sábado, 26 de septiembre de 2009

La ignorancia

“Nunca nos cansaremos de criticar a quienes deforman el pasado, lo reescriben, lo falsifican, exageran la importancia de un acontecimiento o callan otro; estas críticas están justificadas (no pueden no estarlo) pero carecen de importancia si no van precedidas de una crítica más elemental: la crítica de la memoria humana como tal. Porque, la pobre, ¿Qué puede hacer ella realmente? Del pasado sólo es capaz de retener una miserable pequeña parcela, sin que nadie sepa por qué exactamente ésa y no otra, pues esa elección se formula misteriosamente en cada uno de nosotros ajena a nuestra voluntad y nuestros intereses. No comprenderemos nada de la vida humana si persistimos en escamotear la primera de todas las evidencias: una realidad, tal cual era, ya no es; su restitución es imposible.” Milan Kundera. La Ignorancia.

Un infarto te fulminó en mitad de una mañana de primavera, a ti, que siempre te gustó el invierno.

Los recuerdos se suceden al ritmo de las canciones. O quizás no debería decir los recuerdos, quizás debería hablar sólo de sombras del pasado, brochazos indefinidos que luchan por cobrar forma lógica, imágenes incompletas que asocio a mi vida contigo pero que puede que sean, simplemente y por obra y gracia de mi alquimia de los procesos, de la inercia del momento, falsas; o mezcla de realidades pasadas, distantes en el tiempo, que ahora retornan hasta mi memoria fusionadas en un recuerdo único, reconstruido para la ocasión, para dar sentido a este sentimiento que aún no he terminado de catalogar. Porque mi camino es una sucesión de acontecimientos que se concatenan y se superponen, que en su devenir me han conducido hasta el punto en el que me encuentro justo ahora: frente al ordenador, tratando de reconstruir tu memoria al ritmo de canciones que escucho una y otra vez, seleccionadas con esmero en la soledad de mi despacho, en la noche en la que te he dado el último adiós.

Las ventanillas del coche abiertas y el viento y la música que se enredan en tu pelo, negro como el pozo profundo de mi amor, rizado como la carretera secundaria que recorremos porque nos apetece, porque hoy decidimos que queríamos ver el mar y enfilamos directos hacia el Este, con esa osadía que sólo da el amor incipiente, que siempre es presente, nunca pretérito ni futuro perfecto. Sopla levante y Bob Segger desparrama las notas de “Against the wind”, que suena como una premonición, aunque tú y yo aún no lo sabemos y sólo nos quedamos con esa parte en la que, melancólico, habla de secretos compartidos, montañas que se mueven y fuegos incontrolables.

Un nudo de impotencia que atenaza la garganta. Otra vez el coche (el mismo coche) pero ahora no estás a mi lado. Con la mirada fija sobre la blanca pared de una habitación inocua, anestesiada de calmantes, yaces en la cama de un hospital al que yo regreso con un camisón, algunas mudas y tu neceser. Bruce me dice que todo está bien en este día solitario pero yo no puedo apartar del pensamiento la pequeña pantalla en blanco y negro, en donde unas líneas indefinidas marcan el fin de un proceso, el aborto de una esperanza. Y el rostro circunspecto del ginecólogo, seguido de palabras impostadas, tan gastadas como inútiles. Y tus lágrimas y mi abrazo mudo, porque me niego a repetir palabras de ánimo que sé que son inútiles. Sólo acierto a decirte que voy a casa a recoger tus cosas y a la salida rompo a llorar y llamo a tu madre.

Una pregunta se prende entre el humo espeso que inunda mi despacho, al ritmo de “Strange days”, que me trae al recuerdo tu rostro interrogante:

-Chiqui, ¿No seremos nosotros los raros?

Aún no sabemos si es huida o exilio voluntario. O ambas cosas. En realidad carece de importancia porque es el camino que hemos elegido y en ese momento nos parece el mejor. No sabemos nada de lo que ocurrirá después. Nunca sabremos (y nos lo preguntamos muchas veces) si fuimos nosotros, que no nos supimos adaptar a aquel entorno, que siempre nos resulto ajeno y lejano, o si fue aquella gente hostil y traicionera, de mentalidad provinciana, la que nos hizo sentir como dos seres extraños desubicados y sin rumbo fijo al que aferrarse. Solos tú y yo, con el mar a nuestra espalda y las huestes que no nos atacan, que sólo nos observan, quietas, sin hablar. Hasta que llegó el día en que decidimos darnos la vuelta y mirar al mar y dejó de importarnos lo que quedaba a nuestras espaldas.

—¿Qué significa esta letra, qué dicen? —me lo preguntas con uno de los casquitos en la oreja y tu cara muy pegada a la mía, tumbados los dos en la arena de una playa desierta, como hecha para nosotros, para vivir juntos este momento.

