jueves, 28 de febrero de 2008

Summertime

Viene a mí como una sucesión plácida de fotografías en color. Una única imagen –o bien debiera decir imaginería- que en realidad son muchas pero que yo, con la paciencia del que sorbe y no traga, del que hace suyos los momentos y los archiva en el compartimento de los sentimientos, he convertido en la sucesión de una sola, tan sólo variada en las figuras centrales de mi particular encuadre, protagonistas y observador que van evolucionando en su edad, verano tras verano.

El paisaje es siempre el mismo, da lo mismo el punto geográfico porque no necesita demasiado, sólo a mi mujer, mi hija, la playa y el mar sereno de una mañana estival. El sol cae oblicuo e impío, calienta la arena que desprende ese espejismo que deforma los contornos y los hace suaves e inconstantes. Azul de mar, pálido dorado de arena ardiente, colores intensos de estío y orilla de olas que transforman su espuma blanca en arena empapada, que se filtran por entre los minúsculos granos, y alimentan ese lugar, al que llegaron a morir, quien sabe tras cuanto tiempo cabalgando sobre la superficie de su creador.

El encuadre: A. y P. de espaldas, sentadas en la orilla, juegan y ríen. En realidad, quizás peque de inexactitud, porque el compartimento que reservé para este sentimiento que ahora, un verano más, ha regresado, se abrió por primera vez cuando P. aún era parte indisoluble de ella: A., con ese perfil de oronda serenidad y los pantalones de aquel peto vaquero enrollados hasta la rodilla, dejaba que las olas mecieran su espuma por entre la punta de sus dedos y, poco a poco penetraba con timidez en el mar entonces calmo, hasta quedar quieta, mirando meditabunda y serena, un horizonte despejado. Yo, sentado en la arena, observaba desde la dulce distancia, con el pensamiento y la vista perdidos en su figura de sosiego que parecía ensamblada, con exactitud de artesano, en aquel escenario de quietud. Dejé entonces que aquel momento me inundara y, con persistencia de humedad que cala hasta el último de los poros de mi esperanza, trajo de su mano este sentimiento que ya se ha vuelto posta imprescindible en la ruta de mi vida.

Ahora las observo, recortadas en la orilla, brillantes los colores, el viento arrecia fuerte y golpea sobre las superficies de la arena y el mar, que se ondulan y se llenan -síncronas- de claros y de sombras, y formulan, en su conjunto, una perfecta ecuación de aleatoria armonía. Así como este, mi sentimiento, que parece enredarse en el viento y jugar con el cabello de P., ensortijado y rebelde, fiel reflejo de su espíritu todavía intacto pero ya definido en primitivo esbozo. Juega con su madre y tienta al mar que todavía la intimida. Incluso en los días en los que está como un plato, se acerca a él con medida precaución y pasos de titubeo desconfiado. Con el miedo dibujado en su rostro, huye de esa ola a la que tiró una piedra, y que parece repeler su agresión, disparando salitre y rugiendo su final. Huye y retorna. Retorna y huye. Paladea cada sensación con avidez de novato, cada sentimiento es único y, si me detengo un rato, casi puedo ver como dibujan, con rapidez, el bosquejo de sus primeros años, su particular memoria de los momentos, esos que todavía es incapaz de catalogar con acierto por resultar todos iguales en viveza e intensidad. Un boceto que sucumbirá al trazo firme en tinta indeleble que es nuestra existencia, sobrepintado en óleo o acuarela, ¿quién lo sabe?, sepultado para siempre bajo capas de coloridos diversos, grises, rosas, verdes y azules, amarillos y dorados. Colores de esplendor y de desazón, de plenitud y de miseria. Colores de vida. Pero ese bosquejo siempre estará ahí, como las llaves en el fondo del mar, como un poso perpetuo que dará sentido a tu cuadro, a tu encuadre.

