viernes, 11 de marzo de 2011

Justo en ese preciso momento

Conan está prosperando, es indudable. Una amplia sonrisa se ha instalado en su cara desde que comenzaron aparecer los primeros invitados. Es todo cordialidad con cada uno de ellos. Los recibe con un fuerte apretón de manos, apenas atraviesan el umbral de la casa, cambia alguna que otra trivialidad y les señala el amplio salón adyacente en donde una tropa de camareros perfectamente uniformados circula entre los invitados portando bandejas repletas de bebidas y canapés.

Lucio observa la escena, sentado en un sofá de orejas blanco marfil. Fuma un pitillo y una débil sonrisa de incredulidad aflora en su rostro detrás de cada calada. Le había costado localizar a aquel hijo de perra pero ahí lo tenía, presa del azar de las circunstancias y de su vanidad: La circunstancia de que alguien del clan de los Minuesa se hallase en Barcelona haciendo negocios hace tan solo un par de semanas. La vanidad de alguien, que siempre tuvo la precaución de no destacar pero que cuando, ya casi en la cumbre, decidió inaugurar el que se antojaba como mejor puticlub de todo Barcelona y aledaños, sucumbió a la tentación de hacer una entrevista para una televisión local. El azar de que la televisión de la cafetería en dónde Raúl Minuesa desayunaba de buena mañana un pincho de tortilla estuviera encendida y el dichoso canal local sintonizado.

Conan no ha reconocido a Lucio cuando al franquear la puerta le ha estrechado la mano; aunque sí ha fingido conocerle, el muy hijo de puta. Qué arte tiene el tipo. Hasta Lucio ha dudado durante un instante si podría haberle llegado a reconocer. Pero no. Ha pasado demasiado tiempo y, además, Lucio no era más que un crío cuando Conan desapareció del barrio, justo el día después que Manu Minuesa apareciera apuñalado e inerte en la cuneta del camino de tierra que conducía a su chabola. No era más que un yonqui desgraciado y sin remedio pero era de la de la familia y la familia no puede permitir que ninguno de los suyos muera como un perro y mucho menos a manos de un enclenque que se dedicaba a chulear a cuatro furcias y a pasar jaco a lo más tirado de Pan Bendito. Eso no. Es probable que se lo mereciera pero ¿A quién coño le importa eso si se apellida Minuesa?

Ahora ya nadie le llama Conan, ese absurdo apodo que se ganó por ser un fanático del personaje de Robert E. Howard, nada que ver con su aspecto enclenque y desgarbado. Casi se podría decir que resultaba cómico llamarle así. Una de esas chanzas de barrio que uno no pude sacudirse por mucho que lo intente porque es lo que hay. De repente todo el mundo te conoce por tu apodo, por muy ridículo que éste resulte, y ya solo tu madre parece acordarse de tu verdadero nombre. Ahora atiende al nombre de Luis Sifré y finge ser alguien que no es y que nunca será por mucho que se empeñe en ello, por mucho dinero que dedique a tomar clases de protocolo y dicción.

--No existen My Fairs Ladies en Pan Bendito, amigo Conan-- piensa Lucio mientras apaga el cigarrillo en un recargado cenicero de pie al lado del sofá de orejas

*****

La fiesta ha sido un éxito. Y ahí está Conan. Tumbado sobre el raso rojo de una cama con forma de corazón esperando que Olga, la mejor de todas las putas que componen la extensa plantilla del burdel que acaba de inaugurar, sirva dos copas de champagne cristal, bebida de zares, y termine de preparar un buen par de rayas.

Ya comienza a sentir la excitación en forma de rítmica pulsión en la punta de su pene. Nota como el miembro se despereza dentro de los calzoncillos mientras él piensa en una aspiración profunda de farlopa, seguido del sabor amargo del cristal, un pitillo y Olga chupándosela como solo ella sabe hacerlo, despacito y con mucho amor. Y su perfecto culo en pompa reflejado en el espejo del techo, elemento indispensable en toda suite de puticlub que se precie.

Y mientras observa en el espejo el brillo del éxito y la farlopa reflejado en su pupila no se percata del zumbido que acaba de desparramar los sesos de Olga sobre la blanca alfombra de alpaca, al otro lado de la habitación.

--Olga, cariño, ¿te queda mucho?

--Los Minuesa todavía se acuerdan de ti—Le dice lucio plantado frente a la cama – y tú sigues siendo un hortera, Conan.

A Conan no le da tiempo a decir nada. Solo a estirar la mano y ponerla frente a su cara. Una bala atraviesa la palma y se le incrusta en el cráneo. En el espejo del techo se refleja una negra sombra que desaparece y después el gesto, tan atónito como inerte, de que aquel que no puede creerse que eso le pueda estar sucediendo a él. Justo en ese preciso momento.

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