En esta habitación de hospital, me vienen al recuerdo los veranos de mi adolescencia, recorriendo España con mi padre, a bordo de un camión destartalado.
Le acompañaba en sus viajes porque él no se podía permitir dejar de hacer sus portes. Mi madre nos abandonó cuando yo todavía era un crío y mis tíos me acogieron en su casa. Durante el curso lectivo hacía una vida de familia normal, mis tíos ejercían de padres y mis primos de hermanos. Nunca me sentí mal, lo cierto es que me educaron como a uno más de sus hijos. En las vacaciones de verano, mientras ellos se iban al pueblo yo me iba a trabajar con mi padre.
- Así matamos dos pájaros de un tiro, David –me dice con la mirada fija en la carretera y el pitillo eterno en la comisura de los labios –aprendes lo duro que es trabajar y pasas algo más de tiempo con tu padre, que te viene bien… es bueno para ti, tú aún no lo sabes pero me lo acabarás agradeciendo, ya verás.
Hace unos días me llamó mi tío Julián para decirme que lo de papá era cuestión de días, que hasta el sacerdote le había dado la extrema unción. Supuse que si había permitido que un representante del clero se acercara a él es que la cosa era más que preocupante. Lo supuse porque hacía varios años que no lo veía, que apenas hablaba con él, y no es infrecuente que la gente cambie de creencia cuando comienza a verle los colmillos a la negra dama. Ahora que le acompaño en su recuerdo de los veranos a bordo del camión, me doy cuenta que ha sido una estupidez suponer que alguien como él fuera a dar su brazo a torcer, ni siquiera con el frío aliento de la muerte soplándole el cogote.
Trabajábamos como mulas, de ciudad en ciudad, transportando casi cualquier cosa, a bordo de un camión anacrónico que aguantaba como un jabato el paso de los años. Como él, que aún permanece en mi retina, joven y vigoroso, aunque ahora lo vea débil y enfermo, postrado y lleno de tubos en la cama de este hospital.
Surcábamos llanuras hasta el horizonte y franqueábamos puertos a través de carreteras de dibujo tembloroso.
Regreso con él hasta una calurosa mañana de agosto: Las ventanillas bajadas y el aire que golpea tórrido en mi cara. Las manos apoyadas en el borde de la ventanilla y mi barbilla sobre ellas. Aspiro hondo el olor de campo y gasolina mientras escucho el bronco ruido de un motor demasiado traqueteado. Suenan coplas en la radio y mi padre canta a pleno pulmón, como siempre que ponen a la Piquer.Detiene el camión en el arcén y me ofrece un pitillo. Nos quedamos fumando en silencio, cada uno con nuestros pensamientos. Señala el cielo y me golpea el brazo:
-Mira David, es un avión… ese llegará antes que nosotros. –exhala el humo de la última calada y me mira sonriente, supongo que mi cara de admiración tiene mucho que ver. Hasta ahora sólo los había visto en las películas que pasan en el cine de mi barrio y me quedo cautivado viendo como aquel pequeño punto surca veloz, suspendido en el cielo raso, dejando una estela de nubes en su cola.
- ¿Dónde llegará, papá? –pregunto mientras lo veo desaparecer en el azul pálido de la tarde.
-Que sé yo hijo, a París, a Roma, a Nueva York, lejos, muy lejos de aquí... –en su rostro se dibuja una sonrisa amarga mientras me acaricia la cabeza y vuelve a perder la mirada en las alturas –...ahora tenemos que continuar, que se nos va a echar la noche encima y aún queda trecho hasta Ávila.
Escucho Nueva York y me viene a la cabeza King Kong, atrapado en lo alto del Empire State Building, con la chica en sus manos y las avionetas disparando hasta darle muerte. Pienso que llegará el día en que sea yo el que cruce el océano a bordo de uno de esos pájaros de hierro, que podré ver y tocar el lugar donde dieron muerte al gorila, subir hasta la terraza del último piso y ver lo que él vio antes de caer al vacío.
-Aterriza, David, ya te lo he dicho mil veces –mi padre me mira entre severo e irónico –todas esas fantasías que tienes en la cabeza son como una carretera a ninguna parte, no te van a a dar de comer en el futuro… el trabajo es lo único que importa, eso y ser honrado, déjate de sueños que esos no te llenan el estómago.
La misma noche de la llamada de mi tío cogí un vuelo desde Nueva York, donde trabajo como agregado cultural en la embajada. He viajado con el temor puesto en que no iba a llegar para despedirme de él y sé que, a pesar de que el tiempo y el espacio se han encargado de distanciarnos, nunca podría perdonármelo. Después de varios años sin pisar Madrid, he llegado a tiempo pero ya no me reconoce: ha transportado su mente hacía un pasado que debe resultar más reconfortante que la realidad de esta habitación en donde lo único que se percibe con claridad es el aroma de la muerte, que flota denso en cada esquina.
Y ahora aquí estamos los dos, viendo atardecer sobre la Sierra de Gredos, aparcados en el arcén, fumándonos un último pitillo, en silencio.
