martes, 9 de diciembre de 2008

Recurrencia

Leo acababa de tocar con los nudillos sobre la puerta metálica y esperaba, en mitad de un callejón en penumbra, encogido de frío, a que Berni abriese. Golpeaba rítmicos los pies en el suelo mientras exhalaba aliento vaporoso sobre sus manos enguantadas. Últimamente las cosas no le estaban funcionando muy bien. Había arriesgado demasiado en las últimas partidas. Se encontraba en esa espiral que comienza cuando uno se percata de que ha perdido demasiado y que ya no hay vuelta atrás. La razón se echa entonces a un lado y sólo el azar y la desesperación rigen los actos. Una sola idea ocupaba su mente, como la única salida posible:

-Dar la campanada – repetía para si mismo como una gastada letanía

El pensamiento de que sólo necesitaba ganar lo suficiente como para salir a flote y comenzar de cero, pasó fugaz por su cabeza. No era la primera vez que atravesaba este desierto. Conocía cada uno de sus espejismos y ya no se engañaba; se había repetido demasiadas veces la milonga: sabía de sobra que si el azar volvía a guiarle por el camino correcto, si permitía que ganara aquella noche, pagaría a los prestamistas y seguiría su travesía por aguas plagadas de remolinos, lejos del remanso.

De lo contrario acabaría sus días en algún callejón maloliente, maldiciendo su estupidez. No le asustaban ni el dolor ni la muerte. Lo que le producía temor era su propia imagen, inerte entre contenedores de basura y orines de mendigo, mordisqueado por las ratas. Un cadáver deteriorado y anónimo que nadie reclamará como suyo pues nadie notará su ausencia.

-¿Qué pasa, Leo? ¿A quemar el último cartucho? –la voz aflautada sale desde un agujero cuadrado, grotescamente disimulado sobre la puerta.

-Veo que las noticias vuelan... anda, abre que se me están congelando las pelotas.

-¿Qué quieres, tío?, debes pasta a media ciudad, incluido mi jefe –dijo Berni mientras descorría cerrojos. Asomó entonces su figura encorvada, apenas sí cabía por el marco de la puerta.

Berni era un tipo de aspecto temible pero si charlabas un rato con él llegabas a olvidar que podía partirte el cuello con sólo dos dedos. Podía, incluso resultar afable si uno era capaz de olvidar ese rostro romo, de rasgos difusos, demasiado golpeado por la vida y por oponentes de piernas y puños más rápidos que los suyos.

Leo se llevaba bien con él, procuraba reírle las gracias, aunque no se engañaba, tenía claro que podía hacerle papilla con sólo una insinuación de Tatín, amo y señor de aquel feudo de inmundicia.

-Seguro, Berni, que ya me lo has oído decir un montón de veces, pero noto que esta noche la diosa Fortuna me va a ser proclive.

-Claro, Leo, como no... –Berni no sabía muy bien el significado de proclive, ni tampoco sabía que Fortuna fuera una diosa, si bien no le importaba demasiado. Cerró todos los cerrojos, se sentó en su banqueta, y con la mirada neutra, fija en la pared, añadió –... eso sí, ya puedes ganar.


*****


Despuntaba gélida la mañana cuando Leo salió del tugurio. Inclinó la cabeza hacía atrás y aspiró hondo; dejó que el aire, limpio de frío, le penetrara profundo. Tenía el rostro desencajado de cansancio y farlopa, llevaba más de cincuenta horas jugando sin parar. No había tenido ni una buena mano. Fortuna le había vuelto a dar la espalda, la muy zorra. Supuso que ya se había cansado de sacarle de todos los atolladeros, que ya había agotado su cupo.

No podía pensar con demasiada claridad porque decenas de rostros se colaban en su pensamiento, como fogonazos, y todos decían lo mismo, unos severos, como el de su padre, otros resignados, como el de su ex mujer, otros entre risas borrachas, como los de sus ex compañeros de trabajo y alguna que otra puta: “Te lo dijimos” –repetían como martillos neumáticos de mañana cabreada. Y entre todos sólo uno sereno, el de Sara, la última mujer que le supo comprender... tanto que tuvo que abandonarla.

Debía volver a la partida pero algo le detuvo en el último momento. Miró en su cartera. Apenas le quedaban trescientos euros y lo que dieran de sí las tarjetas de crédito, que no sería mucho, mil o mil quinientos más. Salió con paso apresurado del callejón, comprobando cada poco que nadie le seguía. Paró un taxi: “A la estación de Atocha”. Compró un billete hasta Altea, con enlace en Alicante, que pagó con tarjeta. Se alojó en un pequeño hotel que, encaramado en la montaña, ofrecía unas magníficas vistas de la bahía y el pueblo.

-¿Va a quedarse mucho tiempo, señor? –preguntó la recepcionista con marcado acento británico

-Unos días, quizás semanas... no lo sé aún.

-¿Sin equipaje? –preguntó extrañada.

- Así es.

-Necesito que me deje su tarjeta de crédito y que firme aquí.

-¿Podría ser la 205? –preguntó Leo con voz cansada y apenas audible.

-No está disponible, señor, le puedo dar la 204, es justo la de al lado. Son iguales, las vistas también son esplendidas.

-Gracias, estará bien pero… ¿podría avisarme cuando la 205 quede libre? –trató de fingir cordialidad.

-Por supuesto, no hay problema con eso.

-De nuevo gracias –la muchacha sonrió cortés mientras Leo cogía la llave y se dirigía con paso desencajado a su habitación.

Fue en la 205 en donde pasó el último verano con Sara, hacía ya tanto de eso que le pareció que fue otro el que lo vivió… y quizás así fuera pues él ya no se sentía el mismo de entonces.

Fue un impulso, –eterno guía de su desfiladero-, lo que le llevó hasta aquel lugar. Como un perro que acude a morir a la tumba de su amo, él había regresado al único recuerdo benévolo que le quedaba. Descorrió las cortinas, abrió la ventana que daba acceso al balcón y permaneció allí, quieto y mirando el mar embravecido de invierno, durante largo rato. La campana de la iglesia dio las ocho. Luego se acostó y durmió, acunado por las olas y el plácido recuerdo de Sara, durante tres días seguidos.


****


No tardaron demasiado tiempo en localizarle, apenas un par de semanas. Tampoco él había hecho nada para ocultarse. Sin dinero habría sido absurdo intentarlo. Lucio no se cebó con él a pesar de que le pidieron que fuera especialmente “meticuloso e incisivo” con aquel encargo. La puerta estaba abierta y lo encontró sentado en la terraza, fumando un pitillo. Estaba tan absorto en el profundo del mar que pareció no escuchar su nombre. Llevaba la derrota dibujada en el rostro y ni siquiera suplicó una vez. Se limitó a decir: “Haz lo que tengas que hacer”.

No se puede decir que haya algo en este mundo capaz de conmover a Lucio, pero tampoco se puede negar que, en su extraña escala de valores, en lo más alto de su admiración, se encontraban los que no suplican; aquellos que saben aceptar su destino con deportividad o alivio. Y en cierto modo, eso le volvía magnánimo, como a los dioses que marcan caprichosos nuestros designios.

Leo murió de un único disparo en la base del cráneo, mientras respiraba mar, no sin antes dar gracias a la diosa Fortuna, por permitir que muriera allí, enroscado en su recuerdo, y no en un sucio y frío callejón anónimo, a manos del afable Berni.





martes, 2 de diciembre de 2008

A medio camino

Resido en el número 16 de la calle Olvido, justo a medio camino entre la memoria y ninguna parte. Vivo confinado en mi pequeña cámara de paredes oscuras, apenas iluminada por la luz de un candil minúsculo. Escribo día y noche, siempre sobre lo mismo, siempre sobre ese instante en el que nos encontramos a la orilla de un mar en calma: tú estás tumbada sobre mis piernas, contemplando las nubes. Surcan como galeones erráticos un cielo azul intenso de verano. Juegas a dibujar sus formas, como cuando eras una niña. Yo sólo pienso en nosotros, en lo imborrable de este momento. Entorno los ojos y dejo que el sol me golpee tibio.

No pienso en que llegará un día en el que el viento de la vejez me arrastrará al ostracismo, aquí, en el número 16 de la calle Olvido.

Mi nombre es Recuerdo y tú ya sólo existes dentro de mí.

jueves, 13 de noviembre de 2008

2 Ensaimadas

Desde el momento en que nos anunciaron que Claudia, su esposa, había muerto, supe –lo leí en sus ojos gastados de lágrimas- que Gabriel nunca volvería a ser el mismo.

Lo cierto es que intenté, por todos los medios a mi alcance, que Gabriel saliera del remoto lugar en el que sólo existían el dolor y la culpa. Traté de hacerle comprender que debía seguir adelante, que aquello era un bache que se podía superar, que volveríamos a disfrutar de todas esas cosas divertidas que nos gustaba hacer juntos.

