jueves, 31 de marzo de 2011

Así se escribe la historia

Creo firmemente que la confianza es un valor inexistente. Quiero decir que como concepto está bien y eso pero… ¿Quién coño es capaz de confiar en alguien, así, a pies juntillas? Yo, por no ser capaz, ni siquiera soy capaz de hacerlo en mí mismo. Ya sé que decir algo así suena a ser un perdedor y eso pero es que yo tampoco creo en los triunfadores. ¿Quién establece los parámetros del triunfo?, quiero decir, que se puede triunfar por haber ganado mucho dinero y follar con muchas titis y tener un yate y un coche con un montón de caballos y cosas así, pero… ¿de qué sirve eso si te mueres de cáncer a los cuarenta? No sé si me explico… ¿Se puede considerar triunfo morir rico a los cuarenta?

Se preguntarán ustedes a que viene que les cuente todo esto. En realidad ni yo mismo lo sé, es probable que no sea más que un absurdo intento de justificarme pero, oigan, ¿quién coño no se excusa a uno mismo? ¿Quién no ha traicionado alguna vez a un amigo, a un padre, a un hermano, a un Maestro o a un compañero de trabajo, por poner ejemplos de gente cercana, que te puede importar, llegado el caso? Si encuentras ustedes a alguien, díganmelo porque lo propongo de inmediato para la canonización o algo así. Lo que está claro es que, llegada la hora de su muerte, habría que conservar su cadáver momificado en una urna, a la vista de todos, como el de Lenin, con un letrero en la base que dijera: “Este tipo nunca traicionó”. Seguro que como atracción no tendría precio. Ya imagino a gente llegada de todos los extremos del mundo a ver la cara del tipo que nunca traicionó a nadie.

¿Por qué nos cuesta tanto entender que la traición forma parte esencial de nuestra naturaleza? ¿Por qué lo tenemos que ver como un defecto? Vamos, que comprendo el rollo de la convivencia y la sociedad y la teoría de juegos y todas esas cosas que filósofos, científicos y eruditos ocasionales gustan de decir cuando buscan una explicación que justifique como somos (¿No les dije que siempre andábamos buscando excusas?) pero, oigan, sin que ello signifique negar nuestros más bajos instintos, que los tenemos y que los denominamos bajos, supongo que porque entendemos que hay otros que son altos… e inexistentes, como sucede con la lealtad.

Cuando yo me suicidé no sabía nada de esto, de lo contrario ni se me habría pasado por la cabeza semejante majadería. Lo he aprendido con el curso de los años. A mí se me catalogó como traidor y ya casi nadie quiso saber nada de mí, solo lo justo para vilipendiarme. Pocos fueron los que se interesaron por mi figura y lo que representé hasta que decidí extender las manos, coger las trece monedas y señalar el lugar en el que debían buscar. Pero ¿qué me dicen de Pedro, que negó tres veces, todo por salvar su culo? A él no se le recuerda por ser un miserable traidor ni nada de eso. Quizás sea que yo cometí la majadería de suicidarme (quizás, en realidad, lo hice porque era mejor persona que Pedro y sentí remordimientos) y que él fundó la iglesia católica. No sé, puede que si yo no me hubiese colgado de un árbol y, en vez de ello, hubiese corrido a llorar al lado del Maestro la historia hubiese sido distinta. ¿Quién sabe? Al fin y al cabo Él era magnánimo.

Pero está claro que si algo de eso hubiese sucedido yo no hubiera llegado a conocer a Lucifer, que es un tipo con las ideas claras, que vive acorde a lo que es y a su verdadera naturaleza.

viernes, 11 de marzo de 2011

Justo en ese preciso momento

Conan está prosperando, es indudable. Una amplia sonrisa se ha instalado en su cara desde que comenzaron aparecer los primeros invitados. Es todo cordialidad con cada uno de ellos. Los recibe con un fuerte apretón de manos, apenas atraviesan el umbral de la casa, cambia alguna que otra trivialidad y les señala el amplio salón adyacente en donde una tropa de camareros perfectamente uniformados circula entre los invitados portando bandejas repletas de bebidas y canapés.

Lucio observa la escena, sentado en un sofá de orejas blanco marfil. Fuma un pitillo y una débil sonrisa de incredulidad aflora en su rostro detrás de cada calada. Le había costado localizar a aquel hijo de perra pero ahí lo tenía, presa del azar de las circunstancias y de su vanidad: La circunstancia de que alguien del clan de los Minuesa se hallase en Barcelona haciendo negocios hace tan solo un par de semanas. La vanidad de alguien, que siempre tuvo la precaución de no destacar pero que cuando, ya casi en la cumbre, decidió inaugurar el que se antojaba como mejor puticlub de todo Barcelona y aledaños, sucumbió a la tentación de hacer una entrevista para una televisión local. El azar de que la televisión de la cafetería en dónde Raúl Minuesa desayunaba de buena mañana un pincho de tortilla estuviera encendida y el dichoso canal local sintonizado.