Quizás, algún día, cuando te leas por entre los restos de una fotografía que tu padre puso hoy en palabras, abras un compartimento para guardar este sentimiento rescatado y a la vez heredado, quizás des una nueva pincelada de color intenso y fugaz. Yo hoy hago tuyo el sentimiento de plenitud que me producís tú y tu madre, jugando y riendo junto a un mar de viveza, encuadradas en una postal que se hizo perpetua y recurrente poco antes de que vieras la luz de nuestro primer verano.






domingo, 24 de febrero de 2008

Cometas en el cielo

Según transcurren los años, según vas acumulando vivencias te vas dando cuenta de que el currículo de cada uno se plaga de aciertos y errores, de tachones y enmiendas. Cuando me detengo y hago resumen de lo que soy, de lo que hice para ser como soy, siempre me digo que cambiaría tal y cual cosa, que desde la experiencia del de ahora no habría hecho esto o aquello tal y como lo hice. Pero lo cierto es que si no lo hubiera hecho como lo hice no sería yo, el que suscribe este pensamiento, sería otro, probablemente pensando en otras bifurcaciones en las que también me equivoque. Creo que lo importante es que en el resumen salga más en el haber que en el debe. Es completamente imposible ser del todo congruente porque cambiamos acorde a nuestras circunstancias en cada momento, porque cada etapa tiene su forma de actuar. Llegado a la madurez me doy cuenta que el mayor logro de ahora es la estabilidad, el asentamiento de mi carácter y mi propia aceptación. Darme cuenta que lo que he forjado hasta ahora me satisface. Es probable que sea mejorable, pero esto no deja de ser una proyección imposible de constatar porque como ya he dicho nuestro camino es el que es y ya poco o nada podemos hacer para cambiarlo. Los resúmenes siempre sirven, siempre que se hagan con un mínimo de perspectiva y pleno de espíritu crítico, sin temor, sin engaños. Un ejercicio complicado, sin duda.

Yo tuve la suerte de que me echaran de la empresa en la que trabajaba. En aquel momento fue todo un drama, algo que me resultaba inexplicable del todo. Por mucho que puse todo mi empeño en buscar las razones a lo que entonces estimaba una tremenda catástrofe, no acaba de encontrar ninguna. Simplemente era porque buscaba el origen en el lugar equivocado. La razón no la pude ver hasta tiempo después, no se trataba de una razón objetiva e inapelable, no tenía nada que ver con Curriculums ni con errores en mi manera de trabajar, en realidad nada tenía que ver con mi valía como empleado. Yo no lo sabía pero necesitaba aquel periodo, que fue periodo de resumen, de crisis personal, de mirarme al espejo con sinceridad para acabar haciendo las paces conmigo mismo. El azar de las causas soplaba a mi favor sin que yo fuera del todo consciente. Lo que entonces creí catástrofe se torno con el paso del tiempo en la suerte de haber podido disfrutar de ese momento, de haber podido frenar y haber podido reflexionar desde el sosiego que me otorgaba el mar imperturbable. No todo fueron rosas y amaneceres pausados, también lo pase mal, tuve muchas comeduras de tarro, me infravaloré, me denosté, me di por acabado, me pregunté cientos de veces que había hecho yo para merecer todo aquello, en que lugar del camino tomé la senda incorrecta… Es lo que tiene ponerse frente al espejo, es lo que tienen las crisis, que son lucha.

Hace unos días terminé la esplendida novela que da título a esta entrada. Un recorrido circular del protagonista desde la infancia hasta la madurez, un resumen al fin y al cabo en el que Amir se pone frente al espejo y se confiesa. Se juzga con dureza, alberga en su alma herida el peso de la culpa y finalmente, a pesar de todo, retorna al origen, a un Afganistán destrozado por los talibanes, un lugar que es el reflejo de su alma atormentada, para acabar encontrando la paz en forma de agridulce redención. El precio de su viaje queda resumido perfectamente a lo largo de la intensa narración en primera persona. Nada es gratis, lo importante es que cuando nuevamente aparece ante ti esa oportunidad que perdiste seas capaz de reconocerla y actuar como crees que debiste hacerlo cuando te equivocaste, en aquel pasado inamovible.

