(Del lat. funambŭlus, que anda sobre una cuerda).
1. m. y f. Acróbata que realiza ejercicios sobre la cuerda floja o el alambre.
2. m. y f. Persona que sabe actuar con habilidad, especialmente en la vida social y política.
La mayoría de la gente piensa que estar allá arriba, a varios cientos de metros sobre el suelo, pendiente tan solo de la búsqueda del equilibrio, de no errar el siguiente paso, sintiendo el cosquilleo del vértigo recorriendo la columna una y otra vez, con cada leve movimiento de la pértiga, con cada latido del corazón, difiere en algo a tener los pies depositados firmes sobre la tierra. Yo, que conozco las dos realidades, puedo asegurarles que no es tan distinto. La vida es igual de caprichosa e inconsistente en el suelo que allí arriba; en ambos lugares, cada paso -cada cien- es una extraña mezcla de habilidad, causa y azar.
La vida de Juan transcurrió por veredas de suaves pendientes en las que el horizonte siempre aparecía despejado. Hay personas que parecen inmunes a la mala suerte, a las que el éxito les encaja con tal naturalidad que no sorprende verlas triunfar; que se mueven por la vida con seguridad insultante, haciendo realidad todos sus sueños con tan sólo proponérselo. Juan era una de ellas, un auténtico caballo ganador. Me ha contado su vida tantas veces, desde que estamos aquí, que me la sé de carrerilla; estoy seguro de que si volviera a nacer podría seguir todos sus pasos sin miedo a equivocarme ni una sola vez. Porque Juan nunca se equivocó cuando todavía respiraba; tuvo siempre las cosas tan claras, era tan meticuloso, que cada vez que me lo vuelve a narrar -parece incansable-, recuerda con exactitud cada paso dado, cada decisión tomada, cada momento incandescente de su, a todas luces, corta existencia. No he sido capaz, a pesar del tiempo transcurrido, de la cantidad de veces que he oído las mismas frases, de encontrar contradicciones en su relato ni posibles fisuras en la persona que un día fue, dechado de perfección. Recuerda su vida de cabo a rabo, hasta en el más mínimo de los detalles. Quizás sea esa su penitencia.
En cuanto a mí podría decirse que no tuve elección, anduve por el alambre desde antes de tener uso de razón. Lo hacía con tanta naturalidad que cuando pisaba el firme de la tierra me sentía inseguro y quebradizo. Mi hogar eran las alturas, mi mejor amigo el vacío bajo mis pies. No puedo contar mucho más porque mi vida se reducía a entrenar y actuar. Sí les puedo decir que hubiera preferido conocer a Juan en otras circunstancias, presentarme ante él de otro modo, pero, como ya he dicho, el azar a veces se empeña en sorprendernos -a unos más que a otros- en el momento menos oportuno. Si dios hubiera existido -ahora puedo afirmar que no- me habría presentado ante él sólo para decirle que como cabrón jocoso no tenía igual y quién sabe si no le hubiese echado la culpa al diablo.
Quizás se pregunten acerca de mi penitencia. Es la continua monserga de Juan, su lloriqueo constante, este gemido lastimero que me perfora el tímpano, como un zumbido infinito que atraviesa el extraño silencio de esta noche que nos ha tocado compartir. Siempre dándole vueltas a lo mismo -a él y a su vida plagada de éxito-, pensando en lo que debió ser, repasando hasta la extenuación cada paso dado, cada decisión tomada, hacia delante y hacía atrás… buscando con habilidad meticulosa una explicación al azar a través de sus causas. Como si eso fuera posible. También tiene la fea costumbre de recriminarme que yo fui el artífice de todas sus desgracias, el causante de lo imposible. Yo suelo reír amargamente cada vez que lo escucho; soporto mi penitencia entre la culpa y el desamparo.
En realidad su única desgracia fue pasear por aquella calle, el día en que el circo llegó a su ciudad, y detenerse a mirar a una rubia despampanante que atendía a mi actuación, esa en la que anunciaba desde las alturas la feliz noticia de nuestra llegada. Fue el día en el que nuestros destinos quedaron ligados para siempre. Yo observaba a la multitud arracimada expectante bajo mis pies, a cientos de metros por debajo, cuando una gaviota decidió posarse en mi pértiga; sentí el leve cambio de peso e intenté retroceder sobre mis pasos pero ya era demasiado tarde porque acababa de emprender una nueva zancada sobre el alambre y aquel movimiento inacabado, acabó por convertirse en el gesto patético de aquel que sabe a ciencia cierta que acaba de traspasar el umbral de la muerte. Por unos segundos quedamos solos el vacío y yo, mirándonos fijamente por última vez. Tengo que reconocer que no se pareció en nada a como lo había imaginado o soñado: caí desde una altura de veinte pisos y ni tan siquiera pude gritarle a Juan que se apartara, el sonido quedo congelado en mi garganta y a pesar de que puse todo mi empeño en ello -el último de mis empeños- no lo conseguí. Juan se había detenido y se encontraba más pendiente -nunca lo ha reconocido- del culo de aquella hermosa muchacha que gritaba horrorizada mirando mi desplome, que de cualquier otra cosa que pudiera suceder a su alrededor. Si se hubiera molestado en levantar la cabeza, tan sólo unos segundos, yo no les estaría contando a ustedes nada de esto.
Los dos morimos en el acto. Nuestros cuerpos quedaron reventados sobre un charco de sangre durante más de ocho horas, fue una vergüenza. El juez que debía proceder al levantamiento de nuestros cadáveres había prometido a su hijo pequeño que aquella tarde le llevaría a ver a Ángel Cristo y sus leones, que acababan de llegar a la ciudad y que por aquel entonces se encontraban en el cenit de su fama, como aquel otro, ese joven prodigio del piano, medio chino medio austriaco… ¿cómo se llamaba?... ah sí…sí… Wan Helldemann. ¿Lo recuerdas, Juan?
1 comentario:
Coronel veo que esta usted en periodo fértil, las musas no le abandonan. Apenas termino de leer una anotación cuando surge otra. Este cuento de penitencias me ha dejado un poco tocada (no olvidemos que soy funámbula, siempre en el alambre) porque cuando andas sobre el filo nunca piensas que puedes caer y me he preguntado cuál sería mi condena...
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