Conan no ha reconocido a Lucio cuando al franquear la puerta le ha estrechado la mano; aunque sí ha fingido conocerle, el muy hijo de puta. Qué arte tiene el tipo. Hasta Lucio ha dudado durante un instante si podría haberle llegado a reconocer. Pero no. Ha pasado demasiado tiempo y, además, Lucio no era más que un crío cuando Conan desapareció del barrio, justo el día después que Manu Minuesa apareciera apuñalado e inerte en la cuneta del camino de tierra que conducía a su chabola. No era más que un yonqui desgraciado y sin remedio pero era de la de la familia y la familia no puede permitir que ninguno de los suyos muera como un perro y mucho menos a manos de un enclenque que se dedicaba a chulear a cuatro furcias y a pasar jaco a lo más tirado de Pan Bendito. Eso no. Es probable que se lo mereciera pero ¿A quién coño le importa eso si se apellida Minuesa?

Ahora ya nadie le llama Conan, ese absurdo apodo que se ganó por ser un fanático del personaje de Robert E. Howard, nada que ver con su aspecto enclenque y desgarbado. Casi se podría decir que resultaba cómico llamarle así. Una de esas chanzas de barrio que uno no pude sacudirse por mucho que lo intente porque es lo que hay. De repente todo el mundo te conoce por tu apodo, por muy ridículo que éste resulte, y ya solo tu madre parece acordarse de tu verdadero nombre. Ahora atiende al nombre de Luis Sifré y finge ser alguien que no es y que nunca será por mucho que se empeñe en ello, por mucho dinero que dedique a tomar clases de protocolo y dicción.

--No existen My Fairs Ladies en Pan Bendito, amigo Conan-- piensa Lucio mientras apaga el cigarrillo en un recargado cenicero de pie al lado del sofá de orejas

*****

La fiesta ha sido un éxito. Y ahí está Conan. Tumbado sobre el raso rojo de una cama con forma de corazón esperando que Olga, la mejor de todas las putas que componen la extensa plantilla del burdel que acaba de inaugurar, sirva dos copas de champagne cristal, bebida de zares, y termine de preparar un buen par de rayas.

Ya comienza a sentir la excitación en forma de rítmica pulsión en la punta de su pene. Nota como el miembro se despereza dentro de los calzoncillos mientras él piensa en una aspiración profunda de farlopa, seguido del sabor amargo del cristal, un pitillo y Olga chupándosela como solo ella sabe hacerlo, despacito y con mucho amor. Y su perfecto culo en pompa reflejado en el espejo del techo, elemento indispensable en toda suite de puticlub que se precie.

Y mientras observa en el espejo el brillo del éxito y la farlopa reflejado en su pupila no se percata del zumbido que acaba de desparramar los sesos de Olga sobre la blanca alfombra de alpaca, al otro lado de la habitación.

--Olga, cariño, ¿te queda mucho?

--Los Minuesa todavía se acuerdan de ti—Le dice lucio plantado frente a la cama – y tú sigues siendo un hortera, Conan.

A Conan no le da tiempo a decir nada. Solo a estirar la mano y ponerla frente a su cara. Una bala atraviesa la palma y se le incrusta en el cráneo. En el espejo del techo se refleja una negra sombra que desaparece y después el gesto, tan atónito como inerte, de que aquel que no puede creerse que eso le pueda estar sucediendo a él. Justo en ese preciso momento.

lunes, 17 de enero de 2011

El círculo de la aleatoriedad

Nadie habrá dejado de observar que cuando tiras una moneda al aire esperas que caiga sobre una de las dos caras. No concibes, por improbable, que quede en pie sobre su canto. Contemplas sólo dos opciones: cara o cruz; ganar o perder; suma cero.

La realidad, por lo general, se antoja más compleja que un simple juego de suma cero. No verás a nadie tirando una moneda al aire cada vez que tiene que tomar una decisión. La velocidad a la que se mueve el mundo y el elevado número factores, hechos y circunstancias que rodean cualquier decisión hacen imposible sopesar todos los pros y los contras en el juego de la vida.

Y si bien existe un amplio margen para la acción, hasta el punto que no puede decirse que nada está determinado, éste siempre queda circunscrito por el círculo de la aleatoriedad. Todo lo que percibimos es producto de la combinación de unos pocos elementos químicos, apenas 100. Las palabras y frases se articulan a partir de unas pocas reglas sintácticas y algunos elementos fonéticos. La estructura de un ser vivo deriva de tan sólo 4 elementos: adenina, timina, citosina y guanina. Combinaciones aleatorias componen nuestro mundo.

Un coche se detiene con suavidad sobre el desdibujado arcen de una carretera secundaria. La noche hace tiempo que reconquistó sus efímeros dominios, cubriendo de oscuridad el inhóspito páramo y el haz de los faros del automóvil apenas alcanzan a iluminar unas decenas de metros más de la castigada carretera. Lejanas luces de ciudad rompen la monotonía del valle, oscuro, por lo demás, como la profundidad abisal. Tras de la niebla ligera parpadean, débiles e inconstantes, dibujando una suerte de puzzle amarillento e incompleto. Un puzzle de vidas que se entrecruzan y esconden una historia (diferente o igual) tras cada una de ellas; luces que van y vienen, que se esconden y reaparecen sin más sentido que el que pueda tener en río que en su fluir baja, sereno o encabritado, silencioso o en rugido salvaje, hasta su eterna disolución. Y vuelta a empezar.