El objetivo de la madurez es acabar consiguiendo, desde la estabilidad que confiere la experiencia, una mayor coherencia porque eso significará que has aprendido esa lección que es tu pasado.

Les dejo uno de los temas de la banda sonora que ha compuesto Alberto Iglesias para la película que se ha filmado, basada en la novela, y que se estrenará en pocos días en España. Alberto Iglesias también ha sido nominado al oscar por esta composición.



sábado, 23 de febrero de 2008

Más de Gregory Colbert

Cuelgo más fotos de Gregory Colbert. Según el indicador de estadisticas mucha gente visita la página buscando sus imágenes. Muchas de las visitas provienen de México; al principio me preguntaba a que era debido semejante tránsito. Mis raquíticas estadísticas se veían de pronto incrementadas de manera considerable. Busqué en algunas páginas de México y averigüé que se programaba na exposición de Colbert en el Zócalo a partir del 18 de enero . Además parece que va a quedarse por algún tiempo en el país a realizar varios reportajes.

El otro día recibí un correo desde argentina en que un internauta de aquellas latitudes me preguntaba dónde había conseguido fotos de tanta calidad de este tipo. Todo terminó de encajar. Le respondí que había recibido una presentación power hace tiempo y que de allí baje la fotos. Le mandé la presentación con el total de fotos y no me contestó... Un poco de educación, por dios, que le mandé una presentación sin chistar y ni siquiera me ha dado usted las gracias. Me imagino que obtuvo su objetivo, ciertamente me la pela, es por dar un poco por saco en esta mierda de noche de sábado.

¿Se llevará Bardem el oscar?. ¡Qué cara de perturbado tiene con esa expresión y ese pelo en la de los Cohen!. Mira que es buen actor... me recuerda tanto a los grandes, a esos que no necesitan más que de su rostro y un primer plano campeón para trasmitirte todo lo necesario, ni una gota más... hasta le perdono que a veces sea tan incongruente, aunque reconozco, que como tipo inteligente que es, (si no lo fuera sería imposible actuar así) tiene un discurso perfectamente matizado y, a veces, puede incluso llegar a dar otra sensación. Me cae bien y mal, a a la vez. Le admiro como actor y como tipo inteligente que es pero me jode que a veces se enmarque en clichés tan evidentes... tan manidos... ¿Defiende lo que cree o en lo que debe creer? ¿Es definitivamente auténtico?. Seguro que la mayoría de ustedes me comprende, seguro que alguna vez les ha pasado lo mismo, sea con Bardem, sea con otro/a. Esto, como comprenderán es hablar por hablar, tontería sideral de puto y solitario sábado por la noche, porque no tengo el placer de conocer en persona al tipo en cuestión. Lo cierto, lo de verdad es que me gustaría que se lo dieran porque es un pedazo de actor y lo demás... no debe importar.

Volviendo al asunto, el caso es que voy a colgar más fotos de Colbert para animar el cotarro y que la gente tenga acceso a ellas en mejor calidad. Y además... merece la pena. Y además, de paso, les pego una charla y también les cuelgo (en plan bonus) otra de Ben Harper, que me está acompañando esta noche y ha vuelto a fecundar un pedazo de trabajo (había empezado a recelar). Suele sucederle cuando se junta con los inocentes criminales. Esta noche, será menos deprimente, me apetece "sexual Healing" y no estás... mal lo llevamos. Ouoouoouo....








domingo, 17 de febrero de 2008

Lifeline

Todos caminamos al borde de algún abismo. Yo conozco bien el mío porque sucedió que hubo una vez en que caí de bruces y rodé hasta el fondo... y allí quedé, malherido y confuso hasta que alguien desplegó una escala desde lo alto e insistió en que aquel no era mi lugar. Trepé y ahora, cada día, lucho por no volver a caer, lucho por tratar de ser feliz con lo poco que tengo, que es mucho porque simplemente es aquello que elegí, o al menos eso creo. En ocasiones me asomo un poco y miro a hurtadillas, sintiendo el vértigo cosquilleando en los pies y el temor anudando la garganta. El solo recuerdo del dolor, del desamparo que se respira en el fondo me hacen mirar de otra manera a lo todo aquello que ahora consigue que mis talones pisen firmes la senda que bordea mi particular precipicio, todas esas pequeñas cosas que sostienen mi cordura, mi equilibrio.