Hasta el día en que me di cuenta de que mis palabras eran como peregrinos errantes sin un santuario al que llegar. Y es que Gabriel ya no atendía a las voces de los vivos, por lo menos no a las de aquellos que todavía habitábamos en un mundo de realidad al que él había renunciado sin dar explicaciones… supongo que porque no existían, igual que no existía un camino para mis palabras peregrinas. Se exilió en la soledad de una casa vacía de Claudia y en el alcohol. Se pasaba horas delante del ordenador, navegando por foros y salas de chat, construyendo a través de Internet una vida que no existía más que en su trastornada imaginación. Escribía poemas sin sentido, palabras de desgarro que habían acabado por convertirse en una espiral cuyo vórtice era el abismo.

La última vez que acudí a su casa, seis meses después del entierro de Claudia, tuve que decirle que la empresa había decidido prescindir de sus servicios. Cuando la dirección planteó, en una reunión ordinaria del consejo, el tema de su cese, me sentí tácitamente obligado de ser yo el que le comunicara la noticia. El presidente habló de mandarle un burofax, pero mi ética personal -o eso creía yo- me impedía escabullirme de una obligación que entendía como mía e ineludible. Intentaron, no obstante, persuadirme con argumentos que a mí me parecieron sólo propios de cobardes insensibles. Entendía el despido, entendía que en una gran corporación los buenos sentimientos tienen fecha de caducidad y que allí nadie consiente que un alcohólico, perdedor y sin ganas de vivir, siga cobrando una nómina. La productividad es un término que no admite matices en el mundo de las grandes corporaciones pero, en aquel caso, no se trataba de un frío número sino de mi amigo.

A pesar de que todo indicaba que aquello no podía salir bien, me presenté en su casa una fría mañana de domingo y llamé repetidamente al telefonillo hasta que abrió. Llevaba cuatro meses sin verle -no había aceptado recibirme hasta entonces- pero cuando lo encontré esperando en el rellano de la escalera me pareció que hubieran pasado dos siglos. Yo, que buscaba un remedio desesperado, un acto que lo cambiara todo, había comprado unas ensaimadas en Viena Capellanes, nuestras favoritas; quería hacer un último intento por comunicar con él, apelar a los tiempos en los que todo estaba bien. Todavía no había dejado de sentir que su fracaso se debía a mi prematuro abandono, a mi falta de insistencia, que yo era su último asidero y que le había fallado. Quise imaginar que nos sentaríamos, como tantas otras veces, a desayunar y charlar tranquilamente en la cocina, frente al enorme ventanal que la presidía. Recuerdo que a través de aquella ventana se podía disfrutar de una hermosa vista del parque del Retiro, sobre todo en mañanas soleadas de inverno incipiente, en las que el sol calentaba tibio y el parque aparecía cubierto por las últimas hojas secas del otoño. Ni siquiera llegué a mirar a través de ella porque no pude llegar hasta la cocina.

Me detuve en el rellano de la escalera, estupefacto, y escondí la bolsa de ensaimadas en un bolsillo del abrigo, fue un acto reflejo. Todavía no acierto a entender como se me ocurrió semejante majadería., como pude pensar que iba a arreglar aquello con unas simples ensaimadas. En aquel momento me parecía mentira que Gabriel, siempre impecable, sonriente y cortés, hubiera llegado a semejante estado de deterioro personal. Cuando traspase el umbral y accedí hasta el salón, sentí ganas de vomitar. La estampa general, el conjunto de su figura enfundada en un sucio pijama, desaseado y maloliente, en aquel lugar que fue su hogar, parecía sacada de una novela de Henry Miller. Aquella casa, que fue lugar de luz, decorada con esmero, acogedora… aquel salón al que tantas veces había ido a cenar con mi mujer y con mi hijo, aquel pedazo de mi vida, en el que compartimos tan buenos momentos, parecía un estercolero, una de esas estaciones de autobús infecta y maloliente, plagada de botellas vacías, vómitos y orines de borrachos allá donde se mire. Sentí indignación y pena. Pensé que aquella era la peor de las formas para guardar la memoria de Claudia, aunque, quizás, era eso precisamente lo que Gabriel pretendía: lo más probable es que lo único que buscara era borrarla de su recuerdo… a ella y todo el dolor que traía consigo.

Me ofreció un trago de vodka directamente de su botella, tenía los ojos perdidos en una expresión de imbécil y siquiera daba muestras de saber quien era yo, quien había sido. Armado de mi indignación, de un modo abrupto y rayano en lo desagradable, di cuenta de mi parte en aquella penitencia que me había impuesto. Apenas alcanzó a articular algunas palabras, algo así como que se lo esperaba y que lo entendía y yo ya estaba saliendo por la puerta. Huí despavorido, y sin mirar atrás, aliviado y culpable, tiré la bolsa con las ensaimadas en una papelera del parque. Pensé que todos aquellos que me aconsejaron no ir, tenían razón.

Gabriel desapareció un par de semanas después de mi visita. Vendió su casa y borró su rastro. En estos últimos diez años, he oído todo tipo de rumores -desde que se hizo marinero hasta que dormía bajo un puente- pero cada vez que he intentado seguir su estela he llegado a lugares sin salida.

Anoche tocaron a mi puerta. Cuando abrí no había nadie, sólo una bolsa de papel de Viena Capellanes con dos ensaimadas en su interior. No sé que demonios querrá decir, si significará que me ha perdonado o si simplemente reclama venganza, pero al menos sé que vive... y que recuerda.

viernes, 31 de octubre de 2008

La Mamba

Era fea a rabiar. Me lo había comentado un compañero antes de que entrara por primera vez en su despacho, pero no fui capaz de imaginar que algo así fuera posible hasta que la tuve delante. Recuerdo que estreché su mano y miré a bocajarro a sus ojos, que no se sabía a ciencia cierta, si iban o venían. No les voy a decir que al estar en su presencia uno tuviera ganas de vomitar ni nada por el estilo, no soy amigo de las exageraciones. Simplemente resultaba difícil apreciar su fisonomía sin asombrarse de lo mal colocado que tenía todo.

Ese detalle condujo, en aquella primera reunión, a una situación incomoda ya que cuando me percaté de que el asombro que estaba experimentando podría traspasar más allá de mi pensamiento y adquirir rango de gesto, comencé a comportarme como un auténtico imbécil. Quiero decir, como uno de esos idiotas tipo Jerry Lewis, que llegada una situación no saben muy bien como actuar y se van poniendo más y más nerviosos cada vez, hasta que llegan al punto en que definitivamente parecen auténticos memos. Así de fea era la tía… capaz de descentrar al más templado sólo con su cara, sin esforzarse.

-¿Qué te dije? –preguntó el compañero cuando salí del despacho. Ni siquiera le contesté.

Quizás la mejor terapia hubiera sido soltar una enorme carcajada pero, por desgracia para mí, se trataba de mi jefa y aquel era mi primer día de trabajo. No fue el mejor de los comienzos pero me imagino que estaría acostumbrada a reacciones parecidas porque ni se inmutó ante mis muestras de anormalidad congénita. El ser humano es predecible hasta decir basta y si yo, que me considero hombre de nervios templados, reaccioné así, no quiero imaginar otros casos. Debía estar acostumbrada.

Había accedido a aquel trabajo de pasante, en un prestigioso bufete de Madrid, tras un duro proceso de selección en el que nos hicieron pruebas de todo tipo. Se trataba de una oportunidad para alguien recién licenciado como yo. Tenía un impecable expediente y aquel puesto significaba el espaldarazo necesario. Sólo se trataba de estar dos años trabajando como una animal por una mierda de sueldo y no pensar demasiado en ello. O eso creía yo. En realidad el precio a pagar por el billete al mundo de las buenas oportunidades, fue mayor que eso porque fui a caer en manos de la depravada Mercedes Carvajal, alias La Mamba, en su otra vida.

Como digo, no dio muestras de sorpresa. Quizás porque tenía su venganza preparada desde mucho antes de que yo entrase en su despacho por primera vez. Con el tiempo descubrí que no sólo era fea, sino que era muy capaz de hacerme la vida imposible a pesar de que trabajaba como un cabrón. Además era una depravada sexual. ¡Qué paradoja, ser ninfómana y estar encerrada en semejante envoltorio! Me pregunto si sería así de hijadeputa y estaría así de salida si tuviera un rostro, ya ni digo guapo, pero al menos normal, del montón. Lo suyo parecía una venganza más que una actitud.

Me tenía cogido por los huevos porque, aparte que podía, cuando le viniese en gana, pegarme una patada en el culo sin tener que explicar nada a nadie, era ella quien tenía que escribir las cartas de recomendación al finalizar mis dos años de esclavitud. Sería ella la que daría referencias de mí a todo el que llamara. Tenía en sus manos el veredicto del que dependía mi futuro laboral. Era ella la que decidiría si yo acababa trabajando en algún prestigioso bufete o como asesor jurídico de una empresa familiar de Villaboyullos de Abajo.

Yo era, literalmente, su esclavo.