Juan sale del coche, se sienta sobre el capó y enciende un pitillo. Por un momento mete la mano en el bolsillo del abrigo para comprobar que el revolver sigue ahí. Aterido de frío y miedo observa las luces y se pregunta donde podrá estar la de ella, la de la mujer que le ha llevado hasta la situación en la que se encuentra. Removido en sus cimientos; apresado por la duda y el desasosiego; abocado a la irracionalidad del azar, ése que siempre repudió por resultar matemáticamente inexplicable.

Juguetea con una moneda mientras piensa en los actos y sus consecuencias, en la causa y el efecto, en como una simple mirada puede cambiar un destino aparentemente firme en su rumbo. La teoría del caos aplicada a una insignificante vida, la suya. Muchas veces se ha preguntado, desde que en el autobús, una mañana de primavera camino del trabajo, cruzó la primera mirada con Sabrina, que fue lo que le impulso a invitarla a cenar. A ella que de nada conocía y que nada significaba para él.Y que fue lo que a ella la impulso a aceptar.

La moneda gira en el aire y cae sobre la carretera, justo delante de las luces del vehículo. Por unos instantes Juan se resiste a mirar pero finalmente reúne el valor suficiente y se aproxima para conocer el resultado: Cara. Vuelve a echar la mano al bolsillo del abrigo, coge el revolver y lo tira con fuerza en dirección a las luces parpadeantes.

Un coche gira en mitad de una oscura carretera secundaria iluminando a su paso un cartel en el que se puede leer “Madrid. 40 Km.” y debajo una pintada que reza “Si no bebes, no fumas y no follas, para que vives gilipollas”

jueves, 30 de septiembre de 2010

Premonición

Despiertas y tratas de moverte pero no puedes. Giras la cabeza y observas hasta donde tu cuello permite. Sientes como las fuerzas se te escapan. Ahora ya sabes que no fue un sueño, que tu larga y tortuosa travesía ha finalizado, que el mar que te rodea, sin puertos que se dibujen más allá de la raya de un horizonte discontinuo, es lo último que verás antes de perder la razón.

Las olas de una mar en calma juegan con el cascarón castigado del que fue tu velero, ese que ha sido tu hogar los últimos meses y que ahora, tras la tormenta, perece como tú, con las velas rasgadas, el mástil quebrado y un timón errático, que suena rítmico como un grillo moribundo, apenas a unos metros de ti, lejos de tu alcance. Tienes sed pero nadie acude a mojarte los labios. Es absurdo que siquiera lo pienses pues fuiste tú el que decidiste la aventura de navegar en solitario. El sol, inclemente como un dios cabreado, aparece y desaparece tras la trinquetilla que se mece libre ante tus ojos. El salitre amargo coagula la sangre sobre tus heridas y la piel se tensa tanto que te trae al recuerdo el rostro castigado de los ancianos pescadores que te despidieron, brazo al aire, en las tranquilas aguas de Cabo Verde. Gimes y blasfemas, tus piernas son dos troncos aprisionados por esa pesada carga que es un mástil aún más inútil que ellas. Sientes que las fuerzas se te escapan y regresas a tus sueños intranquilos en los que la tormenta te sorprende y una ola gigante te arrastra por la cubierta como a un pelele minúsculo.

La lluvia te despierta y abres mucho la boca para que el azar de sus gotas calme en algo la sed que sientes, que abrasa tu garganta. Ríes como un loco cuando notas como tu cuerpo se hidrata. Cada gota de agua dulce que moja tus labios es un bálsamo. Ni siquiera sabes donde estás ni cuantos días llevas a la deriva, pero eso es algo que ya no te importa, porque la razón hace tiempo que te abandono y ya sólo te queda como guía un impulso que navega solitario por entre tus neuronas desquiciadas y que te repite, como una falsa letanía: aguanta, Iñaki, aguanta.

Despiertas empapado en sudor, el camarote está intacto y las piernas responden a tus órdenes, sin mástil que las aprisione. Sales a cubierta. El mar está en calma chicha; olfateas el salitre, dejas que la brisa amable te golpee en la cara y sonríes. Oteas el horizonte y tu gesto se congela en una mueca de preocupación. Nubes, oscuras como la piel de los pescadores de Cabo Verde, esos que dejaste atrás hace pocos días, se aproximan a inusual velocidad y el viento arrecia.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Pavel

Han pasado exactamente tres años desde que inició el viaje que le conduciría al lupanar inmundo en el que vive, perdido en mitad de un inhóspito paraje conquense, a la vera de una carretera secundaria que une dos pueblos de lo que nunca había oído hablar antes de llegar allí y de los que no recuerda el nombre.

Tres años pesados como los cuerpos desnudos de los muchos clientes que la cabalgan cada noche mientras ella imposta placer y felicidad. Tres años en los que sus mejores compañeros de viaje han sido las palizas, la píldora del día después y la farlopa que esnifa con vehemencia como único remedio para dejar de sentir, para vaciar su cabeza de pensamiento racional, para adaptar su dañada conciencia a la realidad que la circundaba y que, de otro modo, hubiese sido incapaz de soportar. Justo lo que ellos quieren, un juguete roto con la voluntad anulada, presto a satisfacer los deseos más perversos de una caterva de animales ignorantes que paga por adelantado.