****

Tras haber soltado la pregunta le ha mirado directo a los ojos y ha vuelto a descubrir en su mirada el esquivo momento del engaño. Y ha callado. Como tantas otras veces había callado. Volvía a sentir esa sensación de estúpida e inútil sabiduría, esa misma que experimentaba cada vez que adivinaba que es lo que iba a decir o a hacer antes de que siquiera él mismo lo hubiera pensado o hecho. Podía intuir cada uno de sus actos con la precisión de un relojero.

Desde el sofá del salón donde estaban sentados, con las miradas y los pensamientos fijos en ese televisor siempre encendido y que ahora escupía sin piedad las noticias de las nueve, se podía oír perfectamente a los niños reclamando su cena desde la cocina, al otro lado de la casa. Gritaban y reían ajenos a su íntimo desaliento, ese que le recorría toda la columna hasta caer, como un peso invertebrado, justo entre los omóplatos, justo allí donde la espalda se vuelve nuca, ese sitio donde siempre le había gustado que él le acariciara con la suavidad del amante cuidadoso que un día fue.

Se ha levantado con sentimiento de Atlas, ha arreglado su pelo con la ligereza que da la naturalidad de un gesto mil veces repetido y ha enderezado como ha podido una sonrisa, más cara cada vez, que ya se sabe que no es más que otra mentira en pos de perpetuar la total impostura de una vida que un día creyó poder hacer distinta. Como cuando el río nace bravo y límpido y desconoce que su cauce ya fue trazado mucho tiempo atrás y ahora, que no es más que agua estancada al borde de un remanso, carece de la fuerza para retornar a la corriente.

Así se sentía y así nunca demostraba sentirse, quien sabe por qué, quizás fuera por el temor a expresar abiertamente lo que ella consideraba su fracaso. Lo cierto es que ya no alcanzaba a distinguir si era una cuestión de orgullo o se trataba de mera necesidad de supervivencia. Al fin y al cabo, ¿Qué podría haber más allá de esta vida que le había tocado vivir, más allá de ese remanso alejado de la corriente? ¿No se volvería a encontrar, por mucho que lo intentase, por mucho que pusiese todo su empeño en ello, una y otra vez con lo mismo?... ¿En que momento se rompió la fina seda que les unía? ¿Cuándo abandonaron la lucha, cuando claudicaron a la vida de los otros? Cuando, como por qué, qué, dónde o quién… ya se había formulado todas las preguntas en todos los ordenes posibles y la respuesta siempre era la misma: un remanso de aguas estancadas, de resignación, como lo fue el de su madre y de sus abuelas, de ambas; como lo era el de sus compañeras del trabajo, el de aquella triste mujer que se sentaba todos días frente a ella en el autobús, camino de su trabajo, y con la que nunca le hizo falta cambiar una palabra para saber que pensaba, como era su vida; como lo era el todos aquellos que veían más cerca los días de su vejez que aquellos en los que todo era distinto.

