La historia de, llamémosle J., podría parecer increíble a los ojos del común de los mortales. Nosotros -el resto- dudamos y nos equivocamos, así que es lógico que creamos imposible que pueda existir en el mundo alguien que no lo haga o, al menos, que crea no hacerlo. Además, resulta imposible poder medir algo tan subjetivo como son los errores o aciertos de alguien, con un mínimo de objetividad.
Pero no se trata de creer o medir sino de vivir; y yo no les estaría contando nada de esto si no hubiese convivido durante más de cuatro meses -su último invierno- con él; si esta historia me hubiese llegado de cualquier otro que no fuera él mismo. En las largas conversaciones que mantuvimos nunca encontré resquicios que me hicieran sospechar de la veracidad de sus palabras. No sé si era por la seguridad con la que exponía todo, por la seductora manera que tenía al narrar o por el timbre suave de su voz, pero todavía, hoy en día, mientras escribo estas palabras y recuerdo, sigo convencido que todo lo que me contó es rigurosamente cierto y me atrevo a afirmar que J. nunca se equivocó, tan sólo una vez.
Conocí a J. en el ocaso de sus días. Llegué a Fisterra para trabajar como su enfermero particular y acabé siendo su amigo y confidente. Nadie quería aceptar aquel trabajo, las condiciones económicas eran atractivas pero requería aislarse en un caserón de la costa, en pleno invierno, a ver morir a un viejo que se había ganado, entre alguno de mis compañeros del hospital, la fama de déspota intratable. Yo era joven y estaba necesitado así que decidí no hacer caso de las habladurías; la inconsciencia y un grueso fajo de billetes se convirtieron en la corriente que me acerco hasta su orilla.
La primera vez que le vi fue en la lejanía; atardecía sobre la playa en la que recalé a bordo de un pequeño bote pesquero, único modo de llegar hasta aquel lugar inhóspito en donde J. decidió pasar sus últimos días. Él me esperaba de pie más arriba, en los jardines del pazo. Mantengo esa primera imagen en mi retina como la de una postal en la que solo desencaja su figura a contraluz: un hermoso pazo rústico sobre el acantilado; sobre el verde, el mar, un faro y el cielo preñado de oscuras nubes a media altura; y J. recortando el horizonte plomizo, apoyado en su bastón; su largo abrigo ondea leve y él se encuentra tan ladeado que parece que vaya a desplomarse en cualquier momento. Una estampa de ocaso, asolada de fin pero esplendida.
Tenía un cáncer de pulmón terminal y se había retirado –en contra de la opinión de su médico- a donde el considero más oportuno, su pazo de Fisterra. Decidió que necesitaba de aquel aire, frío y húmedo, pero sobre todo de los lluviosos atardeceres del invierno de su infancia. No pretendía más compañía que la sus pensamientos, el mar, su perro Dyck, y aquel desapacible invierno en el que no paró de llover; el doctor -que era además un buen amigo- le exigió que al menos se llevara a un enfermero, alguien que pudiera atenderle cuando el dolor arreciara.
Sería muy largo, mucho más de lo permitido, contarles a ustedes todo lo que hablamos durante las tibias mañanas de paseos por aquella playa solitaria; durante esos atardeceres de frío, en los que sentados en el banco frente al mar y arropados con una manta, nos quedábamos mirando el infinito del horizonte, unas veces callados y melancólicos, otras locuaces… y el sol imperturbable que se escondía tras un mar de bravura, dejando que, una noche más –tal vez la última- un manto de oscuridad nos envolviera leve.
Sí les puedo contar que, a pesar de que podría haberse dedicado a lo que quisiera, se decidió por la inversión en bolsa, que no requería estudios y le pareció el camino más sencillo para alcanzar holgura económica. Comenzó con muy poco -lo poco que consiguió ahorrando la paga como estibador en los muelles de su Vigo natal- pero jamás se equivocó en inversión alguna, así que en pocos años alcanzó una posición más que desahogada.
Antes de cumplir los veinticinco años ya había ganado su primer millón. Conoció a Clara, la que luego sería su esposa y que resultó ser la mujer adecuada para él. Tuvieron dos hijos, Alfredo y Lucia, que si bien no heredaron el don de J., sí se beneficiaron de su influjo… al menos mientras él vivió. Era la de ellos una existencia sin fricciones, más parecida al argumento de un anuncio que a la realidad que vivimos las personas que cometemos errores. Vivían como si nada de lo que pasara en el mundo pudiera contaminarlos.
Clara, había fallecido cuatro años antes de que yo le conociera. Al parecer se atragantó con el hueso de la aceituna de su último Martíni, durante un crucero por las islas vírgenes. Me contó que él no podía viajar y que insistió para que ella no viajara sola. Pero esta vez no le hizo caso y se alejó demasiado.
-Fue -me dijo- cuando la mala suerte -siempre al acecho, siempre sedienta de venganza- aprovechó la oportunidad y entró de lleno en nuestras plácidas existencias. Lo hizo por la puerta falsa, cuando ya nadie la esperaba, la muy hija de puta. Estaba esperando a que me equivocase y aprovechó su única oportunidad.
Fue efectivamente, a partir de ese momento, cuando su mundo comenzó a dislocarse. Aquel hecho había representado tal perturbación que era imposible que no se produjeran réplicas. La muerte de Clara le afectó tanto que ya no quiso saber nada más del mundo ni de sus hijos, que también entraron en una extraña deriva que les alejo para siempre, aunque esto es otra historia que no viene al caso contarles.
A los pocos meses le diagnosticaron el cáncer y tras un rosario de pruebas e ingresos hospitalarios decidió aceptar los nuevos designios y se exilió en su pazo de Fisterra. Quería mirar de frente su destino y morir sereno, quería saber, antes de morir, si aquel error era inevitable o, por el contrario, hubiera podido seguir esquivando a la mala suerte, hasta el fin de sus días. Yo le ayudé a rebobinar, me convertí en una especie de confesor al que pudo contar su vida, paso a paso, sin omitir detalles.
J. murió a los sesenta y cuatro años, frente al mar, durante un atardecer en el invierno de 1999. Estábamos sentados en nuestro banco y los últimos rayos de sol enrojecían la línea del horizonte; le sobrevino entonces un acceso de tos que me obligó a acostarle en la cama sin siquiera cenar; le suministré calmante y antes de dormir para siempre me dijo:
3 comentarios:
Que historia mas tierna!
A pesar de todo, aunque tengas una flor en el culo, siempre la mala suerte acecha claro que si...
Besicos
A lo mejor era el mismo el que atraía la buena suerte. Como la afamada ley que ronda por estos lares.
Cuando muere su mujer,en el fondo se siente culpable, y empieza a pensar en negativo y el mismo provoca su declive.
Dicen que la aptitud hace milagros.
Muy bueno.
Gracias, Chicas.
No sé si por unas causas o por otras el caso es que siempre hay un equilibrio natural que por mucho que nos empeñemos en romper, acaba imponiéndose.
Besos
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