Le acompañaba en sus viajes porque él no se podía permitir dejar de hacer sus portes. Mi madre nos abandonó cuando yo todavía era un crío y mis tíos me acogieron en su casa. Durante el curso lectivo hacía una vida de familia normal, mis tíos ejercían de padres y mis primos de hermanos. Nunca me sentí mal, lo cierto es que me educaron como a uno más de sus hijos. En las vacaciones de verano, mientras ellos se iban al pueblo yo me iba a trabajar con mi padre.
- Así matamos dos pájaros de un tiro, David –me dice con la mirada fija en la carretera y el pitillo eterno en la comisura de los labios –aprendes lo duro que es trabajar y pasas algo más de tiempo con tu padre, que te viene bien… es bueno para ti, tú aún no lo sabes pero me lo acabarás agradeciendo, ya verás.
Hace unos días me llamó mi tío Julián para decirme que lo de papá era cuestión de días, que hasta el sacerdote le había dado la extrema unción. Supuse que si había permitido que un representante del clero se acercara a él es que la cosa era más que preocupante. Lo supuse porque hacía varios años que no lo veía, que apenas hablaba con él, y no es infrecuente que la gente cambie de creencia cuando comienza a verle los colmillos a la negra dama. Ahora que le acompaño en su recuerdo de los veranos a bordo del camión, me doy cuenta que ha sido una estupidez suponer que alguien como él fuera a dar su brazo a torcer, ni siquiera con el frío aliento de la muerte soplándole el cogote.
Trabajábamos como mulas, de ciudad en ciudad, transportando casi cualquier cosa, a bordo de un camión anacrónico que aguantaba como un jabato el paso de los años. Como él, que aún permanece en mi retina, joven y vigoroso, aunque ahora lo vea débil y enfermo, postrado y lleno de tubos en la cama de este hospital.
Surcábamos llanuras hasta el horizonte y franqueábamos puertos a través de carreteras de dibujo tembloroso.
Regreso con él hasta una calurosa mañana de agosto: Las ventanillas bajadas y el aire que golpea tórrido en mi cara. Las manos apoyadas en el borde de la ventanilla y mi barbilla sobre ellas. Aspiro hondo el olor de campo y gasolina mientras escucho el bronco ruido de un motor demasiado traqueteado. Suenan coplas en la radio y mi padre canta a pleno pulmón, como siempre que ponen a la Piquer.Detiene el camión en el arcén y me ofrece un pitillo. Nos quedamos fumando en silencio, cada uno con nuestros pensamientos. Señala el cielo y me golpea el brazo:
-Mira David, es un avión… ese llegará antes que nosotros. –exhala el humo de la última calada y me mira sonriente, supongo que mi cara de admiración tiene mucho que ver. Hasta ahora sólo los había visto en las películas que pasan en el cine de mi barrio y me quedo cautivado viendo como aquel pequeño punto surca veloz, suspendido en el cielo raso, dejando una estela de nubes en su cola.
- ¿Dónde llegará, papá? –pregunto mientras lo veo desaparecer en el azul pálido de la tarde.
-Que sé yo hijo, a París, a Roma, a Nueva York, lejos, muy lejos de aquí... –en su rostro se dibuja una sonrisa amarga mientras me acaricia la cabeza y vuelve a perder la mirada en las alturas –...ahora tenemos que continuar, que se nos va a echar la noche encima y aún queda trecho hasta Ávila.
Escucho Nueva York y me viene a la cabeza King Kong, atrapado en lo alto del Empire State Building, con la chica en sus manos y las avionetas disparando hasta darle muerte. Pienso que llegará el día en que sea yo el que cruce el océano a bordo de uno de esos pájaros de hierro, que podré ver y tocar el lugar donde dieron muerte al gorila, subir hasta la terraza del último piso y ver lo que él vio antes de caer al vacío.
-Aterriza, David, ya te lo he dicho mil veces –mi padre me mira entre severo e irónico –todas esas fantasías que tienes en la cabeza son como una carretera a ninguna parte, no te van a a dar de comer en el futuro… el trabajo es lo único que importa, eso y ser honrado, déjate de sueños que esos no te llenan el estómago.
La misma noche de la llamada de mi tío cogí un vuelo desde Nueva York, donde trabajo como agregado cultural en la embajada. He viajado con el temor puesto en que no iba a llegar para despedirme de él y sé que, a pesar de que el tiempo y el espacio se han encargado de distanciarnos, nunca podría perdonármelo. Después de varios años sin pisar Madrid, he llegado a tiempo pero ya no me reconoce: ha transportado su mente hacía un pasado que debe resultar más reconfortante que la realidad de esta habitación en donde lo único que se percibe con claridad es el aroma de la muerte, que flota denso en cada esquina.
Y ahora aquí estamos los dos, viendo atardecer sobre la Sierra de Gredos, aparcados en el arcén, fumándonos un último pitillo, en silencio.
2 comentarios:
Pues la verdad es que cuando la cosa se acaba es cuando nos damos cuenta de lo que ocurre...
Que cosas, la vida...
Besicos
Llegué a tu espacio en un post cargado de mucho sentimiento. Me gustó.
Regresaré. Y lo haré pronto.
Un saludo,
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