jueves, 13 de noviembre de 2008

2 Ensaimadas

Desde el momento en que nos anunciaron que Claudia, su esposa, había muerto, supe –lo leí en sus ojos gastados de lágrimas- que Gabriel nunca volvería a ser el mismo.

Lo cierto es que intenté, por todos los medios a mi alcance, que Gabriel saliera del remoto lugar en el que sólo existían el dolor y la culpa. Traté de hacerle comprender que debía seguir adelante, que aquello era un bache que se podía superar, que volveríamos a disfrutar de todas esas cosas divertidas que nos gustaba hacer juntos.

Hasta el día en que me di cuenta de que mis palabras eran como peregrinos errantes sin un santuario al que llegar. Y es que Gabriel ya no atendía a las voces de los vivos, por lo menos no a las de aquellos que todavía habitábamos en un mundo de realidad al que él había renunciado sin dar explicaciones… supongo que porque no existían, igual que no existía un camino para mis palabras peregrinas. Se exilió en la soledad de una casa vacía de Claudia y en el alcohol. Se pasaba horas delante del ordenador, navegando por foros y salas de chat, construyendo a través de Internet una vida que no existía más que en su trastornada imaginación. Escribía poemas sin sentido, palabras de desgarro que habían acabado por convertirse en una espiral cuyo vórtice era el abismo.

La última vez que acudí a su casa, seis meses después del entierro de Claudia, tuve que decirle que la empresa había decidido prescindir de sus servicios. Cuando la dirección planteó, en una reunión ordinaria del consejo, el tema de su cese, me sentí tácitamente obligado de ser yo el que le comunicara la noticia. El presidente habló de mandarle un burofax, pero mi ética personal -o eso creía yo- me impedía escabullirme de una obligación que entendía como mía e ineludible. Intentaron, no obstante, persuadirme con argumentos que a mí me parecieron sólo propios de cobardes insensibles. Entendía el despido, entendía que en una gran corporación los buenos sentimientos tienen fecha de caducidad y que allí nadie consiente que un alcohólico, perdedor y sin ganas de vivir, siga cobrando una nómina. La productividad es un término que no admite matices en el mundo de las grandes corporaciones pero, en aquel caso, no se trataba de un frío número sino de mi amigo.

A pesar de que todo indicaba que aquello no podía salir bien, me presenté en su casa una fría mañana de domingo y llamé repetidamente al telefonillo hasta que abrió. Llevaba cuatro meses sin verle -no había aceptado recibirme hasta entonces- pero cuando lo encontré esperando en el rellano de la escalera me pareció que hubieran pasado dos siglos. Yo, que buscaba un remedio desesperado, un acto que lo cambiara todo, había comprado unas ensaimadas en Viena Capellanes, nuestras favoritas; quería hacer un último intento por comunicar con él, apelar a los tiempos en los que todo estaba bien. Todavía no había dejado de sentir que su fracaso se debía a mi prematuro abandono, a mi falta de insistencia, que yo era su último asidero y que le había fallado. Quise imaginar que nos sentaríamos, como tantas otras veces, a desayunar y charlar tranquilamente en la cocina, frente al enorme ventanal que la presidía. Recuerdo que a través de aquella ventana se podía disfrutar de una hermosa vista del parque del Retiro, sobre todo en mañanas soleadas de inverno incipiente, en las que el sol calentaba tibio y el parque aparecía cubierto por las últimas hojas secas del otoño. Ni siquiera llegué a mirar a través de ella porque no pude llegar hasta la cocina.

Me detuve en el rellano de la escalera, estupefacto, y escondí la bolsa de ensaimadas en un bolsillo del abrigo, fue un acto reflejo. Todavía no acierto a entender como se me ocurrió semejante majadería., como pude pensar que iba a arreglar aquello con unas simples ensaimadas. En aquel momento me parecía mentira que Gabriel, siempre impecable, sonriente y cortés, hubiera llegado a semejante estado de deterioro personal. Cuando traspase el umbral y accedí hasta el salón, sentí ganas de vomitar. La estampa general, el conjunto de su figura enfundada en un sucio pijama, desaseado y maloliente, en aquel lugar que fue su hogar, parecía sacada de una novela de Henry Miller. Aquella casa, que fue lugar de luz, decorada con esmero, acogedora… aquel salón al que tantas veces había ido a cenar con mi mujer y con mi hijo, aquel pedazo de mi vida, en el que compartimos tan buenos momentos, parecía un estercolero, una de esas estaciones de autobús infecta y maloliente, plagada de botellas vacías, vómitos y orines de borrachos allá donde se mire. Sentí indignación y pena. Pensé que aquella era la peor de las formas para guardar la memoria de Claudia, aunque, quizás, era eso precisamente lo que Gabriel pretendía: lo más probable es que lo único que buscara era borrarla de su recuerdo… a ella y todo el dolor que traía consigo.

Me ofreció un trago de vodka directamente de su botella, tenía los ojos perdidos en una expresión de imbécil y siquiera daba muestras de saber quien era yo, quien había sido. Armado de mi indignación, de un modo abrupto y rayano en lo desagradable, di cuenta de mi parte en aquella penitencia que me había impuesto. Apenas alcanzó a articular algunas palabras, algo así como que se lo esperaba y que lo entendía y yo ya estaba saliendo por la puerta. Huí despavorido, y sin mirar atrás, aliviado y culpable, tiré la bolsa con las ensaimadas en una papelera del parque. Pensé que todos aquellos que me aconsejaron no ir, tenían razón.

Gabriel desapareció un par de semanas después de mi visita. Vendió su casa y borró su rastro. En estos últimos diez años, he oído todo tipo de rumores -desde que se hizo marinero hasta que dormía bajo un puente- pero cada vez que he intentado seguir su estela he llegado a lugares sin salida.

Anoche tocaron a mi puerta. Cuando abrí no había nadie, sólo una bolsa de papel de Viena Capellanes con dos ensaimadas en su interior. No sé que demonios querrá decir, si significará que me ha perdonado o si simplemente reclama venganza, pero al menos sé que vive... y que recuerda.