lunes, 31 de mayo de 2010

Ritmo de Jazz

Ernesto despierta sobre el suelo del cajero automático, su refugio las últimas semanas. Hacía un frío espantoso pero esta vez, a pesar de la borrachera, consiguió colocar los cartones en la posición óptima, en el rincón preciso, aquel al que la pequeña y pertinaz corriente que se filtra bajo la puerta, llega con más dificultad.

Un haz de sol invernal traspasa el cristal y se le clava en la retina, cegándolo. Maldice por lo bajo y, con la torpeza de un niño gigante, se incorpora. Por unos segundos, queda con la mirada perdida en el reflejo truncado que le devuelve el cristal de la puerta. Odia tener que afrontar la fría mañana sin siquiera un trago que amortigüe la pesada realidad que comienza a dibujarse fuera de su refugio nocturno: Humanidad estresada, coches, humo y ruido, demasiado para alguien al que le duele la cabeza como si le hubieran clavado un punzón en cada una de las sienes. Ernesto tiene la boca pastosa y los labios resecos como el tronco de un alcornoque marchito. Exprime sobre su boca un cartón de vino peleón pero sólo salen unas pocas gotas, insuficientes para humedecer su ansiedad. Busca en sus bolsillos y solo encuentra unas pocas monedas de cinco céntimos, insuficiente para otro cartón.

"Al menos hoy hace sol" -piensa mientras traspasa el umbral del cajero y pasa a sumergirse en plena calle Goya, una mañana de sábado, víspera de nochebuena. En su mano una maleta que guarda celosamente su saxo, ese que siempre le fue fiel y al que nunca le importó su agrio carácter. Se encamina hacia el metro para comenzar su jornada de músico ambulante y, en el trayecto, se cruza con una multitud que pasa por su lado sin rozarle; es como si a su alrededor se formara un campo magnético cuya misión fuera repeler viandantes aparentemente despreocupados. Algunos le miran, apenas unas décimas de segundo, y en sus rostros puede leer asco, lástima o sorpresa, nada parecido a un gesto de complicidad o indiferencia. Los indiferentes, la mayoría, sencillamente no le miran.

Y de entre el bosque de caras aparece una que excita su recuerdo adormecido. El pasado acude hasta él como una ráfagas de imágenes que se concatenan como los sonidos improvisados de una pieza de jazz:

Él con su banda, un foco amarillo redondea su figura sobre el escenario mientras improvisa sobre una sencilla base de bajo, piano y percusión. Elena canta a su lado. Su figura aparece y desaparece entre el espeso humo de una sala abarrotada pero su voz atraviesa el espacio y coloniza galaxias.

El pelo largo, los ojos negros y la piel suave de Elena; sus jadeos salvajes cuando follan en la pequeña buhardilla que alquilaron en la plaza del 2 de mayo. La vida rápida de los tugurios de Madrid y un amor que se quema al mismo ritmo que el "chino" que se fuma las noches en las que no puede concebir el sueño.

¿Qué hay de cierto en todo esto? Se lo pregunta mientras fuma un pitillo con la mirada fija en la claraboya que filtra los primeros rayos de luz. Quizás la respuesta se encuentre en el fondo de ese vaso de güisqui que reposa sobre la mesilla tras la noche de tempestad. A su lado descansa una raya, pálida y más amarga que ninguna pues será la primera del día que amanece. Elena aún duerme la mona. Ya no queda música en sus ronquidos.

Ahora tiene el pelo más corto y las arrugas han comenzado a castigar su fisonomía antes de lo previsto. Quizás sea el rastro de aquellos días de vino y rosas. Viste elegantemente y aún conserva la fuerza en sus negros ojos. A su lado, agarrado a su mano, camina un niño de unos seis años que se queda mirando a Ernesto con gesto de pavor. Uno que todavía no tenía catalogado. Elena no repara en él. Está demasiado concentrada en encontrar un hueco por el que circular. Ernesto solo alcanza a susurrar su nombre mientras ve como se ella se pierde en esa marea en la que él es remolino.