A La Mamba le gustaba vestirse de cuero y sentir que dominaba todo. Al menos, cuando me encadenaba al potro, enfundada en su traje negro de piel de serpiente y armada con una fusta, tenía el detalle de ponerse una máscara que cubría casi toda su horripilante fisonomía. Aún así, me resultaba muy difícil dejar de imaginar su mirada bizca, que se colaba sin permiso en todos mis amagos de fantasía, destrozándome la libido una y otra vez. Tenía que realizar esfuerzos ímprobos para excitarme ante semejante panorama, lo cual hacía que ella se excitara más, vayan ustedes a saber por qué extraño proceso mental. Lo que está claro es que nos movíamos en polos opuestos en lo que al asunto de sexo respecta. Cuando por fin conseguía mantener mi pene erecto, me cabalgaba y me azotaba con la fusta hasta alcanzar un éxtasis exterminador en el que se ponía a chillar todo tipo de barbaridades obscenas y en su mayoría ofensivas. Era como si se volviera loca de remate, una involución total a sus orígenes africanos. ¿Se lo imaginan? Como digo, un auténtico infierno que ni siquiera Dante hubiese atinado a describir fielmente, que decir yo.

En fin, amigos, que todo en esta vida pasa y yo conseguí atravesar firme (o casi) aquel mar proceloso en que se convirtió mi vida durante aquellos dos años. Apenas me han quedado secuelas, tan sólo alguna que otra pesadilla de vez en cuando, cada vez menos. No se pueden imaginar lo fea que era.

Quizás piensen que perdí mi dignidad en todo aquel asunto, pero yo les aseguro que siempre lo he considerado como una obra de caridad. Es una cuestión de óptica, como casi todo en mi profesión, ¿no creen?

lunes, 20 de octubre de 2008

Un último pitillo antes de partir

En esta habitación de hospital, me vienen al recuerdo los veranos de mi adolescencia, recorriendo España con mi padre, a bordo de un camión destartalado.

Le acompañaba en sus viajes porque él no se podía permitir dejar de hacer sus portes. Mi madre nos abandonó cuando yo todavía era un crío y mis tíos me acogieron en su casa. Durante el curso lectivo hacía una vida de familia normal, mis tíos ejercían de padres y mis primos de hermanos. Nunca me sentí mal, lo cierto es que me educaron como a uno más de sus hijos. En las vacaciones de verano, mientras ellos se iban al pueblo yo me iba a trabajar con mi padre.

- Así matamos dos pájaros de un tiro, David –me dice con la mirada fija en la carretera y el pitillo eterno en la comisura de los labios –aprendes lo duro que es trabajar y pasas algo más de tiempo con tu padre, que te viene bien… es bueno para ti, tú aún no lo sabes pero me lo acabarás agradeciendo, ya verás.

Hace unos días me llamó mi tío Julián para decirme que lo de papá era cuestión de días, que hasta el sacerdote le había dado la extrema unción. Supuse que si había permitido que un representante del clero se acercara a él es que la cosa era más que preocupante. Lo supuse porque hacía varios años que no lo veía, que apenas hablaba con él, y no es infrecuente que la gente cambie de creencia cuando comienza a verle los colmillos a la negra dama. Ahora que le acompaño en su recuerdo de los veranos a bordo del camión, me doy cuenta que ha sido una estupidez suponer que alguien como él fuera a dar su brazo a torcer, ni siquiera con el frío aliento de la muerte soplándole el cogote.

Trabajábamos como mulas, de ciudad en ciudad, transportando casi cualquier cosa, a bordo de un camión anacrónico que aguantaba como un jabato el paso de los años. Como él, que aún permanece en mi retina, joven y vigoroso, aunque ahora lo vea débil y enfermo, postrado y lleno de tubos en la cama de este hospital.

Surcábamos llanuras hasta el horizonte y franqueábamos puertos a través de carreteras de dibujo tembloroso.

Regreso con él hasta una calurosa mañana de agosto: Las ventanillas bajadas y el aire que golpea tórrido en mi cara. Las manos apoyadas en el borde de la ventanilla y mi barbilla sobre ellas. Aspiro hondo el olor de campo y gasolina mientras escucho el bronco ruido de un motor demasiado traqueteado. Suenan coplas en la radio y mi padre canta a pleno pulmón, como siempre que ponen a la Piquer.Detiene el camión en el arcén y me ofrece un pitillo. Nos quedamos fumando en silencio, cada uno con nuestros pensamientos. Señala el cielo y me golpea el brazo:

-Mira David, es un avión… ese llegará antes que nosotros. –exhala el humo de la última calada y me mira sonriente, supongo que mi cara de admiración tiene mucho que ver. Hasta ahora sólo los había visto en las películas que pasan en el cine de mi barrio y me quedo cautivado viendo como aquel pequeño punto surca veloz, suspendido en el cielo raso, dejando una estela de nubes en su cola.

- ¿Dónde llegará, papá? –pregunto mientras lo veo desaparecer en el azul pálido de la tarde.

-Que sé yo hijo, a París, a Roma, a Nueva York, lejos, muy lejos de aquí... –en su rostro se dibuja una sonrisa amarga mientras me acaricia la cabeza y vuelve a perder la mirada en las alturas –...ahora tenemos que continuar, que se nos va a echar la noche encima y aún queda trecho hasta Ávila.

Escucho Nueva York y me viene a la cabeza King Kong, atrapado en lo alto del Empire State Building, con la chica en sus manos y las avionetas disparando hasta darle muerte. Pienso que llegará el día en que sea yo el que cruce el océano a bordo de uno de esos pájaros de hierro, que podré ver y tocar el lugar donde dieron muerte al gorila, subir hasta la terraza del último piso y ver lo que él vio antes de caer al vacío.

-Aterriza, David, ya te lo he dicho mil veces –mi padre me mira entre severo e irónico –todas esas fantasías que tienes en la cabeza son como una carretera a ninguna parte, no te van a a dar de comer en el futuro… el trabajo es lo único que importa, eso y ser honrado, déjate de sueños que esos no te llenan el estómago.

La misma noche de la llamada de mi tío cogí un vuelo desde Nueva York, donde trabajo como agregado cultural en la embajada. He viajado con el temor puesto en que no iba a llegar para despedirme de él y sé que, a pesar de que el tiempo y el espacio se han encargado de distanciarnos, nunca podría perdonármelo. Después de varios años sin pisar Madrid, he llegado a tiempo pero ya no me reconoce: ha transportado su mente hacía un pasado que debe resultar más reconfortante que la realidad de esta habitación en donde lo único que se percibe con claridad es el aroma de la muerte, que flota denso en cada esquina.

Y ahora aquí estamos los dos, viendo atardecer sobre la Sierra de Gredos, aparcados en el arcén, fumándonos un último pitillo, en silencio.

sábado, 11 de octubre de 2008

Ser o no ser

Jadeante avanza por entre los árboles del bosque, sus pies desnudos van dejando rastro de sangre sobre las hojas secas y la nieve incipiente. A trompicones, con ojos desencajados que miran en todas las direcciones y no ven nada, que sólo sienten como el sudor y la sangre, que recorre desde la frente hasta el párpado, les penetra cegándolos.

Corre desesperado como sólo lo puede hacer alguien que huye de la muerte, que ha visto sus fauces y ha podido esquivar una primera embestida, negra y helada como nada nunca antes. Se detiene exhausto. Puede escuchar los pasos crujiendo tranquilos entre las hojas, no muy lejos. Y su risa…


- ¿No ves que no puedes ir a ningún lado, desgraciado? Descalzo, maniatado y medio ciego... hay que joderse... ¿Has llegado a atisbar esperanza o sólo ha sido tu instinto de supervivencia actuando autónomo?... es una gran pregunta, no creas...verás... yo tengo la teoría de que llegadas determinadas circunstancias, como las que nos ocupan... bueno, las que te ocupan a ti, para ser más exactos, decía... en determinadas circunstancias el ser humano deja de lado cualquier atisbo de racionalidad y retorna, inevitablemente, a un estado primigenio que creía olvidado pero que, ¡oh, sorpresa!... anida aletargado en su interior... sólo hace falta una dosis de adrenalina, como la que te ocupa, para despertarlo...


Lucio se queda mirando el horizonte de montañas cubiertas por las primeras nieves del invierno y enciende un pitillo; con la primera exhalación de humo y vaho, sigue hablando.

- ...a mi me gustaría sentirlo, ¿sabes?... a veces me digo que ese hecho, tan simple, es la razón por la que soy tan buen asesino... exterminador, diría yo. Consigo controlar mis dosis de adrenalina en cantidad suficiente para que mi cabeza no se descontrole y deje de pensar... si estuviera en tu posición, si por prédica divina cambiáramos nuestros papeles en este mismo instante, ya hace tiempo que hubiera asumido mi destino y estaría, más que probablemente, tranquilo y pensando... ¡qué te jodan! Pero esta claro que tú no eres de esa pasta y que el animal que llevas dentro te ha poseído y paraliza tu razón... pero bueno, esto es algo que carece de importancia en este momento ¿no crees?... nada va a cambiar el final del cuento



- ¡Qué te jodan! -acierta a balbucear aquel desecho de mediana edad, con sonrisa balbuceante y apenas perceptible- ¡Qué coño, hijoputa, tienes razón¡... ¡Me cagüen ti y en tos tus putos muertos! – quiere continuar pero no puede; comienza a toser mientras ríe con carcajada entrecortada.


Lucio carga su Beretta, no atiende a rituales y dispara a quemarropa en la frente de Paco Luciérnagas, de profesión contable, de afición desfalcador. Ni siquiera ha terminado su cigarro pero es que nadie se caga en sus muertos, que son suyos y de nadie más.