—“Conseguí la llave para la autopista, desahuciado y destinado a irme, me largo de aquí corriendo, andando sería demasiado lento…” eso dice más o menos.

—Me gusta. ¿Tú crees que está vez saldrá bien?

—Estoy seguro cariño

—¿Te vienes a la orilla conmigo?

—No, me quedo aquí, escuchando música… (y mirándote)

Tu oronda serenidad enfundada en un peto vaquero, enroscadas las perneras hasta las rodillas, y el mar verdoso que juega con tus tobillos castigados de lesiones. El sol de media tarde, oblicuo y anaranjado, embellece tu perfil. La luna, más pálida que nunca, desafía a la luz del ocaso y se hace un hueco en mi particular encuadre. Quisiera ser pintor para plasmarlo en un óleo de tonos verdes y naranjas. Pero no lo era, ni lo soy, y ya sólo tengo, como si de una foto se tratara, un recuerdo de tu segunda preñez que siquiera sé si es cierto o si es la fusión de muchos otros. Nunca me importó la inseguridad de mi memoria pero, ahora, me duele porque ya no existes más allá de ella.

¿Eres tú?

—¿El Sr. Manrique? —la voz al otro lado del teléfono suena neutra

—Sí, dígame

—¿Es usted el marido de Ángela Sanabria?

—Sí, dígame, ¿sucede algo?

—Verá —un silencio hermético se apodera del tiempo —su mujer ha fallecido —un silencio que atenazas las palabras —Sr. Manrique ¿está usted ahí?

—Sí… sí. ¿Dónde tengo que acudir?

viernes, 18 de septiembre de 2009

Viento del Oeste - El Chanca

Tenía la cara picada por la viruela y un fulgor en los ojos que denotaba viveza de espíritu. En el barrio le conocían como el Chanca, por su larga melena, lisa y negra, siempre en perfecto estado de revista, y lo corto de su estatura, que hacían que se asemejara en su aspecto a los indios precolombinos. Como ya había uno al que apodaban el Inca, hubo algún gracioso, más cultivado de la cuenta, que propuso el Chanca como el mote idóneo para él. Y así se quedó para los restos.

Hasta dónde su conocimiento alcanzaba —nunca se puede poner la mano en el fuego por nadie, ni siquiera por una madre— él era madrileño de pura cepa y no corría por sus venas sangre amerindia. De hecho, ni siquiera supo, hasta unos años después de ser apodado, que hubiera una tribu en la América de antes de Colón, en lo que ahora es conocido como el Perú, que atendiera al nombre de los Chancas.

Estaba orgulloso, no obstante, de ese aspecto siniestro que los genes le habían otorgado y de su apodo porque, si bien ninguna de las dos cosas suponía la tarjeta de presentación idónea para una fiesta chic, sí que lo eran para dar forma a esa imagen al margen de la ley que él le gustaba cultivar.

En el comienzo de sus andanzas delictivas, alternaba el trabajo en la frutería de su padre con el tráfico de cocaína a pequeña escala, para los colegas del barrio. Era como un juego; la mejor de las maneras de financiar su propio vicio. Luego comenzó a frecuentar locales nocturnos de dudosa reputación y fue engrosando, gramo a gramo, su cartera de clientes, lo que le permitió dejar de trabajar en la frutería y dedicarse exclusivamente al tráfico.

Conocer a Carlos, ese pijo atormentado y medio autista, fue lo que le propulso definitivamente al Olimpo de los camellos, de los que hacen servicio a domicilio, sólo atienden a pedidos de mínimo cinco gramos y conducen una moto de gran cilindrada y colores llamativos. Sucedió, casi sin querer, el día en que Carlos probó su género y lo sentenció como la mejor farlopa que había catado su nariz hasta la fecha. A partir de ahí todo fueron beneplácitos y llamadas de amigos, y de colegas y de amigos de amigos… el Olimpo.

Como decía uno de sus mejores amigos, el mismo que le puso el mote, “lo del chanca es marketing del lumpen”. Lo decía porque había sabido sacar un indudable provecho de su aspecto de indio peruano y de su mote; fue aquello, en gran parte, una de las claves de su éxito ya que había hecho creer a todos aquellos pijos ejecutivos, ansiosos de distinción, que su producto era cultivado a los pies del mismísimo Machu Picchu e importado directamente desde ultramar, sin corte que desvirgara su amarillenta pureza. Inventó, no sin tino, un sello de calidad, que imprimía en cada sobre y que avalaba la procedencia del género. La realidad era otra muy distinta: compraba el género a una familia de gitanos, integrada en el famoso clan de los Minuesa, en un poblado chabolista del extrarradio. La farlopa no era para tirar cohetes pero sí lo suficientemente aceptable como para satisfacer la inexperta nariz de su, cada vez más selecta, clientela.

