Inspiración, espiración... inspiración, espiración. Crispín, o Crispi, o Chipi, como es conocido en el lupanar donde trabaja como camarero, se apoya con una mano en la pared. Encorvado trata de recuperar el resuello. “Puto tabaco”, maldice. Entre bocanada y bocanada dirige su mirada hacia atrás. Cree haber despistado a su perseguidor pero no las tiene todas consigo.
Los pensamientos fluyen desordenados por su cabeza: Abre la puerta de su casa, deja las llaves sobre la mesita del recibidor, se quita la cazadora, entra en el salón. Olor a humo. Una intuición. Un disparo zumba, una bala le roza el hombro y a correr como alma que lleva el diablo. Baja los escalones de cuatro en cuatro. Balas que silban su nombre. Trata de recomponer los acontecimientos, de serenar el pulso de su vertiginoso pensamiento. Supone —no está seguro de nada— que a alguien no le ha hecho demasiada gracia que se dedicase al negocio de la farlopa sin pasar la comisión correspondiente. Se lo habían advertido pero nunca pensó que lo suyo pudiera molestar a los que manejan el cotarro. Ni siquiera los conoce.
Había comenzado con poco, un par de gramos para amigos, alguna de las rameras que le pedía para los clientes... al principio nunca pillaba más de cincuenta gramos de una vez, pero el negocio comenzó a crecer y, coño, no se le pueden poner cercas al campo y mucho menos a los euros fáciles: medio kilo, un kilo, un par de chavales que la cortan y la gramean, que la mueven por las discotecas de la zona. Sobornos a los porteros. Poca cosa. Además siempre había sido discreto, nada de ostentar. Ni siquiera había dejado su trabajo de mierda porque le parecía la tapadera perfecta. Guardaba las ganancias en una caja de seguridad y soñaba con el día en que agarraría toda la pasta y se iría lejos de Madrid. Un pequeño hotel para buceadores en Costa Rica, en primera línea de una playa perdida. Esa era la idea que le rondaba desde que Pancho, el cholo que le pasa la mercancía, le habló de atardeceres en los que el último rayo teñía de verde el Pacifico.
Sigue avanzando, ahora más despacio. Le duele el hombro. Sangre que gotea. Mira atrás: tras la esquina aparece el tipo del piso. Sólo acertó a verle de refilón pero ahí está. Es él, seguro. Abrigo negro, guantes calados, mirada fiera. Le ha visto y avanza hacía él con decisión. Chipi aprieta el paso y tuerce en otra esquina. Ve una iglesia y entra, por intuición: nadie mata a nadie en una iglesia.
Lucio dobla la esquina y no ve a la presa. Observa el suelo. El imbécil del camello no se ha dado cuenta de que va dejando un leve rastro de sangre. Saca la Beretta de la funda bajo el sobaco y la disimula en el bolsillo del abrigo. Franquea la puerta del sagrado templo. Cuando sus ojos se acostumbran a la penumbra, observa: sólo una joven frente a un Cristo al que parece besar en las manos mientras murmura algo. Alguien más: el párroco que sale del confesionario y soliviantado grita a la chica que como se le ocurre besar al Señor Jesús nuestro Dios. “No está mal la ramera”- piensa Lucio– “Parece que le falta un tornillo pero la montaría con gusto”.
Ninguno de los dos se ha percatado de su presencia siniestra. Están a los suyo, discuten acalorados sobre sacrilegios y demás soplapolleces. Por el rabillo del ojo percibe una sombra que se abalanza sobre él. Es Chipi que se ha armado de valor y, desesperado, trata de jugar su última baza. A Lucio le da tiempo a sacar la automática del bolsillo pero el tipo le agarra la mano con fuerza.
Un disparo que se pierde: la María Magdalena que cae con grito ahogado sobre el cura, que la coge entre sus brazos y luego la suelta con un gesto de horror congelado en el rostro. Mira sus manos ensangrentadas, como las del Cristo, y luego a Lucio y a Chipi, que forcejean. No mucho. Lucio se zafa, le empuja y le apunta con calma. Lo ejecuta con un solo disparo en la frente. El cura no acierta a moverse cuando Lucio se acerca con rapidez hasta él. Nada de testigos inoportunos.
—Al menos usted sabe que irá al cielo —dice, y después dispara. Luego mira a la joven tendida en el suelo sobre su propia sangre. Se agacha y le toca la yugular con dos dedos. Está muerta —Dios no es justo, con lo buena que estaba —masculla, y le toca una nalga.
Antes de marcharse, como una sombra, mira a la cara doliente del Cristo, sólo por un instante. Se da la vuelta y encara la puerta del templo. “Juraría que esa estatua me ha guiñado un ojo”, piensa. Y esboza una sonrisa sádica mientras los rayos de sol le golpean tibios en la cara, deslumbrándolo. Gracias a un miserable camello acaba de ver la luz.