Ya casi no recuerda los días en que la engañaron como a una niña --lo que era-- con la cabeza llena de pájaros y la arrogancia de su belleza todavía intacta. La noche antes del gran viaje, el que cambiaría su vida, la pasó en vela imaginando pasarelas, flashes y portadas de revistas de papel cuché. Fue su último sueño feliz.

Los días y las noches de después --todos y cada uno que la han conducido hasta éste, en que una pequeña tarta con tres velas encima le recuerda que los sueños felices no son una quimera-- son un recuerdo vaporoso que se funde una y otra vez en una lágrima mil veces derramada y la añoranza de esa niñez perdida en su país de origen, ese que ya sólo importa para añadir exotismo al producto que vende: su cuerpo.

Sobre la cama mancillada por el último y salvaje violador de la noche, junto a la tarta de las tres velas, descansa, con el gesto inamovible, el único recuerdo palpable y seguro de un pasado borrado a base de golpes y cruda realidad: su pequeño Pavel, el osito que papá le regaló cuando cumplió los cinco años.

domingo, 29 de agosto de 2010

Nunca se es demasiado joven para matar

No corría ni una gota de viento en aquel caluroso día de agosto. Se diría que el astro rey hubiera decidido prescindir de toda clemencia en esa batalla constante que libra contra el resto de los elementos y reivindicaba aquel lugar como suyo y de nadie más. La acera y el asfalto emitían reflejos en forma de humo emergente que pronosticaban que el sofocante calor, cual vasallo fiel, seguiría protegiendo el reino una vez se hubiera retirado su amo y las luces bastardas hubieran comenzado a cuajar las calles, comercios y viviendas de la urbe siempre insomne.

El muchacho estaba apoyado sobre el capó de un BMW aparcado en batería en una calle adyacente a una gran avenida, tan ancha como vacía de almas en tránsito. Vestía chaqueta y pantalones vaqueros de pitillo, una camiseta con el nombre de un grupo de rock y calzaba unas zapatillas deportivas de color negro marca converse. Toda su indumentaria hablaba de su procedencia suburbial, tan ajena a aquel lugar, plagado de tiendas caras y edificios señoriales, como lo sería la de un pez lobo en mitad del desierto del Gobi.

Tenía las palmas de las manos posadas sobre las rodillas y el gesto torcido por los últimos rayos solares de un crepúsculo que atacaba sus retinas como lo haría un ejército de impíos que no hace rehenes ni deja enemigos a su espalda. En la comisura de los labios le colgaba al muchacho un pitillo a medio consumir. Gruesas gotas de sudor avanzaban temblorosas y con rumbo incierto entre los surcos de su arrugada frente y el humo del cigarrillo insistía pertinaz en colársele entre los párpados, entornados, dando a sus ojos un aspecto de inexistencia bajo el escorzo inverosímil que trazaban sus cejas pinceladas.

A pesar de todo permanecía inmóvil, como una escultura de cera que ha comenzado a deshacerse, con la mirada atenta a un punto fijo del espacio circundante: las amplias puertas del portal de un vetusto edificio de viviendas de lujo. Varió levemente su posición cuando tiró el pitillo y lo extinguió de un pisotón mientras se atusaba el pelo y se enjugaba con el dorso de la mano el sudor que le empapaba la frente. Con gesto ritual encendió otro cigarrillo y recuperó la postura, como si hubiese nacido así y estuviera dispuesto a morir así.

Una voz sonó a su espalda, desde el otro lado del coche, como salida de una profunda sima, sacándole de lo que pudiera estar pensando:

—Chico, ¿se te ha perdido algo? —el muchacho giró la cabeza y pudo ver a un hombre de aspecto imponente que le miraba interrogante y con cara de pocos amigos.

—¿Está prohibido estar aquí?

—Eso depende

—¿Y de que depende?, si puede saberse —contestó sin alterar la postura ni el gesto ni sacar siquiera el pitillo de la boca.

—Pues fundamentalmente de lo que a mí me salga de las pelotas porque éste es mi coche, ¿entiendes? Circula y no te meterás en un problema que no sabrás resolver. Sé buen un buen muchacho, no me jodas.

—Pues eso también depende…

—No me toques las pelotas, chaval, que no me apetece nada tener que ponerme a patear tu culo de macarra con este puto calor.

En ese momento se abrió la puerta del portal y asomó la cabeza de un hombre de mediana edad que miró al fornido que hablaba con el chico. El gorila asintió con la cabeza, dando a entender que no había ningún problema, y el cuarentón terminó de salir con un maletín en la mano y se dirigió hacia el coche. El muchacho ya estaba de pie cuando el hombre que le había amenazado comenzó a abrir la puerta del coche, sonriente y menando la cabeza con incredulidad. El gorila sólo alcanzó a ver por el rabillo del ojo la detonación amortiguada que desparramaría sus sesos, parte en la ventanilla del vehículo y parte sobre el asfalto hirviente. Cayó entre dos coches y allí se quedó inmóvil con un enorme charco de sangre manando tras lo que le quedaba de cabeza. El del maletín quedo estupefacto en mitad de la acera, congelado en mitad de un paso, en una posición grotesca.