Nuevamente se queda mirando el horizonte con gesto de pensamiento y cae en la cuenta que esta vez le pudo la adrenalina. Una sonrisa se dibuja en su rostro destensando su gesto: hay que joderse, se dice, mientras tira su cigarrillo sobre el cadáver de Paco.




miércoles, 8 de octubre de 2008

Un oscuro pasajero

Al fondo del vagón, levemente recostado y difuminado por una oscuridad tenue, Lucio fuma con la mirada clavada en la negritud parpadeante de la noche. Las brasas del cigarrillo se avivan con cada calada e iluminan fugaces la comisura de sus labios y la punta de la nariz. Su rostro parpadea con cada haz de luz seca que entra a través de la ventanilla y los ojos se le reflejan fieros sobre el cristal empañado de invierno.

Sus pensamientos andan perdidos en su último trabajo, un ejecutivo de medio pelo que creyó poder llegar hasta lo más alto y que acabó por descubrir, entre las hojas secas de un bosque perdido, que su destino nada tenía que ver con el que había imaginado. Recuerda sus ojos de imprecisión, amoratados y difusos... esa mirada que es patrimonio de todos cuando son conscientes que ya no hay marcha atrás, que todo acaba allí, que da igual que supliquen o no. Una sonrisa aparece en su rostro tras las brasas de la última calada.

En el otro extremo del vagón un muchacho hace arrumacos con la que debe ser su novia. Se llama Juan y él aún no lo sabe pero esas serán las últimas tonterías que haga en este mundo. Dentro de unos minutos, cuando el tren atraviese el túnel que enlaza Chamartin con Atocha, Lucio se levantará, se enfundará sus guantes, sacará la beretta, colocará el silenciador, atravesará el pasillo con lentitud y acribillará a tiros a la feliz pareja. Luego desaparecerá entre la penumbra como un pasajero oscuro que nunca existió.

De Juan sólo conocía el nombre y su rostro sonriente en una fotografía recortada. De ella no sabe nada, pero da lo mismo, la vida es inoportuna en ocasiones. Él hubiera preferido raptarle y someterle a su peculiar juego, enseñarle bajo la sombra de un álamo alguno de los muchos misterios que tiene la vida, antes de darle muerte, consignar el rostro imberbe de aquel muchacho -sus ojos imprecisos- en su particular memoria de los muertos... pero la orden era clara, el asesinato debía ser público y sangriento, un escarmiento que abriese la sección de sucesos de todos los telediarios y periódicos. A veces pasa, se dijo.

El tren abandona Chamartin y se adentra en el túnel con aullido nocturno. El traqueteo hace que el andar de Lucio parezca el de un borracho. Juan levanta el rostro a su paso pero apenas le da tiempo a percatarse del zumbido seco de la primera detonación… y luego más pero esas ya no las escuchará nunca, como tampoco ha escuchado el grito ahogado de la que Lucio supone que era su novia... la vida es tan inoportuna a veces.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Per saecula saeculorum

En vida fui un vago de relumbrón. Tenía la firme convicción de que ser vago era un artística manera de sobrevivir sin demasiadas aspiraciones, algo que al fin y al cabo es lo que hace la mayoría de los mortales con un derroche de energías, en mi opinión, a todas luces excesivo. Para ejercer la vagancia como yo lo hice, durante algo más de noventa y cinco años, sólo se precisa de reconocer en uno mismo ciertas aptitudes innatas y dejar que se desarrollen, a ser posible, solas.

La mayoría de la gente piensa que un vago es un ser en constante estado de inactividad pero se equivocan. Hacer de la vagancia un estilo de vida, disminuir la actividad motora y mental al mínimo imprescindible requiere de cuidada planificación y, en algunos casos, de esfuerzos puntuales que ayuden a alcanzar el supremo objetivo. Para ser un buen vago hay que estar perfectamente integrado en la sociedad y dar la impresión, en todo momento, de que se es uno más. Tener casa, préstamos, familia y un puesto de trabajo es parte del escenario requerido.

La selección del puesto de trabajo adecuado requiere de un cierto esfuerzo si no se quiere echar por tierra el plan trazado. Es de vital importancia que ofrezca posibilidades de diluirse en aras de pasar lo más desapercibido posible, Aparte de la administración pública, que es algo así como el súmmum de la perfección, el lugar ideal es una gran empresa en la que abunden ambiciosos mandos intermedios en lucha permanente por nimiedades tales como ascensos, mejoras salariales o ganarse a los superiores. Tratar de destacar o hablar más de lo estrictamente necesario son errores que hay que evitar a toda costa si se quiere perdurar en el feliz anonimato. No importa que los compañeros te consideren un cero a la izquierda o una persona sin aspiraciones en la vida. Son ellos los que se equivocan y tratar de sacarles de su error requeriría de un esfuerzo que va en contra de los principios de un buen vago, además de ponerlos sobre la pista de secretos que no conviene que conozcan. Como es lógico la suerte juega una baza importante pero si finalmente uno consigue un trabajo en el que sea sencillo pasar desapercibido habrá dado un gran paso en la creación del entorno idóneo y de este modo habrá contribuido de manera definitiva para que las aptitudes innatas, a las que ya he hecho referencia, se desarrollen de un modo óptimo.

Una vez consigues acallar los remordimientos de infamia y llegas al íntimo convencimiento de vivir desocupado es una opción tan válida como deslomarse de sol s sol por unos cuantos euros más, alcanzas la plenitud de espíritu y comienzas atisbar la virtud en tus actos. Yo me consideraba como un asceta que ha renunciado al las luces del éxito y se ha centrado en la consecución del noble objetivo de alimentar el espíritu con lo mínimo imprescindible. ¿No hay acaso virtud en ello?

Además puedo asegurarles que aunque la pereza está catalogada como uno más de los pecados capitales, no es algo que tenga un peso excesivo a la hora de saldar cuentas en el la otra vida. El infierno, tal y como lo concibió la biblia o Dante, no existe. Aquí, simplemente se establecen castas y cada cual paga su Karma –en esto tienen razón los hindúes- Los más afortunados, aquellos que durante sus existencias fueron ejemplo de abnegación y sacrificio, pacen a sus anchas en el paraíso en un estado de felicidad que yo todavía no he alcanzado, si bien tampoco puedo quejarme. A mí me fue encomendado el siempre noble cometido de cuidar de las almas candidas de los pobres mortales. En mi opinión asignar a un vago probado, como fui yo, el trabajo de ángel de la guarda son ganas de joder la marrana porque, entre que somos muchos y difíciles de controlar –esto parece un ministerio- y que yo tengo muy desarrolladas las dotes para el escaqueo, pocos van a ser los que estén seguros bajo mi invisible tutela.

Ahora me encuentro a los pies de la cama del hospital en donde ayer ingresaron a mi nuevo “asignado”. Ya he tenido unos cien desde que la palmé y ninguno a alcanzado los cincuenta - la última fue soprano y no iba mal encaminada pero, en uno de mis múltiples despistes, pereció en un extraño accidente de coche mientras se comía los mocos-. Este es un niño tierno de cuatro años que ayer, durante mi partida habitual partida de mus de los jueves, no se le ocurrió otra cosa que tragarse medio botiquín pensando que eran un cargamento de golosinas. Está rezando con su madre:

-Ángel de la guarda, dulce compañía, no me desampares no de noche, ni de día, si me desamparas, que será de mí, Ángel de la guarda, pide a Dios por mí.

Casi me da pena, en serio, pero no querrán que renuncie a toda una filosofía a estas alturas de mi eternidad, ¿verdad?

martes, 30 de septiembre de 2008

Dos hermanas

(…)

-¿Y como es que este último también te pegaba?

-Que se yo… los celos, supongo… nunca me lo decía… resultaba tan difícil hablar con él.

-Así que como no sabía hablar se dedicaba a hostiarte sin más explicación… encaja con el resto de mandriles de tu colección, entonces. No sé por qué me sorprendo…

-Cuando te enamoras se te anulan el resto de los sentidos, Feli, te lo digo yo… sólo te queda el de querer, aunque, estrictamente, no sea un sentido… pero es que es lo único que tiene sentido y te agarras… luego llega el día en que los recuperas todos de un golpe… –Juana da una calada al cigarro mientras hace un movimiento brusco con la mano, simulando un golpe contra su mandíbula- …tacto, olfato, vista, oído y gusto… o más bien el mal gusto, digo, aunque esto, estrictamente, no sea un sentido…

-No sé, Juana… -Feli sacude la cabeza de un lado a otro, pensativa, con la mirada clavada en el suelo- …tienes muchos pajaritos en la cabeza… siempre has sido una suicida del enamoramiento… típico menda que se le ve conflictivo a media milla, ahí va la Juana como un misil teledirigido… –dicho esto, con la mano extendida Feli parece recobrar el hilo y comienza a animarse- … aférrate al mal gusto, ¡coño!, déjate de cachitas tabernarios y búscate uno que no le vayan los líos… mírame a mí… mira a Paco… allí en la barra con su mejor amigo: el cubata… mira la cara de gilipollas que se le queda al pobre viendo a su madriz… es un animal de bellota, típico representante de una especie casi eterna: el tonto del culo… lo único que ha leído en su vida son los temarios de una oposición que aprobó de coña, y no enteros… mira que cara de funcionario tiene… y es feliz… ¿le ves pinta de dar problemas?... ¿crees que me importa que no exista ni chispa, ni celos?… ni un carajo, querida, que le den morcilla a todo lo que tenga que ver con la pasión.