Los pensamientos fluyen desordenados por su cabeza: Abre la puerta de su casa, deja las llaves sobre la mesita del recibidor, se quita la cazadora, entra en el salón. Olor a humo. Una intuición. Un disparo zumba, una bala le roza el hombro y a correr como alma que lleva el diablo. Baja los escalones de cuatro en cuatro. Balas que silban su nombre. Trata de recomponer los acontecimientos, de serenar el pulso de su vertiginoso pensamiento. Supone —no está seguro de nada— que a alguien no le ha hecho demasiada gracia que se dedicase al negocio de la farlopa sin pasar la comisión correspondiente. Se lo habían advertido pero nunca pensó que lo suyo pudiera molestar a los que manejan el cotarro. Ni siquiera los conoce.
Había comenzado con poco, un par de gramos para amigos, alguna de las rameras que le pedía para los clientes... al principio nunca pillaba más de cincuenta gramos de una vez, pero el negocio comenzó a crecer y, coño, no se le pueden poner cercas al campo y mucho menos a los euros fáciles: medio kilo, un kilo, un par de chavales que la cortan y la gramean, que la mueven por las discotecas de la zona. Sobornos a los porteros. Poca cosa. Además siempre había sido discreto, nada de ostentar. Ni siquiera había dejado su trabajo de mierda porque le parecía la tapadera perfecta. Guardaba las ganancias en una caja de seguridad y soñaba con el día en que agarraría toda la pasta y se iría lejos de Madrid. Un pequeño hotel para buceadores en Costa Rica, en primera línea de una playa perdida. Esa era la idea que le rondaba desde que Pancho, el cholo que le pasa la mercancía, le habló de atardeceres en los que el último rayo teñía de verde el Pacifico.
Sigue avanzando, ahora más despacio. Le duele el hombro. Sangre que gotea. Mira atrás: tras la esquina aparece el tipo del piso. Sólo acertó a verle de refilón pero ahí está. Es él, seguro. Abrigo negro, guantes calados, mirada fiera. Le ha visto y avanza hacía él con decisión. Chipi aprieta el paso y tuerce en otra esquina. Ve una iglesia y entra, por intuición: nadie mata a nadie en una iglesia.
Lucio dobla la esquina y no ve a la presa. Observa el suelo. El imbécil del camello no se ha dado cuenta de que va dejando un leve rastro de sangre. Saca la Beretta de la funda bajo el sobaco y la disimula en el bolsillo del abrigo. Franquea la puerta del sagrado templo. Cuando sus ojos se acostumbran a la penumbra, observa: sólo una joven frente a un Cristo al que parece besar en las manos mientras murmura algo. Alguien más: el párroco que sale del confesionario y soliviantado grita a la chica que como se le ocurre besar al Señor Jesús nuestro Dios. “No está mal la ramera”- piensa Lucio– “Parece que le falta un tornillo pero la montaría con gusto”.
Ninguno de los dos se ha percatado de su presencia siniestra. Están a los suyo, discuten acalorados sobre sacrilegios y demás soplapolleces. Por el rabillo del ojo percibe una sombra que se abalanza sobre él. Es Chipi que se ha armado de valor y, desesperado, trata de jugar su última baza. A Lucio le da tiempo a sacar la automática del bolsillo pero el tipo le agarra la mano con fuerza.
Un disparo que se pierde: la María Magdalena que cae con grito ahogado sobre el cura, que la coge entre sus brazos y luego la suelta con un gesto de horror congelado en el rostro. Mira sus manos ensangrentadas, como las del Cristo, y luego a Lucio y a Chipi, que forcejean. No mucho. Lucio se zafa, le empuja y le apunta con calma. Lo ejecuta con un solo disparo en la frente. El cura no acierta a moverse cuando Lucio se acerca con rapidez hasta él. Nada de testigos inoportunos.
—Al menos usted sabe que irá al cielo —dice, y después dispara. Luego mira a la joven tendida en el suelo sobre su propia sangre. Se agacha y le toca la yugular con dos dedos. Está muerta —Dios no es justo, con lo buena que estaba —masculla, y le toca una nalga.
Antes de marcharse, como una sombra, mira a la cara doliente del Cristo, sólo por un instante. Se da la vuelta y encara la puerta del templo. “Juraría que esa estatua me ha guiñado un ojo”, piensa. Y esboza una sonrisa sádica mientras los rayos de sol le golpean tibios en la cara, deslumbrándolo. Gracias a un miserable camello acaba de ver la luz.
5 comentarios:
estimado Kurtz, gracias por el comentarios, tambien te enlace, oscuro tu blog
saludos
Sigue esribiendo, pinta bien esto..
Gracias a ti, Francisco.
Eso haré Jordim, el misterioso. :)
Toda la vida con el viejo cuento a cuestas del bien y también el mal tiene su luz a la vuelta de la esquina. Nada es absoluto por más que intenten grabarlo a golpe de cruz, tele o academia.
Besos
Lucio, el personaje protagonista, tiene del todo claro eso que usted dice con tan sabias palabras, querida Isabel.
Un beso para ti
Publicar un comentario