lunes, 19 de mayo de 2008

Cruce de caminos

Hoy, repasando los viejos artículos que escribí, durante la década y media en la que trabajé para el San Francisco Chronicle, como columnista de lo cotidiano y lo excepcional, he rescatado, de entre mis papeles, los apuntes de aquel viaje inolvidable que me llevó, en el curso del caluroso verano de 1938, hasta Greenwood, Missisipi.

Debía cubrir la crónica de un concierto que resultó ser, a la postre, uno de los últimos que dio aquel bluesman que más tarde, el tiempo, se encargó en convertir en leyenda. Ya circulaba, por aquel entonces, de boca en boca, el rumor de que aquel tipo al que yo sólo conocía por un par de fotos y un EP grabado dos años antes -que adquirí para documentarme- había vendido su alma al diablo, en un cruce de caminos, a cambio de poder tocar el blues mejor que nadie. Una historia a todas luces increíble que yo intuía como un filón lleno de posibilidades. En realidad mi idea de entonces era la de llegar más allá… quería recorrer todo el delta del Missisipi, cuna y escenario de esa música que era llanto desconsolado de un pueblo largamente esclavo; un canto lleno de rabia y dolor que nos cuenta -a todos los que aprendimos a escucharla con atención- a través de los siglos y de los hechos más cotidianos, la historia de una injusticia manifiesta. Quería documentarme profusamente para intentar acometer luego un proyecto que nunca llegué a consumar: escribir un ensayo en el que se trazase la lucha de los esclavos americanos y cuyo hilo conductor sería su música, desde el tam-tam hasta el incipiente blues eléctrico.

Fue ese rumor sobre almas y diablos, cazado en medio de una conversación de bar al hilo de una sus canciones, el detonante de que el interés, que ya hacía algún tiempo venía fraguando en mi interior, tomará la forma del deseo incontrolado, de la obsesión irracional. Veía en él la oportunidad de poder convencer a mi jefe de que me permitiera emprender aquel viaje descabellado que me llevaría hasta lo más profundo de la América rural y paleta, en donde un negro valía lo mismo que el estiércol con el que abonaban los campos de algodón. Amplias extensiones de algodonales que, junto a los pantanos, eran casi el único paisaje que parecía vislumbrase a lo largo de kilómetros y más kilómetros.

Cuando por fin di con él, con Robert, ya llevaba casi tres semanas de rutas inverosímiles, en las que recorrí decenas de pueblos de miseria, en los que casi todos -blancos o negros- me miraban con recelo: nadie se explicaba que hacía un tipo del oeste rastreando la pista de un bluesman apenas conocido, que arrastraba tras de él, el estigma de haberse sometido a los designios del más negro de los vudús por una frivolidad tan evidente como era la de tocar la mejor música.

Recuerdo ahora con nitidez la estampa: el sol del tardío atardecer se filtraba tenue y oblicuo por entre las rendijas que dejaban los tablones mal colocados que componían, con precario equilibrio, aquel bar llamado Three Forks, situado, como no podía ser de otra manera, en mitad de un cruce de caminos. Las figuras de Robert y de su guitarra se recortaban fantasmales encima de un paupérrimo escenario que había sido improvisado con una tabla y seis cajas de cerveza. Apenas unos cuantos negros habían acudido aquella tarde a presenciar su actuación y él, ajeno a todo, sentado en un viejo taburete, de espaldas al público y fumando, elegantemente vestido con traje, corbata y un sombrero de fieltro, tocaba su guitarra y cantaba un blues que, desde su quejumbrosa y perfecta cadencia, se desperezaba con soltura por entre las mesas, esquivando los últimos rayos del sol y hechizando, a su paso, a todo los que lo escuchábamos.