-No me extraña que no te importe Paco, no tiene nada interesante… lo has definido a la perfección… además, y por añadir algo más, seguro que se va de putas cada vez que tiene oportunidad.

-Chst… con el Paco me meto yo que para eso es mío… tú a callar que ya tienes bastante con lo tuyo y con que no ponga el grito en el cielo porque estás aquí… otra vez… pero es que me parece que no me has captado… es que si se va de putas también me importa un carajo… y además, mejor eso que utilicen mi cara de puching ball sin darme mayor explicación.

-Lo tuyo es un coñazo…

-Es que a los cuarenta prácticamente todo es un coñazo.

-Yo me divierto…en serio, me divierto.

-Sí, Juana, sí… todo es superdivertido de la muerte... Tú quieres creer que te diviertes… pero es que lo tuyo es compulsivo y reincidente y eso, por definición, no es divertido… o te falta un hervor, que me lo estoy empezando a plantear seriamente, o eres masoca, que quieres que te diga… es la cuarta vez en cuatro meses que te presentas con la cara como un tomate a que te acoja… joder, Juana, que con Paco y dos niños ya tengo bastante dosis de realidad en mi vida, como apechugar con tu descerebre.

-Siempre has tenido celos de mí, Feli… tu vida es una mierda y lo sabes

-Ya estamos con la milonga de la hermana guapa y amada… y la que ha fracasado en su vida… madura un poco y deja, al menos, de ser tú la que vaya en busca de los problemas… ya te encontrarán ellos sin necesidad de indagar.

-¿Quieres que me vaya?

-No… no te preocupes… de Paco, ya me encargo yo, dormirás en la habitación de la niña.

Juana, con una amplia sonrisa dibujada en su rostro amoratado, abraza a Feli, que trata de quitársela de encima con cara de resignación…

(…)

martes, 23 de septiembre de 2008

Rareza gratificante






jueves, 18 de septiembre de 2008

El último anarca



Hoy es uno de esos días en que lo único que me apetece es coger el mundo y tirarlo a la basura. Como diría Calamaro estoy down violento, down radical. Llevo varios días trabajando un excesivo número de horas, algo que, fundamentalmente, me jode ya que no me gusta en absoluto mi trabajo. En mis ratos libres, cuando el cabreo me sobreviene, me dedico a poner bombas caseras, nada espectacular, muy a la antigua usanza, una olla con clavos y algo de pólvora. Es algo que me desestresa.


Hoy, en El País, me tachan de romántico anarquista radical pero eso es porque no tienen ni puta idea. Hay que hablar. Sesudos analistas de tertulia mañanera o editorial, desguazan hipótesis a cual más ridícula sobre mi persona. Hay que especular. Héroe para unos o vil villano para el resto. Hay que polemizar. Me han bautizado como “el último anarca”, hay que joderse. Eso es criterio.

Será difícil que me echen la zarpa. Sin duda no encajo en ninguno de los perfiles que baraja la policía porque carezco de perfil. Trabajo más horas que el reloj, mi jefe es un hijoputa, como casi todos. Tengo hipoteca, dos hijos y una mujer eternamente cabreada, ya ni pregunto por qué. Consumo: gasto regularmente mi dinero y el que aun no es mío, en todo tipo de objetos absurdos que pienso que me hacen la vida más fácil. Me jode pagar facturas y letras. Me gusta el fútbol y soy de atleti...


...en fin, quitando esto último, no veo nada destacable que pueda sugerir con soy “el último anarca”, héroe para unos y vil villano para el resto.



miércoles, 10 de septiembre de 2008

Sobre Crímenes perfectos (otra de Lucio)

-No hay crímenes perfectos, amigo. Hay policías corruptos o ineptos que no saben ni como atarse el zapato… o hábiles picapleitos conocedores de todos los vericuetos legales. La perfección, como todo lo demás, nace de la imperfección de los otros o se compra…


Lucio, siempre Lucio y su eterna manía de instruir a los muertos.

- No tengo ni idea quien pagará a esos guionistas de series de televisión que alucinan con lo eficientes que son los policías y lo ineptos que somos nosotros, los delincuentes. Porque yo soy un delincuente… supongo que ya te habrás dado cuenta a estas alturas del guión... me dedico a matar a gente. Me pagan por ello. He matado varias docenas, lo llevo haciendo desde que era un adolescente y ¿quieres saber la verdad, ahora que la gran verdad te acecha?... nunca han encontrado ni una sola prueba que me incrimine en ninguno de mis múltiples delitos. No es que sea especialmente cuidadoso… tampoco doy facilidades, no nos engañemos, pero sólo me han investigado en un par de ocasiones y resultó fácil convencerles para que miraran en otra dirección.

Lucio aspira hondamente el cigarrillo y continua su monólogo. mientras exhala el humo. El tipo en el suelo, atado y quejumbroso, trata de emitir algún sonido pero tan sólo acierta a lloriquear.

-Te voy a contar que pasará dentro de unas semanas, quizás con suerte unos días, cuando alguien encuentre tu cadáver tumefacto en este paraje tan hermoso: Serán un par de excursionistas que aterrorizados llamarán al 112 y vendrán un par de guardias civiles del cuerpo rural, de esos que van en moto, que plagaran todo el escenario de sus huellas, eso si no ha venido antes algún animal de rapiña a nutrirse de tu carne, cosa harto probable. Luego vendrá alguien de la policía judicial, puteado por haber tenido que desplazarse hasta el quinto coño en pleno invierno con un frío de tres pares… y que lo único que tiene en su cabeza es acabar rapidito y volver a su oficina, que tiene calefacción. Después le tocará el turno a un juez de pueblo que los únicos cadáveres que levanta son los de ancianos a los que sorprendió un infarto mientras tomaban el sol en la plaza.

Lucio termina su cigarro y se prepara con ritual alevosía: tirar el cigarrillo, ponerse los guantes, sacar la Beretta y pasarla ante los ojos del infeliz.

-Te llevarán al tanatorio donde un forense no tardará más de cinco minutos en averiguar la causa de tu muerte… los hay muy tontos pero todos saben reconocer un tiro en mitad de la frente, por muy deteriorado que te encuentres… Al cabo de unos días te identificaran y comprobarán que no eres más que un camello de tercera fila que a nadie importa y tu expediente quedará sepultado per secula seculorum en el archivo de un pueblo de mala muerte: ajuste de cuentas, se titulara tu epitafio. Ya sé que no es perfecto, amigo… pero es lo que hay. En fin…

El viento arrecia y las hojas, secas y doradas, se arremolinan por entre el sotobosque y los pies de Lucio. El sonido de la detonación se pierde en la inmensidad del bosque, sin siquiera un mísero eco que lo denuncie. Cesan los gemidos y aparece el ruido de un motor al encenderse, ruedas que patinan sobre el barro y los primeros acordes de un blues. La noche viene fría y húmeda, y ha comenzado a posarse sobre la Sierra de Gredos.

lunes, 8 de septiembre de 2008

La mamma morta

El móvil para asesinar a Mercedes, Merce, Merceditas, era simple: la odiaba. Odiaba hasta su tuétano. Explicar las razones de tanta inquina -por ambas partes- y de cómo llegamos a tal grado de perversidad no viene al caso; baste decir que quince años de convivencia nos convirtieron a ambos en deleznables seres sin escrúpulos capaces de hacer casi cualquier cosa con tal de hacer la vida imposible al otro y que al final fui yo quien ganó la partida.

Nunca he pecado de avaricioso así que no me preocupé de comprobar que beneficio obtendría de la muerte de aquella víbora. Sería suficiente con saber que desapareciera para siempre sin que quedaran sombras de sospechas revoloteando sobre mi cabeza, algún cabo suelto que algún investigador pudiera seguir. Suscribir un nuevo seguro de vida a su nombre, cambiar nuestro estatus de separación de bienes al de compartidos o una consulta a nuestro notario por si hubiera cambiado su testamento en algún sentido durante los últimos años no sólo hubiese despertado sus sospechas sino que, a posteriori, habría supuesto dirigir los focos de la investigación hacia mi persona. Así que no hice nada de eso. En realidad no hice nada distinto a lo que cotidianamente venía realizando por aquel entonces: servirla.

La razón de estas líneas es dejar constancia de cómo sucedió todo, de cómo conseguí matar a mi mujer y salir indemne. En realidad está carta quedará consignada a buen recaudo hasta el día en que yo muera, en que será enviada a las redacciones de varios periódicos de tirada nacional. Debo contarlo porque, de morir conmigo, mi victoria carecería de sentido. Quiero que quede claro que mi conciencia está tranquila; siempre he considerado aquel hecho como la única salida a una vida de desgracia ya que dejarla me resultaba imposible y vivir con ella era un infierno.

