Es seguro que muchos de ustedes aún recuerden a Wan Helldemann, el que fue niño prodigio del piano, ese que arrastró sus huesos por medio mundo, de platea en platea, de plató en plató, como un pequeño mono de feria, tocando piezas de otros ilustres avezados como Mozart, o Haendel. En una ocasión llenó el Wigmore Hall, acompañado por la Filarmónica de Londres; fue una calurosa tarde de julio del 73, cuando se encontraban en el cenit de su fama y su foto colgaba sonriente en las portadas de revistas de medio mundo. En aquel concierto -que luego se supo- legendario, acababa de cumplir doce años aunque lo cierto es que el azar de un oído prodigioso le había llevado a comenzar su particular periplo, de la mano de un padre severo, cuando apenas tenía seis. Tras el concierto su fama experimentó un fogonazo incandescente y a partir de entonces comenzó un suave declive hacía el gris anonimato, tan suave que nadie reparó en él, tan progresivo en su avance que pareció natural. Su foto fue desapareciendo de las portadas, apenas aparecía en las reseñas culturales, su nombre fue borrándose de los carteles iluminados. Había muerto el niño -la noticia-, había desaparecido sin que nadie se enterara, siquiera él mismo.
2 comentarios:
A veces las historias de los niños prodigio me dan mucha pena, porque cuando empiezan a crecer...
Besicos
La historia se repitió muchas veces. Acuérdese, por poner un ejemplo, cómo "el pequeño ruiseñor", terminó convertido en "pajarraco"..
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