Fue una experiencia arrebatadora en la que el tiempo y el espacio parecieron comprimirse en torno a aquel lugar mísero y decrépito, y tras la que puedo atestiguar, sin temor a equivocarme, que nací como un hombre distinto. Recuerdo que juré, en medio de la embriaguez de güisqui y blues, que seguiría la pista de aquel tipo hasta el mismísimo infierno para poder dar fe ante el mundo de que su historia era cierta, de que era del todo imposible tocar así sin que hubiese mediado la intervención de alguna fuerza sobrenatural, se llamase Belcebú o Ishu. Mis intenciones se disiparon, al día siguiente, con la resaca machacando mi cabeza y la amenaza de despido de mi jefe aún fresca en mis oídos.

Unos días más tarde, de regreso a San Francisco, escuché en un bar de carretera que Robert Johnson había muerto víctima de envenenamiento. Al parecer, poco tiempo después de aquel concierto al que tuve la suerte de asistir, el dueño del destartalado Three Forks había regado el güisqui de Robert con una buena dosis de estricnina ya que sospechaba, no sin base, que aquel hijodeputa, acólito del diablo, se estaba beneficiando a su bella esposa delante de sus mismísimos bigotes. “No hay nada más peligroso que un negro paleto y cornudo”, oí decir a un viejo desdentado sentado al fondo del bar en donde apuraba mi desayuno.

Fue entonces cuando la historia, la de Robert y su blues, se convirtió en leyenda.




11 comentarios:

NoSurrender dijo...

ah, el blues es tan, tan literario... Con una historia parecida, sobre Robert Johnson sobre un puente y un extraño visitante gané una vez un Tintero, de ese foro de escritores que has descubierto y que fue mi casa durante mucho tiempo. Aún conservo amigos por allí.

Saludos!

Belén dijo...

No quiero darme publicidad pero hace tiempo escribí sobre su leyenda, siempre me ha atraído...

http://burbujatransparente.blogspot
.com/2007/05/crossroads.html

Besicos

Coronel Kurtz dijo...

Qué curioso, nosurrender. Ya me contarás bajo que seudónimo publicabas. Este cibermundo es tan pequeño.

Belén: No consigo abrir el enlace. Mañana con más tiempo bucearé en tu blog a ver si lo encuentro

Abrazos

NoSurrender dijo...

lizard king era. Siempre he tenido alma de lagarto :)

Da recuerdos míos por allí.

Mad Hatter dijo...

¿Esta historia no se trata también en la película de los hermanos Coen "Oh Brother, Where Art Thou!", una peli que me encanta y que mencioné en la entrada del enlace.
Saludos Coronel!

Juan Pablo dijo...

Me hizo acordar a El Perseguidor de Cortázar porque al leerlo se escucha hasta la música Coronel, muy bueno, muy bueno.
Un abrazo.

Anónimo dijo...

Hoy es el cumple de la Boya, ¡que lo sepas!; por supuesto, me he autoinvitado.

Un abrazo.

Miss.Burton dijo...

Así que tuvo su castigo en vida, un final jodido el suyo, pero me queda el sabor ese que dejas con tus palabras, de que ese señor, aparte de montárselo bien en el escenario, vivía y vivía y vivía. Tiene que ser alucinante el viaje que relatas, irse bien lejos, inyectarse de lugares tan ajenos, tan distintos, seguramente hubo un antes y un después en tu mente con una historia así vivida... Es lo que siento al leerte...
Me alegro mucho de verte, soy una malqueda que ha estado out un tiempo, pero hoy repasando el blog, comentarios mas que nada, te vi y pensé, qué será de aquel tío tan majo.. Bien, sigues aquí, y al cien por cien como puedo comprobar.
Te dejo un beso bien grande... y oye, qué envidia sana me da ese viaje, y ya te digo, lo que queda dentro cuando uno lo vive.

Anónimo dijo...
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Anónimo dijo...
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Silvina S dijo...

Nada como recibir unas clases particulares de guitarra con el diablo como maestro en un cruce de caminos. Exquisitez de relato.