Además está el asunto del orgullo, de haber sabido burlar a la ley y a esa mala pécora que era mi mujer, el simple placer que produce narrar la victoria, y la satisfacción que experimento al poder exhibir públicamente el infinito ridículo de las circunstancias que rodearon la muerte de aquella prima donna, a la que todo el mundo adoraba y que fue encaramada al altar de los inmortales el mismo día de su óbito.

Mercedes era una gran soprano. Además era bella y poseía un innegable atractivo. Nadie podía resistirse a su talento y pronto alcanzó las más altas cotas de fama y reconocimiento. Pero en su vida privada, como buena diva, era caprichosa y mezquina. Yo había dejado de importarle hacía mucho tiempo y sólo permanecía a mi lado, legalmente casada, por una cuestión de imagen y porque yo era el único que sabía satisfacer sus excentricidades con eficiencia de mayordomo británico. Eso no impedía que siempre que tenía oportunidad me hiciera sentir como un mísero gusano. Disfrutaba ridiculizándome en público, fuera ante el servicio, personalidades o allegados. Daba igual… yo no era más que un perro fiel al que podía apalear sin contemplaciones.

Pero yo era un perro que conocía sus secretos más íntimos, sus pequeñas manías y vicios. Durante mucho tiempo barajé la posibilidad de editar unas memorias en donde aparecieran reflejadas todas sus miserias, la verdadera faz de una arpía enferma. Pero se adelantó a mis intenciones y me obligó a firmar un leonino contrato de confidencialidad. No me quedó más remedio pues de lo contrario hubiera acabado de patitas en la calle, sin saber donde ir ni nada que llevarme a la boca.

La vida, en cualquier caso, es muy traidora y fue una de esos vicios –el más vergonzante de todos- el que me ilumino la puerta de salida: Mercedes, Merce, Merceditas tenía la manía persistente de hurgarse la nariz y eso, a la postre, fue su perdición. Lo hacía sin contención ni recato: comenzaba masajeándose las aletillas para a continuación introducir un dedo –índice o meñique, dependía de la dificultad del moco- como una sonda a la busca de tesoros escondidos. Aquel instinto, clara herencia de nuestros ancestros los monos, se volvía irreprimible cuando se detenía en algún semáforo o en mitad de un atasco: extraía un moco, jugaba con él, lo convertía en pelotilla y lo lanzaba, a través de la ventanilla, en cualquier dirección.

Sus largas uñas eran como catapultas pelotilleras. Se las limaba ella personalmente, con perfecta regularidad, todos los lunes por la noche mientras escuchábamos ópera; generalmente Verdi o Motzart, sus preferidos; recuerdo con claridad diáfana su expresión mientras miraba desde varios ángulos el anverso extendido de su mano: los ojos entornados, orgullosos y fijos en aquellas palas perfectamente esculpidas para un único cometido: sacar los mocos con óptima eficiencia. Las dejaba finísimas en su punta de manera que asemejaban un puñal. Unas semanas antes de perpetrar el asesinato, mientras la Calas acometía la mamma morta -¿no es una señal divina?-, vino la idea a mi cabeza, como un fogonazo. Fue entonces cuando comencé a pergeñar un plan que a la postre resulto ser perfecto.

La noche de autos, volvíamos a la mansión del lago de Como -la misma desde la que escribo- después de uno de sus conciertos de temporada en la Scala. Ella conducía su coche y yo, como era habitual, la seguía en el mío, otra de sus extrañas manías. Dejé que tomara la distancia suficiente y cuando vi como se detenía ante la luz roja del semáforo de acceso a la piazza Duomo, aceleré y estampé el guardabarros de mi todo terreno contra el culo de su elegante Jaguar de colección, ese al que nunca me permitió subir, a dios gracias, vayan ustedes a saber porque extraño mecanismo mental.

Como era de esperar uno de sus dedos -luego supe que era el índice- se encontraba en plena excavación, de manera que cuando sufrió el impacto súbito, aquel puñal que era su afilada uña se le hundió violentamente en el cerebro, produciéndole una muerte instantánea. No la embestí a demasiada velocidad por lo que todo se interpretó como un fatídico accidente fruto de un despiste, como cualquier de los cientos que se suceden cada día en las calles de cualquier ciudad del mundo.

Sé que me juzgarán con dureza cuando todo esto se sepa pero, ¿acaso no fue perfecto?





sábado, 6 de septiembre de 2008

Blues del pescador

Quisiera ser el pescador que se revuelca en el mar, lejos de la tierra firme y de los sueños amargos. Tiro el sedal con dejadez y amor y no encuentro nada, excepto ese cielo estrellado, que me limite. Con la luz sobre mi cabeza y tú en mis brazos


A veces desearía ser el hombre del freno, en un tren que se conduce desbocado que choca sin recato contra el corazón de la tierra, como un cañón a través de la lluvia; Sintiendo a los que duermen y el calor del carbón; atravesando la noche y contando ciudades que parpadean y desaparecen. Con la luz sobre mi cabeza y tú en mis brazos.

Estoy seguro que todas estas cadenas que me atan, que todos los vínculos, por fin van a caer. Y cuando llegue ese día magnifico y fatídico, te cogeré la mano, te montaré en mi tren y seré tu pescador. Con la luz sobre mi cabeza y tú en mis brazos.

Letra original de Mike Scott (The Waterboys) “Fisherman’s blues”. “Adaptación” libre al castellano y foto por el que firma.

La grabación de Fisherman's Blues llevo tanto tiempo y fue el resultado de tantas sesiones y tomas alternativas que, cuando se mudaron de los estudios Windmill de Dublín a Ringsend Road, tuvieron que alquilar un camión para transportar todo el material grabado.




jueves, 4 de septiembre de 2008

El fantasma de mi lugar

Llevo conviviendo con él desde hace más de quince años. Concretamente desde la primera noche que pasé en esta, mi casa, que no siempre fue mía.

Me mudé a este caserón, semi asilado en mitad de la peña de Francia, cerca de un pequeño pueblo llamado La Alberca, en busca de reflexión y pausa. Iban a ser sólo unos meses, de bálsamo contra el estrés, de fuga a lo bucólico, pero este lugar me atrapó y, ante la incomprensión de propios y extraños, ya no he podido regresar a Madrid. He seguido trabajando como consultor freelance pero ya apenas acepto trabajos, ya apenas me llaman; mi teléfono se ha ido apagando poco a poco y confieso que sólo he sentido alivio, cada vez más claro y evidente. Lo poco que gano me permite vivir sin grandes lujos, aunque es cierto que con mucho más, en Madrid, sólo sobrevivía… un sucedáneo para los no iniciados pero ¿quién se lo explica?

Julián –ahora sé que se llamaba así, o ese fue su nombre cuando vivía- aparece cada noche para sentarse en el sofá de mi salón. Se queda horas con la mirada perdida en escenas de un pasado que ya sólo existe para él, sin siquiera reparar en mi presencia. Se marcha al despuntar el alba; sale de la habitación con paso cansado y desaparece entre la oscuridad clareada del amanecer. Lo cierto es que es un fantasma bastante aburrido, no produce desasosiego, ni congela el aire cuando pasea, ni nada parecido a todo aquello que uno se imagina cuando piensa en seres venidos del más allá o que no llegaron a abandonar del todo el más acá.

Hace ya años, al principio de estar aquí, consulté los archivos del municipio para saber de aquellos que habían vivido en mi casa antes que yo. No tuve que remontarme demasiado porque, aunque la casa tenía más de cien años, el inquilino que buscaba había vivido en ella hacía apenas quince. En la hemeroteca pude encontrar su foto en un articulo de prensa local: Julian sonreía satisfecho junto a una enorme calabaza que según rezaba el titular había pesado más de quince kilos. Sin duda era él.

Preguntando aquí y allá averigüé que su vida había transcurrido sin sobresaltos. Fue agricultor, se casó joven, tuvo dos hijos y pocas veces se alejó de su casa. Quisiera poder decir algo más de él pero su existencia fue de lo más vulgar, como lo es su fantasma… un auténtico coñazo.


sábado, 30 de agosto de 2008

Hojas en blanco (simultaneo)

No sé si fue antes o después de que yo tuviera conciencia de que la juventud hacía tiempo de que me había abandonado y que ya había entrado de pleno en esa edad indefinida que transcurre lentamente y en la que pocas cosas tienen ya la capacidad de producir sorpresa. Lo que sí tengo claro es que había pasado con amplitud de los cuarenta y, ahora que lo pienso con más detenimiento, es posible que todavía tuviera cierta conciencia de juventud, como si una parte de mí se negara a admitir que la madurez me había atrapado sin temblar. Como en esa canción de Bob Seger, Agaisnt the wind, que retrata con nostalgia como tuvo y perdió… porque por mucho que nos empeñemos en ir contra el viento todos perdemos con los años. Queremos escudarnos en la experiencia y en las vivencias acumuladas, que quizás parezcan lo mismo pero que no lo son en absoluto. Pero esas vivencias, que uno puede convertir en experiencias mediante la reflexión, ya están vividas, ya están quemadas… páginas desvirgadas, tachadas y reescritas, plagadas de enmiendas y notas al costado. Desde el momento en que la vida escribió sobre ellas ya nunca serán lo mismo.