El cariño de sus cuerpos entrecruzados después del coito, eso es lo que ella más anhelaba, la intimidad de un amor desbocado que se cuece entre caricias, risas, impaciencia y temor; todo pintado con trazos gruesos en un collage de colores básicos y resplandecientes; esa excitación nerviosa inducida por la remota posibilidad de despertar a los niños y ser sorprendidos en un acto que uno mismo volvió proscrito; nadie sabe si por vergüenza o porque siempre es más dulce el bocado de una manzana prohibida. Se preguntaba donde quedarían esos momentos cuando ella desapareciera, no estaba segura de que él los tuviera consignados en algún recodo de su memoria, y aunque así fuera, tampoco alcanzaba a imaginar si serían esos recuerdos, los mismos que ella guardaba con mimo en el estante de lo irreproducible. Siempre tuvo la tentación de preguntárselo pero siempre encontraba algún obstáculo momentáneo que conseguía oportunamente retrasar ese momento.

Y ahora, mientras miran a través de ese televisor siempre encendido los cuerpos despedazados de otra gente, que en realidad les importan un carajo, mientras el busto de Matías Prats habla de atentados suicidas e inestabilidad política, antes de mirarle fijo a los ojos, le ha preguntado a bocajarro… ¿Y tú, cuándo dejaste de quererme?






Life is much too short
to sit and wonder
who's gonna make the next move
and will slowly pull you under
when you've always got
something to prove

i don't want to wait a lifetime
yours or mine
can't you see me reaching
for the lifeline

you say that i misheard you
but i think you misspoke
i hear you laugh so loudly
while i patiently await the joke

i don't want to wait a lifetime
not yours
not mine
can't you see me reaching
for the lifeline

it's a crime with only victims
we're all laid out in a row
and it's hardest to listen
to what we already should know

i could hold out for a lifetime
yours or mine
yours and mine
can't you see me reaching for
your lifeline


sábado, 16 de febrero de 2008

Des-variaciones


Veo muy poco la televisión. El hipnótico aparatuelo dejo de serlo para mí hace ya mucho tiempo. Las películas son insufribles con tanto corte publicitario, las series me aburren soberanamente, los reality shows me parecen un basurero de perdedores ansiosos por cobrar una fama (¿realmente importa?) tan instantánea como efímera, las noticias un entretenimiento para el vulgo revestido de aparente rigor, los programas del corazón entraña sangrante… en definitiva pura mierda compitiendo por ser la mejor mierda a la hora de sumar audiencia. Lo terrible del asunto es que haya audiencia, que haya gente que no se haya dado ya de baja del catodismo galopante, como hice yo hace tiempo, tanto tiempo que todavía hablo de tubos catódicos, que reiteren cada noche en su regodeo inmundo mientras se quejan con amargura. A dios rogando y con el mazo dando.

Pero no me voy a autoproclamar dechado de virtud incorruptible, abanderado de pureza. Yo también tengo momentos de debilidad, no vayan a creerse. Hoy por ejemplo, exhausto tras una extenuante semana, he caído derrotado en el sofá, he puesto el cerebro en “off” y el televisor en “on”. ¿Hay mejor lobotomía que un aparatuelo emitiendo un concurso como es “Tú si que vales”? Como suele suceder la trama televisiva iba por su lado y mi cerebro claudicado andaba a lo suyo.

Son las tantas de la mañana y la televisión ha acabado por conseguir que me exilie al ordenador, a una nueva página en blanco, a un nuevo intento por plasmar un pensamiento coherente… y veo que una vez más me estoy escapando por las ramas. Un relevante signo más de mi falta de concreción enfermiza. Sucede como cuando pongo la tele, una cosa me lleva a la otra y así…

La idea era hacer una reflexión sobre la enfermiza competitividad que existe en nuestra sociedad. De cómo la gente es capaz de ponerse en ridículo ante una audiencia de desconocidos, de como hacen insoportables colas de longitud imposible para participar en castings ridículos, de como hacen el ridículo en castings ante jueces insoportables revestidos de gravedad no sé muy bien en virtud de qué, de cómo hay gente que sólo es capaz de ver, en ese trocito de manzana envenenada que es la posible fama, la única salida a una vida vulgar sin darse cuenta de que la vida es vulgar porque ellos, a pesar de que luchen denodadamente por destacarse, por ser diferentes, son vulgares hasta el vómito, que son ellos las que la hacen vulgar y que en las grandes gestas no está la salida, que la salida está dentro de cada uno. Dentro de cada uno, en lo nimio, en lo aparentemente vulgar.

