado más que por parejas en busca de desfogue ocasional o veterinarios extraviados cumpliendo un trámite, también ocasional, como buen vendedor de sueños debes adornar el nombre con algún que otro elemento que pueda introducir glamour; y así quedas en paz contigo mismo, con el implacable marketing y con Hollywood. Nadie se quejará… ¿alguien vio alguna vez a una pareja furtiva o a algún veterinario quejarse?

Durante los dos días que me tocó pasar en tan glamoroso lugar, acudí a desayunar, comer y cenar siempre al mismo sitio. Me fascinó tanto la primera vez que le puse el ojo encima que ya no quise probar otro. Era el típico local de carretera con ventanales a un amplio parking para unos tres mil coches y en el que sólo había cinco o seis; no faltaban las camareras cuarentonas y yo no podía dejar de imaginarlas, con morbo enfermizo y calenturienta imaginación, follando en la despensa, con la falda subida y el escote entreabierto, entre latas de frijoles y botes de mostaza Heinz. Desayunaba, comía y cenaba, con esa inevitable visión, huevos con patatas y bacon, hamburguesa o filete, cocacola, café infesto y donut o tarta del día. Era como si de repente me hubiese transportado, por azares inciertos del destino, a la mitad de un lugar que sólo hube imaginado a través de otros y que nunca soñé palparlo más allá de una canción o una imagen en una pantalla. Así como hay lugares que cuando los ves en un documental, o una película, o escuchas de ellos en la letra de alguna canción, te dices, “ahí tengo que ir yo”, del mismo modo, yo jamás hubiera imaginado, ni en el más remoto de mis pensamientos, que iba a acabar pasando un par de días de mi existencia en el inhóspito Ames y, mucho menos, liderando un grupo de veterinarios que acudían a una feria porcina, que en realidad les tocaba un pié porque a lo que iban era a pasárselo teta en Las Vegas y San Francisco. Pero así funciona el caprichoso destino.

Voy a confesar algo que también tiene que ver con las caprichosas leyes del azar: Cuando comencé a escribir lo quería hacer sobre la preciosa San Francisco pero, como ya he indicado, todo en este mundo es fruto de la causalidad, la casualidad o una combinación de ambas, y este artículo, tal y como se presenta, surgió cuando me estaba ilustrando para el motivo original, revisando un libro de fotografías de San Francisco, firmado por Peter Lik, que compré en el famoso Pier 39, durante este mismo viaje. Se me ocurrió revisar el libro porque recordé el Rowland, mi garito de copas de cuando vivía en Madrid, escuchando un tema de Thin Lizzy en el blog jam de Ninotchka. Esta asociación de ideas se produjo porque en otro local del mismo muelle compre el poster de Gimme shelter que regalé al Nano (precisamente dueño del Rowland) y que ahora puebla una de sus paredes, todo un honor para mí. Pero ahí no acaba el asunto, el caso es que cuando he empezado a escribir, he querido buscar un punto de inicio más allá de la propia ciudad que pretendía describir y me he remontado al inicio del periplo. Entonces he recordado que ayer leí un artículo de Mad Hatter sobre paletos universales y country, que me gustó bastante, y además andaba escuchando a este tipo que pueden ver y oir a través del reproductor, que aunque es de Toronto, yo lo tengo asociado en mi imaginario a ese paisaje americano que trato de describir. Y así, amigos, es como se comienza queriendo escribir sobre San Francisco y se acaba escribiendo sobre Ames (Iowa).

Otro día, seguiré con el periplo, por hoy ya me he exprimido demasiado la memoria… demasiado, creánme.



miércoles, 7 de noviembre de 2007

I want to hug you

Les recomiendo el disco en su totalidad.




Al ritmo de un tipo como este, cantando este tema, sólo se me ocurren cosas positivas, es como un exorcista del mal royo. Se me comienza a mover el cuerpo, marcando el compás. Alguien podría llamarlo bailar, pero soy un hombre coherente conmigo mismo y no bailo… yo simplemente, en un alarde de benevolencia, me muevo al compás, y me retrotraigo a un estadio de evolución parecido al de un cavernícola por primera vez ante el fuego. Comienzo a hacer extrañas muecas (al compás) y me siento menos aferrado a la tierra, menos presa de mis tonterías cotidianas y más vencido a las ancestrales.

Ya cada vez me pasa menos y es menos intenso que antes…

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Hace unos días terminé “Al sur de la frontera, al oeste del sol” de Haruki Murakami, un tipo interesante, me gustó bastante. Una amiga me recomendó comenzar por este por considerarlo mejor que su más famoso “Tokio blues” y como soy tipo manso y de fácil consejo, lo hice. Me sentí bastante reflejado en muchos de sus pasajes; a pesar de ser, la suya y la mía, culturas tan distantes y distintas, resulta que ambos tenemos parecidas comeduras de tarro; imagino que más propias de la opulencia que de la cultura porque cuando tienes que preocuparte por las habichuelas más de la cuenta, no desperdicias pensamiento en cosas superfluas.

El caso es que el protagonista atraviesa desde la adolescencia hasta la temprana madurez, y nos va contando episodios de su vida a un ritmo suave, a tempo de jazz, compás de pensamiento pausado y atento, plagado de matices, rico en diálogos aparentemente insustanciales. El retrato de insatisfacción que hace a través de este lacónico personaje es demoledor. A pesar de tener todas las necesidades ampliamente cubiertas, de que su vida transcurre como un río arremansado, sin grandes sobresaltos, se las arregla para vivir en constante estado de ansiedad fruto de su perpetua insatisfacción. Y, muy a mi pesar, según fueron transcurriendo los hechos de su vida los fui haciendo míos, hasta que los tuve calados… en mi reflejo.

En un momento dado el personaje, inmerso en tremenda crisis existencial, se da cuenta de que ya no siente la música como antes, que ya no le penetra como le penetraba antes, hasta el último poro… y es verdad… a mí me pasa lo mismo… no es que no sienta los periodos de embriaguez, es que cada vez son menos frecuentes. Probablemente porque cada vez llevo más carga y me resulta más complicado desprenderme de su totalidad cada poco tiempo. La satisfacción que me producirá no me merece el esfuerzo… hay que joderse.


Escapar





Ante la falta de palabras propias... palabras ajenas. ¡Qué bella voz la de esta chica!