El amor era para mí un folio demasiado escrito y se me antojaba imposible pensar que alguien pudiera encontrar nuevos espacios en él. Podía fingir, cuando conocía a alguna mujer, que todo aquello me sorprendía, que sentía la pasión, podía engañarme y engañarla durante unos meses -nunca más de tres o cuatro- pero al final el hastío de lo ya vivido, de lo mil veces repetido copaba mi pensamiento y todo acababa por derrumbarse sin remisión. Se trataba de ver cuando llegaría ese momento porque, aunque viviera las situaciones como nuevas, íntimamente sabía que aquello no era más que una impostura. La vida no es más que una repetición de ciclos, una falsa renovación de momentos y de nosotros depende saber si queremos engañarnos o no.

Pero yo no había vivido –ahora, sí, ahora lo sé- el desamor… esa página estaba en blanco, impoluta e inaccesible. No lo estaba para aquellas que en algún punto de su vida compartieron conmigo la levedad de lo efímero, que lo sufrieron como me tocó a mí luego. Por eso me resultaba imposible llegar a comprender que veían de extraño en el final de nuestras historias, que yo estimaba inevitable, como lo es la muerte, como lo es el desamparo.

Paula entró en mi vida, como la madurez, con sigilo, y cuando me quise dar cuenta mis cimientos ya estaban devorados. Era mucho más joven que yo, con miles de páginas de su libro aún por escribir, con mil sufrimientos y alegrías por vivir e infligir. Caminaba por el mundo como si nada de todo aquello que la rodeaba fuera con ella. Era liviana pero su aspecto sólo podía conducir a engaños pues bajo ese cuerpo de apariencia frágil, tras esos ojos claros como un día de verano, había una férrea determinación que yo -incauto de mí- interpreté como inexperiencia.

Maldita fue la hora en que mi página del desamor fue escrita porque, aunque a muchos pudiera parecer que es la única manera de conocer que es el amor realmente, para mí sólo significó que el mundo que redacté nunca fue, que todo lo escrito en mi libro era equivocado, un garabato sin sentido ni razón, ni siquiera corazón.

Esa página en blanco, esa que me salté o que nadie supo emborronar hasta que ella se coló por la puerta de atrás, fue rayada demasiado tarde, cuando ya apenas quedaba tiempo para nada… demasiado tarde.

Maldita Paula… te quiero.

Este post está escrito en consonancia o concorcondancia o simultaneamente con otro que ha escrito LaLuz en su blog (dentro de la iniciativa Simultaneos a la que inevitablemente me prendí)








martes, 19 de agosto de 2008

Ciclos

Llega el momento de poner el cuenta kilómetros a cero, otra vez. Llega el momento de reponer el orden en mi existencia convulsa. El último tramo de carretera ha sido una locura, a bordo de mi bólido, corriendo como un kamikaze, desbocado y sin control... todo aparecía difuminado a mi alrededor... no existía claridad más allá del momento preciso.

Lucecitas de emergencia parpadean en la distancia. No son más que yo mismo que me alarmo de mi mismo. La ruptura de la rutina implacable, aceptada con agrado hace apenas un par de meses, es, otra vez, mi propia trampa... porque al fin, cuando ya he gastado los cartuchos, cuando ya he quemado toda la gasolina, me doy cuenta de que necesito la rutina, que no es otra cosa que orden... porque no sé volar sólo y en libertad... porque cuando la tengo no la sé utilizar como debiera... pero ¿quién sabe?... yo al menos lo intento... de vez en cuando...



Estaba solo y en caída libre, haciéndolo lo mejor posible para no olvidar
¿Qué nos pasa, qué me pasa, que pasa cuando dejo que se deslice?

Me confunden los poderes y olvido nombres y caras.
Los viandantes me miran como si pudieran borrarlos.

Cariño, ¿olvidaste tomarte tus medicinas?

Estaba sólo, paseando por el alfeizar, haciéndolo lo mejor posible para no olvidar
Toda esa diversión, todo ese regocijo y nuestra heroica promesa.

¿Cómo esto nos puede pasar a nosotros, me puede pasar a mí?
Y las consecuencias

Confundido por los árboles y las abejas, olvidando si lo comprendo

Cariño, ¿olvidaste tomarte tus medicinas?

Y el sexo, y las drogas y las complicaciones

Cariño, ¿olvidaste tomarte tus medicinas?

Estaba solo y en caída libre, haciéndolo lo mejor posible para no olvidar



jueves, 31 de julio de 2008

La soledad...

…soy un líder, un político, un caudillo, un guerrero: camino sobre la tenue línea que separa la locura de la cordura, pues ya no queda nadie con quien pueda compartir mi pesada carga, todo un imperio... ya no alcanzo a distinguir los amigos de los enemigos… hace tiempo que aprendí que todo tiene una causa... y que esta, raramente es noble, siquiera en los niños... cada vez son menos las personas en quien puedo confiar... en nadie ciegamente, eso es seguro... es lo más duro de sobrellevar... no la gloria, ni la segura posteridad... no la responsabilidad de las decisiones que atañen a todo un imperio...

…suenan frescas las palabras de Marco Tulio, sobremesa de una guerra: lo más complicado ahora será luchar, cada día, contra esta caterva de parásitos e inútiles que se arraciman a tu alrededor, esperando una ocasión, un tropiezo, una duda… deberás aprender a distinguir cual de ellos amasará la suficiente ambición como para intentar usurpar tu poder... haz en la política como en tus guerras: divide y conquista y ellos mismos se delatarán… luego aplasta al traidor sin levantar demasiado polvo… trata que acepte el noble gesto del suicidio... o un lejano destierro, si su muerte pudiera ser demasiado dolorosa para el pueblo o para ti... y, si no queda otro remedio, emplea la violencia contra el traidor y su familia, sin contemplaciones, arrasa sus campos y masacra su estirpe...

…me vienen al recuerdo la imagen de Vercingétorix: derrotado, deponiendo sus armas tras el asedio de Alesia... echo de menos ese olor, dulce mezcla de sudor, sangre y campos quemados... el aroma de la victoria... el placer de un enemigo postrado al que arrastraré hasta mi casa, como un trofeo, para que todo el mundo contemple el castigo de quien ose retarme, de quien ose retar a Roma...

…Roma que ruge: los cascos de mi corcel de guerra resuenan sobre el cuidado pavimento y el populacho me aclama enfervorizado... brillantes las armaduras y los correajes, relucientes los estandartes de mis legiones, que desfilan victoriosas... Vercingétorix, semidesnudo a mi grupa, con un collar y una soga que lo ata a mi montura, anda exhausto y desencajado, soporta la humillación de todo un pueblo... poder en estado puro… la plebe, patricios, senadores, magistrados, pretores y ediles que se encorvan sumisos ante lo que represento... el triunfo de Roma, que aplasta y conquista...

…en las campañas no hay matices: sabes quien es el enemigo, a quien debes masacrar... y lo haces sin dudar, hasta que el último de ellos haya caído, sin rehenes ni tribunales... pero aquí en Roma, todo es turbio e indefinido... las palabras son espadas y las conspiraciones, batallas cotidianas... los amigos, enemigos y los parientes, sanguijuelas ávidas de mi sangre... en apariencia todos quieren darme satisfacción pero a la más mínima ocasión cualquiera de ellos no dudaría en darme el golpe de gracia, si eso le permitiera medrar o enriquecerse aún más...

…siento que me fallan las fuerzas: no soy capaz de pensar con claridad… es como si me hubiera quedado atrapado en mi propia tela, esa que tejí para enredar a los parásitos que me rondan, que beben de mi poder... todos son y ninguno es... todos me complacen y todos traman a mis espaldas... me resulta tan complicado discernir...

… y ahora me convocan al Foro… quieren que devuelva el poder al senado… ¿Por qué habría de hacerlo?... ¿por qué, si el ejercito está de mi lado, si el poder es todo mío?...

miércoles, 30 de julio de 2008

Dessestressándo-me





Impresionante tema de los Pixies, interpretado estupendamente por el propio Frank Black (ex-lider de Pixies) y Placebo, durante un concierto en París de estos últimos. Se la recomiendo con fervor, porque por mucho que la escuche... sólo me transmite buen rollo.

miércoles, 23 de julio de 2008

Espuma y cenizas

La foto

La espuma de los días, de los meses e, incluso, la de los cientos de años, siempre igual, se deshace al pie del acantilado, con cada chasquido de ola sobre su lomo. A esta distancia, que se me antoja kilométrica, puedo ver los jirones de blanca espuma deshaciéndose, perpetuos. Es como si lo llevaran intentando durante siglos, sin conseguirlo. Una lucha de desgaste milenaria.

Desvío la vista del fondo del precipicio y me centro en Teresa. Sonríe para si mientras me mira; debe llevar un rato observando como pierdo mis pensamientos frente al mar, siempre me pasa igual. Sostiene entre sus brazos a Sara, que todavía no ha cumplido un año y ya clava la mirada como lo haría un adulto. Les saco unas fotos mientras bromeo, tratando de arrancar una sonrisa para mí.