Ahora, mientras se acerca al poblado a recoger su pedido, puede ver a un personaje que no le resulta habitual, que no encaja en la escena. Alto y enfundado en un largo abrigo negro, Lucio espera, fumando un cigarro, con un hombro apoyado sobre el quicio de la puerta de la chabola de os Minuesa. Un escalofrío recorre la columna del Chanca. Ese tipo, de ojos fríos como los de un tiburón hambriento, no deja de mirarle, como si quisiera ensartarlo. Siente el impulso de girar sobre sus talones y regresar en otro momento. Sabe que algo va a pasar: su instinto de barrio no falla y ahora resuena en su interior como la alarma silenciosa de un banco, recorriendo desde la punta de los pies hasta el último de los negros pelos de su larga y cuidada melena. Finalmente decide no achantarse y seguir el paso, como si tal cosa. Al llegar frente al tipo se queda quieto y mira para arriba con gesto interrogante. Con un poco de suerte le franqueará el paso y nada sucederá. Lucio baja los ojos y se encuentra con la mirada viva del Chanca y con su cara picoteada por la viruela. Le rodea los hombros con su brazo, sin decir palabra. Con un leve movimiento de ojos, le hace girar sobre sus talones. Dice Lucio:

—Demos un paseo y… no te preocupes, relájate que se te ve muy tenso, si me dices lo que quiero saber no te pasará nada —la estampa, dada la diferencia de estatura, es un tanto grotesca. Pasean como lo haría un padre con su hijo. Lucio mira al frente mientras habla y deja entrever en su rostro algo parecido a una sonrisa.


—Y qué quieres saber? —El Chanca demuestra con su pregunta que su instinto de supervivencia queda por encima de sus cojones. No tiene curiosidad por saber quien ese tipo ni a que viene que le asalte así. Directo al grano, como le gustan a Lucio los soplones. Le jode perder el tiempo con preámbulos absurdos que sólo conducen a violencia innecesaria.

—Tú eres el que le pasa la farla a Carlos Almenara —Es una afirmación, sin duda. Ni una sola inflexión en su voz que denote dudas.

—Le conozco, sí

—Bien, la próxima vez que te llame, para lo que sea, me llamas y me dices dónde habéis quedado. Luego haces el servicio como si nada pasara ¿Estamos de acuerdo? —Chanca asiente con la cabeza y Lucio continúa hablando—todo irá bien si haces las cosas como te digo. No volverás a saber nada de mí y tú nunca habrás sabido nada de mí.

Chanca asiente de nuevo, en silencio, mientras recoge la tarjeta de visita que Lucio le tiende. En ella puede leer, “Lucio Cortés, Anticuario” y debajo solamente un número de teléfono móvil.

Lucio enciende un pitillo y se aleja sin mirar atrás, pensando que el muchacho tiene la mirada viva. Está seguro de que no fallará, que prefiere traicionar antes que sucumbir.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Viento del Este - Carlos

Con los ojos muy abiertos, redondos como planetas, clavados en el techo, Carlos hace ya un rato que perdió la esperanza de poder conciliar el sueño. Otra noche en blanco sin nadie que consuele su soledad. Sin levantarse enciende un cigarrillo y su pensamiento se escapa entre las volutas del humo de la primera calada.

El mecanismo del insomnio de Carlos es sencillo: Cena en algún restaurante de moda, con o sin compañía, una o dos botellas de vino y, tras el postre, al calor de un orujo de hierbas, un susurro viperino en el oído que le hace olvidar la última noche de ojos en techo. Sólo tiene que marcar el teléfono del Chanca. En media hora estará esnifando en el cuarto de baño y su percepción del mundo cambiará como por ensalmo. El camarero que le ha mirado altivo durante toda la velada pasará a ser un ser insignificante y ridículo cuya mirada ya no resistirá el brillo de su pupila al sacar la visa oro y pagar la abultada cuenta.Como el de papá cuando les lleva a comer al Horcher y el camarero no para de hacerle reverencias desde que entran.

--Carlos, Carlitos, deja ya en paz a tu prima que no te ha hecho nada –-el niño Carlos persigue a una niña pelirroja con el terror pintado en el gesto. Corren sobre la fina arena, el mar al fondo se presenta encrespado. Él Lleva en la mano, que alza en lo más alto, un rata muerta que agita sobre su cabeza a la vez que profiere gritos como los de un indio enloquecido.

--Este niño -–dice su madre con cara de resignación -–es como el mar cuando sopla levante, que se agita… no vayas a creer que siempre es así, no, normalmente es muy tímido, casi autista. Nos preocupa, chica.

--No te preocupes, querida, en el internado lo enfilarán. Conmigo lo hicieron, y mira dónde estoy ahora --el padre abre una sonrisa diabólica, sencillamente diabólica, en su cara y guiña un ojo en un gesto tan estudiado que parece natural.

