martes, 8 de diciembre de 2009

Cuestión de escrúpulos

— No es tan fácil como muchos piensan, Teo —Lucio habla y el vaho del invierno, húmedo y espeso, escapa de su boca con cada palabra pronunciada. Ningún gesto en su rostro que denote congoja o nerviosismo. Todo lo contrario: su boca es una línea trasversal que bien podría tratarse de una sonrisa. Sus cejas, finas como un pincel japonés, apuntan a un cielo cubierto de nubes amenazantes, casi tanto como los son sus ojos: dos brochazos, negros y profundos, que parecen pintados por el Goya más tenebroso y atormentado. Un gesto esculpido a pico que bien podría reflejar pánico, habida cuenta de la situación, pero que sólo expresa irónica perplejidad.

Teodoro Minuesa, frente a él, apenas a cinco o seis pasos, le apunta con un revólver que a juzgar por cómo le tiembla en la mano podría pensarse que se trata de un pesado lanzagranadas. Su nuez no para quieta en el gaznate. Sus ojos no apuntan en ninguna dirección. Quiere decir todo lo que ha pensado antes de encontrarse en esta situación pero no acierta a decir nada. Tiene la boca emplastada y las palabras no consiguen traspasar más allá de su pensamiento, cada vez más confuso y desordenado.

—Para empezar deberías quitar el seguro a ese pistolón que te han dejado, de lo contrario no podrás dispararme -ahora Lucio enseña una hilera de dientes mientras muerde la boquilla de un pitillo; lo enciende y guardar el paquete y el mechero; con tranquilidad se sube las solapas del abrigo y vuelve a meter las manos en los bolsillos —Hace fío, ¿verdad?, no creo que este sea el mejor día para morir. Si tuviera que elegir, desde luego no elegiría esta puta mierda de día.

Teodoro gira su mano y mira con disimulo el lateral del revólver. El seguro, efectivamente, está puesto. Maldice por lo bajo y, como si acabara de darse cuenta de lo complicado de su situación, mira con pánico a Lucio, que no se ha movido ni un milímetro: permanece erguido, con el gesto entre la interrogación y la ironía, en mitad del sendero del parque, apenas visible bajo el manto de hojas de castaño empapadas de lluvia.

—Quítaselo, Teo, no te preocupes por mí, no me moveré de aquí, si quisiera matarte ya lo habría hecho hace un rato. Quiero demostrarte que lo que te digo es cierto.

El menor de los Minuesa trata de hacerlo rápido pero, entre los nervios, los guantes y su torpeza habitual, tiene que repetir el movimiento en varias ocasiones hasta que por fin lo consigue. Vuelve a apuntar a Lucio de nuevo. El revólver pesa ahora más que nunca. La garganta le quema como si estuviera tragando alcohol, el aire comienza a desaparecer de sus pulmones, como si alguien le hubiera puesto una piedra de doscientos kilos encima, y el sudor, frío como el día, comienza a perlarse sobre su frente. Las palabras siguen presas en algún lugar más allá de la frontera del caos.

Lucio sigue fumando. Las manos en los bolsillos del abrigo y el pitillo prendido en la comisura de los labios. Ladea la cabeza para evitar el humo que trata de colársele en los ojos y deja que el silencio se apodere del tiempo. Transcurre al menos un minuto hasta que vuelve a la carga:

—¿Ves como no resulta tan fácil? Quizás lo parezca, eso no te lo voy a negar, apuntas, disparas y ya está, el Lucio para el otro barrio y tus hermanos todos contentos. Esa es la teoría, al menos. Lo que no te han contado tus hermanos es que no es una cuestión de si tienes o no tienes los cojones para hacerlo. Se trata de escrúpulos, Teo. Los cojones los tenemos todos llegado el caso. Los escrúpulos es otro tema. Si no nos hubiéramos criado juntos lo hubiera sabido por tu gesto de pánico pero es que, además, te conozco, gilipollas. Sé que nunca lo harías. Puta conciencia ¿verdad?

Se aproxima hasta él con el paso tranquilo, coge el revólver por la bocana y se lo acerca hasta el corazón y grita

—¡Dispara, coño!

Teodoro cae de rodillas con el brazo en alto. Lucio aún sujeta su mano, aferrada al revolver, apuntando al corazón. Con la cabeza gacha y la mirada perdida sobre el lecho de húmedas hojas comienza a llorar. Farfulla perdones y maldiciones. Suplica la venia de un asesino sin escrúpulos, que si bien no fue su hermano de sangre siempre fue el que mejor le comprendió. Mucho mejor que esos animales que tiene por familia.

Lucio mira hacía su nuca, arranca la pistola de sus manos, vacía el tambor de balas, la arroja entre unos matorrales y continúa su paseo entre los árboles desnudos del parque de El Retiro, gélido y desierto. Sin darse la vuelta, aún escuchando el llanto del que fue su hermanastro, dice:

—La próxima vez, Teo, no tendré tantos escrúpulos. Vete para siempre, yo me encargaré de los tuyos. Valientes hijos de puta.

8 comentarios:

Anónimo dijo...

este es el tipo de relatos sucios que busco,, sigue en ello..

Anónimo dijo...

¡Feliz Navidad, Kurtz!

BATIOLA dijo...

Feliz Navidad y felices fiestas os deseo a tí y a los tuyos, CANTERANO.

Un fuerte abrazo.

Kurtz dijo...

Feliz Navidad a todos.

Alfredo Blanco dijo...

Escribes muy bien. Ánimo y feliz año.

http://unaslecturas.blogspot.com/

Anónimo dijo...

¿Cómo sigue la vida?
Un beso, Kurtz.

Anónimo dijo...

Ya estamos en Semana Santa. Que puedas descansar a gusto.

Un abrazo, Kurtz.

Kurtz dijo...

Hola Anderea,

Ya estoy de vuelta. Espero poder ser más regular. :)

Un abrazo