No me di cuenta en ese momento pero había conseguido atrapar con mi cámara un momento certero de felicidad; casi nunca nos damos cuenta mientras nos sucede. Fue después, cuando revelé las fotos que hice aquel día de sol inclemente en el cabo de San Antonio. La mirada de Sara emergió desde fondo de la cubeta, como la de su madre, directa al objetivo, entornada por el sol, reflejando nítido el hilo de la inteligencia. Al fondo el faro y un trozo de mar azul, oscuro, jalonado de pequeñas olas que llegan ufanas al final de su viaje: jirones de blanca espuma.

Jirones de blanca espuma

La carretera se encarama, estrecha y sinuosa, a lomos del cabo. Sara, a mi lado, pierde sus pensamientos a través de la ventanilla; su mirada se mantiene fija en el horizonte y en los pedazos de mar que aparecen y desaparecen tras cada curva. Creí que se pasaría el viaje llorando, pero ha conseguido contenerse. Apenas ha hablado y yo tampoco he querido perturbar sus pensamientos. Es algo que debemos hacer, los dos lo sabemos, no hay mucho más que hablar. Ambos lo decidimos, desolados, el día que murió Teresa.

Sopla poniente y el pelo de Sara se enmaraña rabioso hacia el mar. Permanece erguida frente a una pequeña valla de madera que la separa de ese vacío cortado a pico que es el acantilado, sobre el que se posa el faro de San Antonio. Con la urna entre sus manos, pierde el pensamiento en la misma espuma en que yo lo hacía, siempre que veníamos aquí, casi cada verano, antes de la enfermedad de Teresa. Sara es idéntica a ella. Me mira y me sorprende en una sonrisa pausada. Ahora, a sus quince años, aún no parece comprender el por qué de mi gesto, pero estoy seguro que lo hará, tarde o temprano, no hará falta explicárselo, es inteligente.

Las cenizas de Teresa vuelan arrastradas por el viento hacia un horizonte discontinuo;.Quiero creer que van en busca de todos los pensamientos que perdí aquí, mientras ella me observaba y sonreía para si. Sobrevuelan un Mediterráneo que hoy se ha vestido de azul intenso y plata, como si recordara que es ese tu color favorito… azul, oscuro, jalonado de pequeñas olas que llegan ufanas al final de su viaje: jirones de blanca espuma.

domingo, 20 de julio de 2008

Treinta y siete grados

El termómetro en la ventana no para de subir. Apoltronado en el sofá trato de moverme lo menos posible. Cada movimiento es un esfuerzo insoportable. El calor sofocante ralentiza la realidad que me rodea y el tiempo parece dilatarse igual que el mercurio del maldito termómetro, que no para de subir. Me viene al recuerdo la canción de Radio Futura, “treinta y siete grados y un montón de huesos…” que empieza a sonar machacona dentro de mi cabeza. La tarareo para intentar que salga pero no hay manera. ”…con algo de pellejo alrededor…”

Mi vecina, la Juana, acaba de salir al patio, supongo que a tender la colada. Si no hiciera tanto calor iría hasta la ventana, como cada día, y la observaría a hurtadillas por entre las cortinas. La ventana está abierta de par en par así que puedo oír como canta mientras tiende los calzoncillos de su marido, que es un mierda, que no la merece. “Arde la calle al sol del poniente…”. Vaya casualidad… también le ha dado por Radio Futura. No sé si estamos conectados o si me oyó tararear antes. Preferiría lo segundo, significaría que está pendiente de mí, que le intereso más de lo que da a entender.

Canto un poco más alto para comprobar si mis deseos son reales o se trata de un delirio más producido por el calor pegajoso: “No tocarte, o quizás, podría devorarte…” De entre las cortinas silba una respuesta que se mezcla con humedad de mar de verano y llega hasta mí espesa: “Eres tonto Simón y no tienes solución...” Me quedo congelado por un instante… me escucha, y yo a ella… pero estoy tan abrasado que no sé interpretar que querrá: ¿Seré tonto por cantar, porque no la entiendo o porque realmente piensa que lo soy?

Cierro los ojos y rasco en mi mente calenturienta. Dibujo su cuerpo lozano desnudo sobre la playa de arena fina. El sol justiciero empapa su figura, el mar en calma chicha y las sombras violentas que destacan aún más sus senos prominentes. El vello de su pubis es azabache y rizado. La miro pero no la toco. Sólo acierto a tocar mi polla, erecta como el mástil del barco que cruza por el mar de mi imaginación.

En el clímax de mi fantasía, justo cuando voy a eyacular en las tetas de Juana, la lozana, el sonido del timbre de la puerta atraviesa por entre la espesura de la habitación. Con pereza rabiosa me levanto, con lentitud dejo escapar a la Juana y a mi playa; acudo hasta la puerta y allí está ella, con su vestido de flores pegado al cuerpo, los pezones que se marcan sin pudor y la melena larga, negra y rizada, como su pubis, suelta… cubriendo esos ojos de mar profundo que me quitan el sentido.

-¿Eres tonto, Simón, o quieres que me ponga el disfraz de pecadora? -dice

Esta tarde, por fin, el termómetro va a reventar, el muy hijo de puta.




viernes, 11 de julio de 2008

Rutina implacable

Ricardo tiene la manía -persistente- de dejarse engañar por Aurora.

La pasada noche, después de una agradable cena con amigos, durante una sobremesa de confesiones al albur de las copas, se encontró con la certeza de frente: aquella mujer de aspecto resoluto y feroz carácter con la que estaba compartiendo su vida, no era la que él hubo creído. La realidad parpadeó por un instante, diáfana, de una evidencia hiriente y desesperada. En un instante, la inocencia impostada, el artificio de precario equilibrio que había sido su amor, bajó el telón y la obra que hasta entonces se había representado encima de aquel escenario que era su existencia compartida, acabó, sin más… aunque el aún no lo sabía, o quizás sí.

Se acomoda en el tren -siempre el mismo vagón, siempre a la misma hora, de lunes a viernes, camino del mismo trabajo, recorrido inquebrantable de rutina implacable - y su pensamiento se pierde a través de la ventanilla empañada de lluvia de mayo. Tras ella, borroso, se despliega un paisaje monótono de suburbio madrileño: la autopista atascada, al fondo; antenas sobre edificios monocordes, graffitis sobre muros semi derruidos, en primer plano… todo se jaspea entre esa mezcla de gris y ocre que son las riberas de la vía del tren de cercanías que une Parla con Madrid. Todo quiere ser lo mismo pero ya nada es igual para él, para Ricardo, que trae a su pensamiento, frente a aquel paisaje invisible -como invisible había sido, hasta el pasado sábado- la verdadera realidad de su amor.

-Tú sabes que yo siempre estaré a tu lado, que nunca te fallaré. Sabes que te quiero más que a nada en este mundo.

-¿Qué mundo? –se pregunta.

Las palabras de Aurora resuenan frescas en su memoria deshilachada. Se las había dicho tantas veces que había llegado a creerlas, se habían convertido en una letanía a la que aferrarse cuando ya no quedaba otra, cuando a Aurora se le escapaba algún ramalazo que hiciera palpable que él no le importaba lo más mínimo, que no era más que otra pieza de un puzzle que ella había ido construyendo en sus horas libres; pieza solitaria en mitad de una composición que nunca acabaría de comprender en su totalidad; hechos desechados, relegados hasta un estante de complicado acceso dentro de su memoria… por cobardía… por temor a que lo que allí pudiera encontrar desviara para siempre el cauce trazado, que es el que tiene que ser, que no puede ser otro.

Hasta la pasada noche, en la que una risa cruel reflejada en el rostro de Aurora, un comentario desafortunado que busca el absurdo lucimiento de la embriaguez, una mirada cómplice a otro que no es él, a otro que no es él, a otro que no es él…con el que era su compañero de trabajo, su amigo, acabó por desbordarlo; datos que anegan crueles su consciencia.

Ahora, frente a la ventanilla del tren, ha comenzado a colocar todos esos recuerdos abyectos, uno tras otro, y su propio puzzle ha terminado de cobrar forma.El cristal empañado sirve como base sobre la que ir completándolo, la lluvia fina lo enmarca. Puede ver la cara de la certeza, que le sonríe cruel y que muestra con su gesto que hasta este instante había estado huyendo de la evidencia.

Como una señal del cielo, suena el teléfono móvil y en la pantalla luminosa aparece el nombre de Aurora, que parpadea rítmico y sin emoción. Ricardo contesta con su voz apocada, apenas audible:

-¿Sí?

-¿Cariño?... no me esperes hoy a cenar que me ha surgido una reunión en el trabajo.

-¿Otra?... vale, no te preocupes

-Acuérdate de dar de cenar a los niños, puedes prepararles unos huevos fritos con patatas, que hace mucho que no los comen y a ti te salen de maravilla- y ríe hueca .

-Eso esta hecho, cielo, ya me encargo yo, tú levanta España.

-Bueno, casi seguro que llegaré tarde así que no hace falta que me esperes despierto.

-Vale, chao

-Chao

Son las nueve de la mañana y todo sigue igual que siempre… recorrido inquebrantable de rutina implacable.