jueves, 30 de septiembre de 2010

Premonición

Despiertas y tratas de moverte pero no puedes. Giras la cabeza y observas hasta donde tu cuello permite. Sientes como las fuerzas se te escapan. Ahora ya sabes que no fue un sueño, que tu larga y tortuosa travesía ha finalizado, que el mar que te rodea, sin puertos que se dibujen más allá de la raya de un horizonte discontinuo, es lo último que verás antes de perder la razón.

Las olas de una mar en calma juegan con el cascarón castigado del que fue tu velero, ese que ha sido tu hogar los últimos meses y que ahora, tras la tormenta, perece como tú, con las velas rasgadas, el mástil quebrado y un timón errático, que suena rítmico como un grillo moribundo, apenas a unos metros de ti, lejos de tu alcance. Tienes sed pero nadie acude a mojarte los labios. Es absurdo que siquiera lo pienses pues fuiste tú el que decidiste la aventura de navegar en solitario. El sol, inclemente como un dios cabreado, aparece y desaparece tras la trinquetilla que se mece libre ante tus ojos. El salitre amargo coagula la sangre sobre tus heridas y la piel se tensa tanto que te trae al recuerdo el rostro castigado de los ancianos pescadores que te despidieron, brazo al aire, en las tranquilas aguas de Cabo Verde. Gimes y blasfemas, tus piernas son dos troncos aprisionados por esa pesada carga que es un mástil aún más inútil que ellas. Sientes que las fuerzas se te escapan y regresas a tus sueños intranquilos en los que la tormenta te sorprende y una ola gigante te arrastra por la cubierta como a un pelele minúsculo.

La lluvia te despierta y abres mucho la boca para que el azar de sus gotas calme en algo la sed que sientes, que abrasa tu garganta. Ríes como un loco cuando notas como tu cuerpo se hidrata. Cada gota de agua dulce que moja tus labios es un bálsamo. Ni siquiera sabes donde estás ni cuantos días llevas a la deriva, pero eso es algo que ya no te importa, porque la razón hace tiempo que te abandono y ya sólo te queda como guía un impulso que navega solitario por entre tus neuronas desquiciadas y que te repite, como una falsa letanía: aguanta, Iñaki, aguanta.

Despiertas empapado en sudor, el camarote está intacto y las piernas responden a tus órdenes, sin mástil que las aprisione. Sales a cubierta. El mar está en calma chicha; olfateas el salitre, dejas que la brisa amable te golpee en la cara y sonríes. Oteas el horizonte y tu gesto se congela en una mueca de preocupación. Nubes, oscuras como la piel de los pescadores de Cabo Verde, esos que dejaste atrás hace pocos días, se aproximan a inusual velocidad y el viento arrecia.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Pavel

Han pasado exactamente tres años desde que inició el viaje que le conduciría al lupanar inmundo en el que vive, perdido en mitad de un inhóspito paraje conquense, a la vera de una carretera secundaria que une dos pueblos de lo que nunca había oído hablar antes de llegar allí y de los que no recuerda el nombre.

Tres años pesados como los cuerpos desnudos de los muchos clientes que la cabalgan cada noche mientras ella imposta placer y felicidad. Tres años en los que sus mejores compañeros de viaje han sido las palizas, la píldora del día después y la farlopa que esnifa con vehemencia como único remedio para dejar de sentir, para vaciar su cabeza de pensamiento racional, para adaptar su dañada conciencia a la realidad que la circundaba y que, de otro modo, hubiese sido incapaz de soportar. Justo lo que ellos quieren, un juguete roto con la voluntad anulada, presto a satisfacer los deseos más perversos de una caterva de animales ignorantes que paga por adelantado.

Ya casi no recuerda los días en que la engañaron como a una niña --lo que era-- con la cabeza llena de pájaros y la arrogancia de su belleza todavía intacta. La noche antes del gran viaje, el que cambiaría su vida, la pasó en vela imaginando pasarelas, flashes y portadas de revistas de papel cuché. Fue su último sueño feliz.

Los días y las noches de después --todos y cada uno que la han conducido hasta éste, en que una pequeña tarta con tres velas encima le recuerda que los sueños felices no son una quimera-- son un recuerdo vaporoso que se funde una y otra vez en una lágrima mil veces derramada y la añoranza de esa niñez perdida en su país de origen, ese que ya sólo importa para añadir exotismo al producto que vende: su cuerpo.

Sobre la cama mancillada por el último y salvaje violador de la noche, junto a la tarta de las tres velas, descansa, con el gesto inamovible, el único recuerdo palpable y seguro de un pasado borrado a base de golpes y cruda realidad: su pequeño Pavel, el osito que papá le regaló cuando cumplió los cinco años.