Más o menos era eso lo que venía pensando mi cerebro en “off” mientras mis ojos observaban el ridículo de algunos semejantes.

* De todo lo dicho quedan excluidos los señores de la foto que encabeza

martes, 12 de febrero de 2008

Los Hits de mi vida (III)

Hay tipos que realmente merecen sacar siempre una sonrisa cuando los escuchas, menear la cabeza con la certeza de hay veces en que todo encaja, suavemente, sin disonancia, como un puzzle de armónica perfección. Músicos que parecen hechos a la medida de los momentos más satisfactorios, o quizás sea que su música invita a la satisfacción de los momentos, conducir con la ventanilla del coche abierta, el sol tibio y la brisa suave golpeando mi cara sonriente. Y el paisaje se hace vívido, se despliega al compás de sus acordes, cobrando la verdadera dimensión que hasta entonces había aparecido oculta a mis ojos y a mis pensamientos.

Durante los meses que padecí el paro sin dolor (gracias Levi), meses en los que el girar mi mundo se desaceleró casi de forma instantánea y que, ahora, desde la velocidad excesiva que he vuelto a recobrar intuyo como irrecuperables, descubrí a través de mi hermana a Jack Johnson, un surfero hawaiano metido a músico. Alguien que hoy es signo inequívoco de que aquellos tiempos existieron y que fueron posibles. Me aferro a ellos en momentos de crisis, los acuno y los recobro. Recuerdo con nostalgia los lentos amaneceres desde el ventanal de mi cocina, en mi casa de entonces, en Altea; un enorme ventanal que volcaba su vista sobre un mediterráneo casi siempre tranquilo, que parecía desperezarse, cada mañana, al mismo ritmo al que yo lo hacía. Aunque si lo pienso un poco, es muy probable que fuera al revés, que fuera él, en su casi infinita inmensidad, el que me atrapó y me otorgó el vivir por unos meses dentro de su cadencia imperturbable de profunda gratitud. Un lugar, un tiempo en el que aprendí a disfrutar de otra forma de vivir, de sentir, donde caí en la cuenta de que el tempo puede ser otro, que siempre debiera ser otro, más acorde a lo que somos, o mejor, eso que fuimos y que ya hemos olvidado hace demasiado, demasiado tiempo.

Recobro mis paseos por aquella playa de piedra casi desierta, de olas tímidas, ajena del mundo, inmersa en una enorme bahía que era mía y de mi pensar… sosiego de mis pensamientos. Caminaba hasta llegar al pequeño restaurante vasco en el que me esperaban la sonrisa de Fernando, un buen vino, conversación despreocupada y yantar pausado. Aquel marco de madera que era la puerta por el que penetraba vívido un trozo de mis horizontes imperfectos y yo sentado en un taburete con la copa entre mis manos, observaba el infinito, delante de un enorme barril que hacía las veces de mesa. El rioja comenzaba a surtir sus efectos y Jack Johnson sonaba de fondo haciendo de aquellos momentos lugares indelebles y de obligado retorno cada vez que intuyo el desasosiego. Entonces, cuando creí que mi vida estaba naufragando, no era capaz de darme cuenta de que ese pedazo de mi vida, esos momentos, se acabarían convirtiendo en el tablón del naufrago que soy ahora, salvavidas al que me aferro como a un sueño grato de vigilia matutina. Siempre están ahí cuando creo que ya no puedo soportar más el ritmo ingrato y lacerante que es mi actual devenir, el ritmo del triunfo que no es más que otra mentira más, otra forma de camuflar mi inopinada existencia, que me arrastra por un río que en su fiereza apenas me deja mirar hacia atrás.

Mi triunfo, el de verdad, es ese rioja, un choricito al infierno, una buena charla, tiempo para pensar y Jack sonando de fondo.