lunes, 17 de enero de 2011

El círculo de la aleatoriedad

Nadie habrá dejado de observar que cuando tiras una moneda al aire esperas que caiga sobre una de las dos caras. No concibes, por improbable, que quede en pie sobre su canto. Contemplas sólo dos opciones: cara o cruz; ganar o perder; suma cero.

La realidad, por lo general, se antoja más compleja que un simple juego de suma cero. No verás a nadie tirando una moneda al aire cada vez que tiene que tomar una decisión. La velocidad a la que se mueve el mundo y el elevado número factores, hechos y circunstancias que rodean cualquier decisión hacen imposible sopesar todos los pros y los contras en el juego de la vida.

Y si bien existe un amplio margen para la acción, hasta el punto que no puede decirse que nada está determinado, éste siempre queda circunscrito por el círculo de la aleatoriedad. Todo lo que percibimos es producto de la combinación de unos pocos elementos químicos, apenas 100. Las palabras y frases se articulan a partir de unas pocas reglas sintácticas y algunos elementos fonéticos. La estructura de un ser vivo deriva de tan sólo 4 elementos: adenina, timina, citosina y guanina. Combinaciones aleatorias componen nuestro mundo.

Un coche se detiene con suavidad sobre el desdibujado arcen de una carretera secundaria. La noche hace tiempo que reconquistó sus efímeros dominios, cubriendo de oscuridad el inhóspito páramo y el haz de los faros del automóvil apenas alcanzan a iluminar unas decenas de metros más de la castigada carretera. Lejanas luces de ciudad rompen la monotonía del valle, oscuro, por lo demás, como la profundidad abisal. Tras de la niebla ligera parpadean, débiles e inconstantes, dibujando una suerte de puzzle amarillento e incompleto. Un puzzle de vidas que se entrecruzan y esconden una historia (diferente o igual) tras cada una de ellas; luces que van y vienen, que se esconden y reaparecen sin más sentido que el que pueda tener en río que en su fluir baja, sereno o encabritado, silencioso o en rugido salvaje, hasta su eterna disolución. Y vuelta a empezar.

Juan sale del coche, se sienta sobre el capó y enciende un pitillo. Por un momento mete la mano en el bolsillo del abrigo para comprobar que el revolver sigue ahí. Aterido de frío y miedo observa las luces y se pregunta donde podrá estar la de ella, la de la mujer que le ha llevado hasta la situación en la que se encuentra. Removido en sus cimientos; apresado por la duda y el desasosiego; abocado a la irracionalidad del azar, ése que siempre repudió por resultar matemáticamente inexplicable.

Juguetea con una moneda mientras piensa en los actos y sus consecuencias, en la causa y el efecto, en como una simple mirada puede cambiar un destino aparentemente firme en su rumbo. La teoría del caos aplicada a una insignificante vida, la suya. Muchas veces se ha preguntado, desde que en el autobús, una mañana de primavera camino del trabajo, cruzó la primera mirada con Sabrina, que fue lo que le impulso a invitarla a cenar. A ella que de nada conocía y que nada significaba para él.Y que fue lo que a ella la impulso a aceptar.

La moneda gira en el aire y cae sobre la carretera, justo delante de las luces del vehículo. Por unos instantes Juan se resiste a mirar pero finalmente reúne el valor suficiente y se aproxima para conocer el resultado: Cara. Vuelve a echar la mano al bolsillo del abrigo, coge el revolver y lo tira con fuerza en dirección a las luces parpadeantes.

Un coche gira en mitad de una oscura carretera secundaria iluminando a su paso un cartel en el que se puede leer “Madrid. 40 Km.” y debajo una pintada que reza “Si no bebes, no fumas y no follas, para que vives gilipollas”