—¿Quieres el maletín?

—Sí.

—Toma, cógelo, es tuyo, pero por favor no me hagas nada —El hombre abrió con dedos temblorosos los grilletes que le ataban al maletín y lo avanzó con su brazo hacía el chico. Éste lo cogió, retrocedió unos pasos y se quedó mirando al aterrado cuarentón con un gesto que, a pesar de su evidente juventud, no expresaba nada, ni odio, ni ira, ni intranquilidad.

—Los Minuesa te mandan recuerdos —dijo, y eso fue lo último que escucho aquel hombre, en voz de un chico que aún lucía las secuelas del acné. Tampoco pudo decir nada más. Antes de poder emitir una sola palabra más tenía una bala alojada en la tráquea y otra en la base del corazón. Cayó en mitad de la acera con los ojos muy abiertos y la incredulidad manándole a borbotones por garganta y pecho.

El sol ya se había retirado, dejando paso a una noche bastarda, y las farolas comenzaron a iluminarse de manera aleatoria, una detrás de otra, como saludando a la incipiente oscuridad en un idioma que sólo ellas conocen. El joven Lucio miró en derredor y pudo comprobar que la calle seguía vacía y silenciosa. Cogió el cuerpo inerte que yacía en mitad de la acera y lo arrastró hasta dejarlo entre los dos mismos coches donde había caído el impertinente guardaespaldas. Cuerpo sobre cuerpo sumidos en un último abrazo sangriento. Caminó, como si paseara con despreocupación, hasta la boca de metro más cercana y desapareció camino de su suburbio en el que, a pesar del agosto y las vacaciones, se encontraría con calles plagadas de almas en tránsito ávidas de encontrar un lugar donde esconderse del calor que había quedado vigilante tras la batalla de los elementos.

lunes, 31 de mayo de 2010

Ritmo de Jazz

Ernesto despierta sobre el suelo del cajero automático, su refugio las últimas semanas. Hacía un frío espantoso pero esta vez, a pesar de la borrachera, consiguió colocar los cartones en la posición óptima, en el rincón preciso, aquel al que la pequeña y pertinaz corriente que se filtra bajo la puerta, llega con más dificultad.

Un haz de sol invernal traspasa el cristal y se le clava en la retina, cegándolo. Maldice por lo bajo y, con la torpeza de un niño gigante, se incorpora. Por unos segundos, queda con la mirada perdida en el reflejo truncado que le devuelve el cristal de la puerta. Odia tener que afrontar la fría mañana sin siquiera un trago que amortigüe la pesada realidad que comienza a dibujarse fuera de su refugio nocturno: Humanidad estresada, coches, humo y ruido, demasiado para alguien al que le duele la cabeza como si le hubieran clavado un punzón en cada una de las sienes. Ernesto tiene la boca pastosa y los labios resecos como el tronco de un alcornoque marchito. Exprime sobre su boca un cartón de vino peleón pero sólo salen unas pocas gotas, insuficientes para humedecer su ansiedad. Busca en sus bolsillos y solo encuentra unas pocas monedas de cinco céntimos, insuficiente para otro cartón.

"Al menos hoy hace sol" -piensa mientras traspasa el umbral del cajero y pasa a sumergirse en plena calle Goya, una mañana de sábado, víspera de nochebuena. En su mano una maleta que guarda celosamente su saxo, ese que siempre le fue fiel y al que nunca le importó su agrio carácter. Se encamina hacia el metro para comenzar su jornada de músico ambulante y, en el trayecto, se cruza con una multitud que pasa por su lado sin rozarle; es como si a su alrededor se formara un campo magnético cuya misión fuera repeler viandantes aparentemente despreocupados. Algunos le miran, apenas unas décimas de segundo, y en sus rostros puede leer asco, lástima o sorpresa, nada parecido a un gesto de complicidad o indiferencia. Los indiferentes, la mayoría, sencillamente no le miran.

Y de entre el bosque de caras aparece una que excita su recuerdo adormecido. El pasado acude hasta él como una ráfagas de imágenes que se concatenan como los sonidos improvisados de una pieza de jazz:

Él con su banda, un foco amarillo redondea su figura sobre el escenario mientras improvisa sobre una sencilla base de bajo, piano y percusión. Elena canta a su lado. Su figura aparece y desaparece entre el espeso humo de una sala abarrotada pero su voz atraviesa el espacio y coloniza galaxias.

El pelo largo, los ojos negros y la piel suave de Elena; sus jadeos salvajes cuando follan en la pequeña buhardilla que alquilaron en la plaza del 2 de mayo. La vida rápida de los tugurios de Madrid y un amor que se quema al mismo ritmo que el "chino" que se fuma las noches en las que no puede concebir el sueño.

¿Qué hay de cierto en todo esto? Se lo pregunta mientras fuma un pitillo con la mirada fija en la claraboya que filtra los primeros rayos de luz. Quizás la respuesta se encuentre en el fondo de ese vaso de güisqui que reposa sobre la mesilla tras la noche de tempestad. A su lado descansa una raya, pálida y más amarga que ninguna pues será la primera del día que amanece. Elena aún duerme la mona. Ya no queda música en sus ronquidos.