Valiente gilipollas su padre, que se creía que tener un buen puesto de ejecutivo en una multinacional y un par de mercedes aparcados en el garaje de su chalet en la moraleja, le daban derecho a ir arrasando por la vida, a dar lecciones al mundo sobre cuál era el mejor camino hacia el triunfo ¿Triunfo lo tuyo, hijodeputa, si no me hiciste caso en tu vida; si no era más que un número en tu pizarra… suficiente, insuficiente, notable, bien… si estoy aquí esnifando sobre el wáter de un restaurante chic porque es lo único que me llena, que me hace sentir realizado; si cada vez que te miro el careto ese de hijoputra que gastas es porque me he metido una loncha de medio kilometro antes? Vergüenza debería darte tener un hijo yonki ¿Eso es triunfar? Cualquier día voy y lo confieso en medio de una de tus fiestas sólo por ver la jeta de imbécil que se te iba a quedar.

Carlos se pone en cuclillas de nuevo y aspira hondo una segunda raya que había permanecido, inmutable al discurso, posada sobre la blanca tapa del wáter. La mandíbula se tensa y el calor comienza a agobiar en el cuello. Se deshace parcialmente el nudo de la corbata. Se baja la cremallera y comienza a mear

Valiente gilipollas su madre. Piensa en ella con una mano en la polla, la otra en la nariz, los ojos entornados, la cabeza hacia atrás y el polvo entrando directo al celebro, como el puto gusano del anuncio, ese que tanto asco daba a su madre, que se tapaba la cara cada vez que salía en la tele y comenzaba a dar grititos medio histéricos de pija desfasada. Luego un lingotazo de güisqui, dos o tres orphidales y a olvidar que existes. Pero no un gusano entrando en la nariz, que no es nada chic, todo lo contrario, es repugnante.¿Tienes que ir maquillada hasta para ver el telediario?

Carlos, Carlitos, abre la puerta del wáter con las pupilas dilatadas y picor en la nariz. Mientras se moja el pelo en el lavabo, puede ver, reflejado en el espejo, a un tipo de aspecto siniestro, enfundado en un largo abrigo negro, que bloquea la puerta de salida al restaurante. Si quitarse el pitillo de la comisura de los labios Lucio agita la pistola que estaba disimulada entre los pliegues del abrigo. Con un leve movimiento de cabeza, que acompaña con un movimiento del cañón de su Beretta, le indica que vuelva a entrar en el pequeño cajón de madera y que se siente en el wáter. Apura el cigarro mientras con el rostro ladeado, clava sus ojos de tiburón en el muchacho que no tiembla, no tiene miedo. Le gusta.

--Tu padre me ha dicho que estás suspenso, que no quiere hijos yonkis en la familia, no es nada personal. ¿Algo que decir?

--Sí, dile que es un hijoputa y que me la pela vivir o morir, que hace mucho que sopla levante en mi vida, hace demasiado que sufro de insomnio.

domingo, 6 de septiembre de 2009

La paradoja

Llevo casi toda mi vida luchando contra el miedo, que no da tregua, que habita dentro de mí. Se asienta perpetuo en la boca de mi estomago y allí permanece vigilante, urdiendo planes de conquista. Para él no existen ni el tiempo ni el cansancio. Ataca en la vigilia y en el sueño, perpetra sus incursiones, plaga mi alma de angustias y regresa victorioso a su atalaya desde donde observa su reinado y vigila para que nunca haya paz.

Tiene facciones monstruosas y cicatrices que le recorren todo el cuerpo. Su sonrisa es de hielo y su espada de fuego. En su cinto, atados con gruesa soga, porta los trofeos de sus victorias: mis fracasos en la vida; se jacta vanidoso de que gracias a él yo no soy nada. Me dice jocoso que soy un ser anodino incapaz de dar un paso sin antes consultarle. Y tiene razón.

Vimos juntos como mi mujer me abandonaba, como mi jefe me despedía, como mis amigos me daban la espalda… hasta que sólo quedamos él y yo, enzarzados en una pugna perpetua que yo siempre pierdo, metidos en una violenta rueda que no se ha roto hasta hoy.
El doctor ha entrado en la consulta y me ha mirado a los ojos.

- Tres meses, máximo seis –me ha dicho impostando la pena en su rostro.

Un súbito alivio me ha recorrido el cuerpo y al cerrar la puerta una sonrisa ha colonizado mi rostro. Luego una carcajada y las miradas de todos los que esperan su diagnostico fijas en mí. ¡Me ha dado igual! Hacía tanto tiempo que no reía que apenas he alcanzado a reconocerme. Andaba ligero, como cuando era un niño y nada me asustaba. La enfermedad y una muerte segura me han hecho vencer la guerra.

Es una paradoja, lo sé, pero todo acabará como comenzó: sin miedo a nada.