lunes, 8 de septiembre de 2008

La mamma morta

El móvil para asesinar a Mercedes, Merce, Merceditas, era simple: la odiaba. Odiaba hasta su tuétano. Explicar las razones de tanta inquina -por ambas partes- y de cómo llegamos a tal grado de perversidad no viene al caso; baste decir que quince años de convivencia nos convirtieron a ambos en deleznables seres sin escrúpulos capaces de hacer casi cualquier cosa con tal de hacer la vida imposible al otro y que al final fui yo quien ganó la partida.

Nunca he pecado de avaricioso así que no me preocupé de comprobar que beneficio obtendría de la muerte de aquella víbora. Sería suficiente con saber que desapareciera para siempre sin que quedaran sombras de sospechas revoloteando sobre mi cabeza, algún cabo suelto que algún investigador pudiera seguir. Suscribir un nuevo seguro de vida a su nombre, cambiar nuestro estatus de separación de bienes al de compartidos o una consulta a nuestro notario por si hubiera cambiado su testamento en algún sentido durante los últimos años no sólo hubiese despertado sus sospechas sino que, a posteriori, habría supuesto dirigir los focos de la investigación hacia mi persona. Así que no hice nada de eso. En realidad no hice nada distinto a lo que cotidianamente venía realizando por aquel entonces: servirla.

La razón de estas líneas es dejar constancia de cómo sucedió todo, de cómo conseguí matar a mi mujer y salir indemne. En realidad está carta quedará consignada a buen recaudo hasta el día en que yo muera, en que será enviada a las redacciones de varios periódicos de tirada nacional. Debo contarlo porque, de morir conmigo, mi victoria carecería de sentido. Quiero que quede claro que mi conciencia está tranquila; siempre he considerado aquel hecho como la única salida a una vida de desgracia ya que dejarla me resultaba imposible y vivir con ella era un infierno.

Además está el asunto del orgullo, de haber sabido burlar a la ley y a esa mala pécora que era mi mujer, el simple placer que produce narrar la victoria, y la satisfacción que experimento al poder exhibir públicamente el infinito ridículo de las circunstancias que rodearon la muerte de aquella prima donna, a la que todo el mundo adoraba y que fue encaramada al altar de los inmortales el mismo día de su óbito.

Mercedes era una gran soprano. Además era bella y poseía un innegable atractivo. Nadie podía resistirse a su talento y pronto alcanzó las más altas cotas de fama y reconocimiento. Pero en su vida privada, como buena diva, era caprichosa y mezquina. Yo había dejado de importarle hacía mucho tiempo y sólo permanecía a mi lado, legalmente casada, por una cuestión de imagen y porque yo era el único que sabía satisfacer sus excentricidades con eficiencia de mayordomo británico. Eso no impedía que siempre que tenía oportunidad me hiciera sentir como un mísero gusano. Disfrutaba ridiculizándome en público, fuera ante el servicio, personalidades o allegados. Daba igual… yo no era más que un perro fiel al que podía apalear sin contemplaciones.

Pero yo era un perro que conocía sus secretos más íntimos, sus pequeñas manías y vicios. Durante mucho tiempo barajé la posibilidad de editar unas memorias en donde aparecieran reflejadas todas sus miserias, la verdadera faz de una arpía enferma. Pero se adelantó a mis intenciones y me obligó a firmar un leonino contrato de confidencialidad. No me quedó más remedio pues de lo contrario hubiera acabado de patitas en la calle, sin saber donde ir ni nada que llevarme a la boca.

La vida, en cualquier caso, es muy traidora y fue una de esos vicios –el más vergonzante de todos- el que me ilumino la puerta de salida: Mercedes, Merce, Merceditas tenía la manía persistente de hurgarse la nariz y eso, a la postre, fue su perdición. Lo hacía sin contención ni recato: comenzaba masajeándose las aletillas para a continuación introducir un dedo –índice o meñique, dependía de la dificultad del moco- como una sonda a la busca de tesoros escondidos. Aquel instinto, clara herencia de nuestros ancestros los monos, se volvía irreprimible cuando se detenía en algún semáforo o en mitad de un atasco: extraía un moco, jugaba con él, lo convertía en pelotilla y lo lanzaba, a través de la ventanilla, en cualquier dirección.

Sus largas uñas eran como catapultas pelotilleras. Se las limaba ella personalmente, con perfecta regularidad, todos los lunes por la noche mientras escuchábamos ópera; generalmente Verdi o Motzart, sus preferidos; recuerdo con claridad diáfana su expresión mientras miraba desde varios ángulos el anverso extendido de su mano: los ojos entornados, orgullosos y fijos en aquellas palas perfectamente esculpidas para un único cometido: sacar los mocos con óptima eficiencia. Las dejaba finísimas en su punta de manera que asemejaban un puñal. Unas semanas antes de perpetrar el asesinato, mientras la Calas acometía la mamma morta -¿no es una señal divina?-, vino la idea a mi cabeza, como un fogonazo. Fue entonces cuando comencé a pergeñar un plan que a la postre resulto ser perfecto.

La noche de autos, volvíamos a la mansión del lago de Como -la misma desde la que escribo- después de uno de sus conciertos de temporada en la Scala. Ella conducía su coche y yo, como era habitual, la seguía en el mío, otra de sus extrañas manías. Dejé que tomara la distancia suficiente y cuando vi como se detenía ante la luz roja del semáforo de acceso a la piazza Duomo, aceleré y estampé el guardabarros de mi todo terreno contra el culo de su elegante Jaguar de colección, ese al que nunca me permitió subir, a dios gracias, vayan ustedes a saber porque extraño mecanismo mental.

Como era de esperar uno de sus dedos -luego supe que era el índice- se encontraba en plena excavación, de manera que cuando sufrió el impacto súbito, aquel puñal que era su afilada uña se le hundió violentamente en el cerebro, produciéndole una muerte instantánea. No la embestí a demasiada velocidad por lo que todo se interpretó como un fatídico accidente fruto de un despiste, como cualquier de los cientos que se suceden cada día en las calles de cualquier ciudad del mundo.

Sé que me juzgarán con dureza cuando todo esto se sepa pero, ¿acaso no fue perfecto?





1 comentario:

Isabel chiara dijo...

Qué buena la Callas y qué bicho malo Merceditas. El plan es perfecto, aunque no hay nada más tonto que morir apuñalado por uña propia.

Es muy desconcertante el relato, el tono tan formal e incluso solemne y el fondo tan irónico.

Besos