Ahora tiene el pelo más corto y las arrugas han comenzado a castigar su fisonomía antes de lo previsto. Quizás sea el rastro de aquellos días de vino y rosas. Viste elegantemente y aún conserva la fuerza en sus negros ojos. A su lado, agarrado a su mano, camina un niño de unos seis años que se queda mirando a Ernesto con gesto de pavor. Uno que todavía no tenía catalogado. Elena no repara en él. Está demasiado concentrada en encontrar un hueco por el que circular. Ernesto solo alcanza a susurrar su nombre mientras ve como se ella se pierde en esa marea en la que él es remolino.

martes, 8 de diciembre de 2009

Cuestión de escrúpulos

— No es tan fácil como muchos piensan, Teo —Lucio habla y el vaho del invierno, húmedo y espeso, escapa de su boca con cada palabra pronunciada. Ningún gesto en su rostro que denote congoja o nerviosismo. Todo lo contrario: su boca es una línea trasversal que bien podría tratarse de una sonrisa. Sus cejas, finas como un pincel japonés, apuntan a un cielo cubierto de nubes amenazantes, casi tanto como los son sus ojos: dos brochazos, negros y profundos, que parecen pintados por el Goya más tenebroso y atormentado. Un gesto esculpido a pico que bien podría reflejar pánico, habida cuenta de la situación, pero que sólo expresa irónica perplejidad.

Teodoro Minuesa, frente a él, apenas a cinco o seis pasos, le apunta con un revólver que a juzgar por cómo le tiembla en la mano podría pensarse que se trata de un pesado lanzagranadas. Su nuez no para quieta en el gaznate. Sus ojos no apuntan en ninguna dirección. Quiere decir todo lo que ha pensado antes de encontrarse en esta situación pero no acierta a decir nada. Tiene la boca emplastada y las palabras no consiguen traspasar más allá de su pensamiento, cada vez más confuso y desordenado.

—Para empezar deberías quitar el seguro a ese pistolón que te han dejado, de lo contrario no podrás dispararme -ahora Lucio enseña una hilera de dientes mientras muerde la boquilla de un pitillo; lo enciende y guardar el paquete y el mechero; con tranquilidad se sube las solapas del abrigo y vuelve a meter las manos en los bolsillos —Hace fío, ¿verdad?, no creo que este sea el mejor día para morir. Si tuviera que elegir, desde luego no elegiría esta puta mierda de día.

Teodoro gira su mano y mira con disimulo el lateral del revólver. El seguro, efectivamente, está puesto. Maldice por lo bajo y, como si acabara de darse cuenta de lo complicado de su situación, mira con pánico a Lucio, que no se ha movido ni un milímetro: permanece erguido, con el gesto entre la interrogación y la ironía, en mitad del sendero del parque, apenas visible bajo el manto de hojas de castaño empapadas de lluvia.

—Quítaselo, Teo, no te preocupes por mí, no me moveré de aquí, si quisiera matarte ya lo habría hecho hace un rato. Quiero demostrarte que lo que te digo es cierto.

El menor de los Minuesa trata de hacerlo rápido pero, entre los nervios, los guantes y su torpeza habitual, tiene que repetir el movimiento en varias ocasiones hasta que por fin lo consigue. Vuelve a apuntar a Lucio de nuevo. El revólver pesa ahora más que nunca. La garganta le quema como si estuviera tragando alcohol, el aire comienza a desaparecer de sus pulmones, como si alguien le hubiera puesto una piedra de doscientos kilos encima, y el sudor, frío como el día, comienza a perlarse sobre su frente. Las palabras siguen presas en algún lugar más allá de la frontera del caos.

Lucio sigue fumando. Las manos en los bolsillos del abrigo y el pitillo prendido en la comisura de los labios. Ladea la cabeza para evitar el humo que trata de colársele en los ojos y deja que el silencio se apodere del tiempo. Transcurre al menos un minuto hasta que vuelve a la carga:

—¿Ves como no resulta tan fácil? Quizás lo parezca, eso no te lo voy a negar, apuntas, disparas y ya está, el Lucio para el otro barrio y tus hermanos todos contentos. Esa es la teoría, al menos. Lo que no te han contado tus hermanos es que no es una cuestión de si tienes o no tienes los cojones para hacerlo. Se trata de escrúpulos, Teo. Los cojones los tenemos todos llegado el caso. Los escrúpulos es otro tema. Si no nos hubiéramos criado juntos lo hubiera sabido por tu gesto de pánico pero es que, además, te conozco, gilipollas. Sé que nunca lo harías. Puta conciencia ¿verdad?

Se aproxima hasta él con el paso tranquilo, coge el revólver por la bocana y se lo acerca hasta el corazón y grita

—¡Dispara, coño!

Teodoro cae de rodillas con el brazo en alto. Lucio aún sujeta su mano, aferrada al revolver, apuntando al corazón. Con la cabeza gacha y la mirada perdida sobre el lecho de húmedas hojas comienza a llorar. Farfulla perdones y maldiciones. Suplica la venia de un asesino sin escrúpulos, que si bien no fue su hermano de sangre siempre fue el que mejor le comprendió. Mucho mejor que esos animales que tiene por familia.

