La foto
La espuma de los días, de los meses e, incluso, la de los cientos de años, siempre igual, se deshace al pie del acantilado, con cada chasquido de ola sobre su lomo. A esta distancia, que se me antoja kilométrica, puedo ver los jirones de blanca espuma deshaciéndose, perpetuos. Es como si lo llevaran intentando durante siglos, sin conseguirlo. Una lucha de desgaste milenaria.
Desvío la vista del fondo del precipicio y me centro en Teresa. Sonríe para si mientras me mira; debe llevar un rato observando como pierdo mis pensamientos frente al mar, siempre me pasa igual. Sostiene entre sus brazos a Sara, que todavía no ha cumplido un año y ya clava la mirada como lo haría un adulto. Les saco unas fotos mientras bromeo, tratando de arrancar una sonrisa para mí.
No me di cuenta en ese momento pero había conseguido atrapar con mi cámara un momento certero de felicidad; casi nunca nos damos cuenta mientras nos sucede. Fue después, cuando revelé las fotos que hice aquel día de sol inclemente en el cabo de San Antonio. La mirada de Sara emergió desde fondo de la cubeta, como la de su madre, directa al objetivo, entornada por el sol, reflejando nítido el hilo de la inteligencia. Al fondo el faro y un trozo de mar azul, oscuro, jalonado de pequeñas olas que llegan ufanas al final de su viaje: jirones de blanca espuma.
Jirones de blanca espuma
La carretera se encarama, estrecha y sinuosa, a lomos del cabo. Sara, a mi lado, pierde sus pensamientos a través de la ventanilla; su mirada se mantiene fija en el horizonte y en los pedazos de mar que aparecen y desaparecen tras cada curva. Creí que se pasaría el viaje llorando, pero ha conseguido contenerse. Apenas ha hablado y yo tampoco he querido perturbar sus pensamientos. Es algo que debemos hacer, los dos lo sabemos, no hay mucho más que hablar. Ambos lo decidimos, desolados, el día que murió Teresa.
Sopla poniente y el pelo de Sara se enmaraña rabioso hacia el mar. Permanece erguida frente a una pequeña valla de madera que la separa de ese vacío cortado a pico que es el acantilado, sobre el que se posa el faro de San Antonio. Con la urna entre sus manos, pierde el pensamiento en la misma espuma en que yo lo hacía, siempre que veníamos aquí, casi cada verano, antes de la enfermedad de Teresa. Sara es idéntica a ella. Me mira y me sorprende en una sonrisa pausada. Ahora, a sus quince años, aún no parece comprender el por qué de mi gesto, pero estoy seguro que lo hará, tarde o temprano, no hará falta explicárselo, es inteligente.
Las cenizas de Teresa vuelan arrastradas por el viento hacia un horizonte discontinuo;.Quiero creer que van en busca de todos los pensamientos que perdí aquí, mientras ella me observaba y sonreía para si. Sobrevuelan un Mediterráneo que hoy se ha vestido de azul intenso y plata, como si recordara que es ese tu color favorito… azul, oscuro, jalonado de pequeñas olas que llegan ufanas al final de su viaje: jirones de blanca espuma.
4 comentarios:
Asocio el mar con momentos de gran felicidad, de comunión con la bravura de la naturaleza, con la calma, la aspereza, el amor.
Besos
Hoy estuve al borde del llanto, me gusta lo que transmitís. Gracias...
Isabel: El mar, a mí, me abduce... y si es en un buen acantilado, mejor. No hay nada como sentirse pequeño, de vez en cuando.
Un beso.
Gracias, Luz... para mí es una satisfacción saber que emociono a alguien cuando lee lo que escribo. Yo me emociono cuando lo escribo.
Un beso
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