Lucio mira hacía su nuca, arranca la pistola de sus manos, vacía el tambor de balas, la arroja entre unos matorrales y continúa su paseo entre los árboles desnudos del parque de El Retiro, gélido y desierto. Sin darse la vuelta, aún escuchando el llanto del que fue su hermanastro, dice:

—La próxima vez, Teo, no tendré tantos escrúpulos. Vete para siempre, yo me encargaré de los tuyos. Valientes hijos de puta.

domingo, 4 de octubre de 2009

Algo así

—Un disparo de adrenalina que primero coloniza el estomago y desde allí comienza su invasión. Eso, esa sensación de vigor repentino, el estado de visión preclara, es lo que me gusta de mi trabajo. ¿Sabías que la adrenalina es la droga más potente de todas las que se conocen? —Lucio hace un breve inciso, da una calada al pitillo y bebe un sorbo de su güisqui mientras expulsa humo por la nariz. Fija su mirada durante apenas un par de segundos en el culo de la camarera cuarentona que limpia una de las mesas y continua su plácido monólogo, intentando hacerse escuchar por encima de la música blues que inunda el antro —Es gracioso que haya gente buscándose la vida como pordioseros, por poblados infestos, en busca de una dosis de cualquier sucedáneo, sin saber que su cuerpo es capaz de producir el solito la más pura de las drogas… y gratis.

—¿Eres broker en la bolsa o algo así? —el tipo a su lado pregunta con voz emplastada; es como si acabara de salir en este mismo momento de un estado catatónico en el que hubiera permanecido sumido durante varios años.

El garito no está lleno. Ni mucho menos. Una camarera que probablemente un día tuvo el sueño fugaz de una vida bohemia, Ramiro, el propietario de aquel reino de inmundicia y su socio, el borracho de la pregunta inoportuna. Lucio continúa como si nada:

—La clave está en controlar tu viaje. De lo contrario te domina el pánico. Y ya no hablas de poder sino de miedo. En el campo de batalla, ese pequeño matiz, es el que marca la diferencia entre un héroe y un cobarde.

—¿Eres soldado o algo así? —Ramiro, en pie al otro lado de la barra, le ha dado por intervenir en la conversación mientras receba el vaso de Lucio —la última que chapamos.

—Algo así —Lucio taladra al propietario con la mirada —en realidad trabajo para los Minuesa, una respetable familia del sur de la capital ¿te suenan? —Ramiro palidece, tensa levemente su cuerpo tras la barra y comienza a mirar a un lado y a otro, sin fijar la mirada en ningún lugar en concreto. Lucio vuelve a dirigirse al tipo a su lado que no da muestras de haberse enterado de nada —¿Lo ves?, a esto me refiero. Si dejas que el chute de adrenalina te colapse el celebro estás perdido. Esa es la diferencia entre Ramiro y yo. Por eso él se dedica a servir copas y a pasar farlopa a cuatro colgados y yo a matar a gente como él.

Lucio se levanta como empujado por un resorte. Con un movimiento rápido saca la Beretta y apunta a Ramiro que sólo acierta a mascullar un rancio “puedo explicarlo”. Pero antes de terminar ya tiene una bala de nueve milímetros alojada en la traquea y otra en el corazón. La voz desgarrada de Janis Joplin ahoga el sonido de las detonaciones y la camarera ni siquiera puede ver como la parca la pesca con la escoba en la mano mientras barre la bohemia de Malasaña al ritmo de “Summertime”. Lucio deja la Beretta sobre la barra, enciende un pitillo y apura lo que queda de güisqui.

—¿Lo ves? —dice dirigiéndose al borracho que permanece inmóvil sobre su banqueta —el pánico te impide coger la pistola sobre la barra, darme un tiro y salvar tu culo de alcohólico. Ya no vas pedo, ¿a qué no? La adrenalina mata el pedo, ya te dije que es la droga más potente… a que ahora lo comprendes.

Dos detonaciones más y una figura, negra como una noche sin luna, que se desliza entre las calles estrechas y empedradas rumbo a la plaza del Dos de Mayo. Atrás sólo un neón parpadeante y el singular olor de la muerte. Huele a miedo.

sábado, 26 de septiembre de 2009

La ignorancia

“Nunca nos cansaremos de criticar a quienes deforman el pasado, lo reescriben, lo falsifican, exageran la importancia de un acontecimiento o callan otro; estas críticas están justificadas (no pueden no estarlo) pero carecen de importancia si no van precedidas de una crítica más elemental: la crítica de la memoria humana como tal. Porque, la pobre, ¿Qué puede hacer ella realmente? Del pasado sólo es capaz de retener una miserable pequeña parcela, sin que nadie sepa por qué exactamente ésa y no otra, pues esa elección se formula misteriosamente en cada uno de nosotros ajena a nuestra voluntad y nuestros intereses. No comprenderemos nada de la vida humana si persistimos en escamotear la primera de todas las evidencias: una realidad, tal cual era, ya no es; su restitución es imposible.” Milan Kundera. La Ignorancia.

Un infarto te fulminó en mitad de una mañana de primavera, a ti, que siempre te gustó el invierno.

Los recuerdos se suceden al ritmo de las canciones. O quizás no debería decir los recuerdos, quizás debería hablar sólo de sombras del pasado, brochazos indefinidos que luchan por cobrar forma lógica, imágenes incompletas que asocio a mi vida contigo pero que puede que sean, simplemente y por obra y gracia de mi alquimia de los procesos, de la inercia del momento, falsas; o mezcla de realidades pasadas, distantes en el tiempo, que ahora retornan hasta mi memoria fusionadas en un recuerdo único, reconstruido para la ocasión, para dar sentido a este sentimiento que aún no he terminado de catalogar. Porque mi camino es una sucesión de acontecimientos que se concatenan y se superponen, que en su devenir me han conducido hasta el punto en el que me encuentro justo ahora: frente al ordenador, tratando de reconstruir tu memoria al ritmo de canciones que escucho una y otra vez, seleccionadas con esmero en la soledad de mi despacho, en la noche en la que te he dado el último adiós.

Las ventanillas del coche abiertas y el viento y la música que se enredan en tu pelo, negro como el pozo profundo de mi amor, rizado como la carretera secundaria que recorremos porque nos apetece, porque hoy decidimos que queríamos ver el mar y enfilamos directos hacia el Este, con esa osadía que sólo da el amor incipiente, que siempre es presente, nunca pretérito ni futuro perfecto. Sopla levante y Bob Segger desparrama las notas de “Against the wind”, que suena como una premonición, aunque tú y yo aún no lo sabemos y sólo nos quedamos con esa parte en la que, melancólico, habla de secretos compartidos, montañas que se mueven y fuegos incontrolables.

Un nudo de impotencia que atenaza la garganta. Otra vez el coche (el mismo coche) pero ahora no estás a mi lado. Con la mirada fija sobre la blanca pared de una habitación inocua, anestesiada de calmantes, yaces en la cama de un hospital al que yo regreso con un camisón, algunas mudas y tu neceser. Bruce me dice que todo está bien en este día solitario pero yo no puedo apartar del pensamiento la pequeña pantalla en blanco y negro, en donde unas líneas indefinidas marcan el fin de un proceso, el aborto de una esperanza. Y el rostro circunspecto del ginecólogo, seguido de palabras impostadas, tan gastadas como inútiles. Y tus lágrimas y mi abrazo mudo, porque me niego a repetir palabras de ánimo que sé que son inútiles. Sólo acierto a decirte que voy a casa a recoger tus cosas y a la salida rompo a llorar y llamo a tu madre.

Una pregunta se prende entre el humo espeso que inunda mi despacho, al ritmo de “Strange days”, que me trae al recuerdo tu rostro interrogante:

-Chiqui, ¿No seremos nosotros los raros?

Aún no sabemos si es huida o exilio voluntario. O ambas cosas. En realidad carece de importancia porque es el camino que hemos elegido y en ese momento nos parece el mejor. No sabemos nada de lo que ocurrirá después. Nunca sabremos (y nos lo preguntamos muchas veces) si fuimos nosotros, que no nos supimos adaptar a aquel entorno, que siempre nos resulto ajeno y lejano, o si fue aquella gente hostil y traicionera, de mentalidad provinciana, la que nos hizo sentir como dos seres extraños desubicados y sin rumbo fijo al que aferrarse. Solos tú y yo, con el mar a nuestra espalda y las huestes que no nos atacan, que sólo nos observan, quietas, sin hablar. Hasta que llegó el día en que decidimos darnos la vuelta y mirar al mar y dejó de importarnos lo que quedaba a nuestras espaldas.

—¿Qué significa esta letra, qué dicen? —me lo preguntas con uno de los casquitos en la oreja y tu cara muy pegada a la mía, tumbados los dos en la arena de una playa desierta, como hecha para nosotros, para vivir juntos este momento.

—“Conseguí la llave para la autopista, desahuciado y destinado a irme, me largo de aquí corriendo, andando sería demasiado lento…” eso dice más o menos.

—Me gusta. ¿Tú crees que está vez saldrá bien?

—Estoy seguro cariño

—¿Te vienes a la orilla conmigo?

—No, me quedo aquí, escuchando música… (y mirándote)

Tu oronda serenidad enfundada en un peto vaquero, enroscadas las perneras hasta las rodillas, y el mar verdoso que juega con tus tobillos castigados de lesiones. El sol de media tarde, oblicuo y anaranjado, embellece tu perfil. La luna, más pálida que nunca, desafía a la luz del ocaso y se hace un hueco en mi particular encuadre. Quisiera ser pintor para plasmarlo en un óleo de tonos verdes y naranjas. Pero no lo era, ni lo soy, y ya sólo tengo, como si de una foto se tratara, un recuerdo de tu segunda preñez que siquiera sé si es cierto o si es la fusión de muchos otros. Nunca me importó la inseguridad de mi memoria pero, ahora, me duele porque ya no existes más allá de ella.

¿Eres tú?

—¿El Sr. Manrique? —la voz al otro lado del teléfono suena neutra

—Sí, dígame

—¿Es usted el marido de Ángela Sanabria?

—Sí, dígame, ¿sucede algo?

—Verá —un silencio hermético se apodera del tiempo —su mujer ha fallecido —un silencio que atenazas las palabras —Sr. Manrique ¿está usted ahí?

—Sí… sí. ¿Dónde tengo que acudir?