Teodoro Minuesa fue siempre un muchacho taciturno y huidizo. Alguien nacido en el lugar incorrecto y al que la vida le había pesado demasiado desde el mismo momento en que tuvo conciencia de que el río por el que sus circunstancias transitaban no era en absoluto el que él hubiera deseado, una poderosa familia gitana dedicada al tráfico de drogas en uno de los poblados marginales del extrarradio madrileño. Su padre, que era como un animal de bellota que siquiera sabía leer y que sólo conocía de trapicheos y flamenco, nunca entendió la desmedida afición de Teodoro por lo libros. No entendía que no prestase la debida atención a los negocios de la familia y que se dejara arrebatar el puesto, que como primogénito le correspondía, por un hermano al que nada se parecía y que sin duda sí había captado desde su más tierna infancia que la crueldad es del todo necesaria para abrirse paso en el duro mundo de las chabolas. Su madre murió cuando parió al último de sus hijos, entre gritos ahogados, el humo del tabaco de su marido y la visión de su hijo mayor, inmóvil en la puerta con la mirada aparentemente extraviada tras unas enormes gafas, a pesar de que en realidad la estaba mirando fijamente desde el horror de su infancia.
Fue quizás esa pequeña tara, ese estrabismo galopante escondido tras unas enormes gafas de pasta que escondían su mirada perdida, lo que convirtió a Teodoro en un chico tímido que sólo encontraba refugio en unas lecturas que le llevaban muy lejos de aquel lugar, hasta sitios que estaba seguro nunca llegaría a conocer de no ser por las palabras impresas. Solía perderse en fabulaciones extraordinarias en las que él era un valiente explorador inglés de principios de siglo transitando un África salvaje, descubriendo lugares inhóspitos de incalculable belleza, remontando ríos imposibles como hiciera Marlow en busca de un tan fascinante como oscurecido Kurtz.
El resto de los muchachos de su edad en aquel poblado desolado, huido desde su imaginación, convertido en extensa sabana salteada de bao-baps, encontraban en él el blanco perfecto de sus burlas más crueles. Él no hacía caso, había desarrollado una enorme coraza gracias a su fantasía desmedida y los veía como negros de tribus hostiles que trataban de hacer fracasar su exploración y a los que acababa doblegando con el certero ímpetu de su conocimiento de la estrategia y el arte de
Algunos años más tarde, en aquella noche de invierno incruento, se encontraba en el tren en el que Lucio y Julia se cruzaron sus miradas por primera vez, observaba desde la soledad del pasillo mientras exprimía un pitillo con nerviosismo. El revolver que le había proporcionado su hermano le pesaba en el bolsillo del abrigo y gotas de sudor perlaban su frente. Para poder cobrar el dinero que su hermano le prometió, el suficiente como para poder emprender su viaje soñado en el que recorrería todo el continente Africano, a la antigua usanza, como lo hicieran Stanley o Burton, debía matar a aquel hombre de aspecto seguro y fiero, a Lucio, que charlaba amablemente con alguien a quien no alcazaba a ver con su mirada extraviada enturbiada de humo y frío. Era una más de las macabras bromas de su hermano, siempre retándole, por cobarde e inútil, una forma de evitar darle ese dinero que le correspondía por herencia pero que su padre dejo en depósito con instrucciones de dárselo sólo cuando demostrara que era de su sangre, que era un tío con los cojones bien puestos. Su hermano se había convertido, además del jefe de su clan de animales, en el juez y en la parte que habría de juzgar su hombría, que él estimaba que no era otra cosa que la demostración fehaciente de su deshumanización, el quebrantamiento de los principios básicos a los que se había aferrado desde que tuvo uso de razón para diferenciarse de esa caterva de infames analfabetos que le habían tocado en suerte en la ruleta de la vida y a los que le costaba llamar familia. Su hermano, el más infame de todos, el líder de los infames, se dedicaba a torturarle poniéndole retos que no sería capaz de cumplir porque, según decía, era una señorita de mierda y le faltaban los “cohone”. Pero aquella vez se había propuesto llevarlo a cabo, ir en contra de sus principios más elementales y rebanar una vida con tal de ver cumplido su sueño, de poder dibujar ante sus ojos la realidad de aquello que durante años tan sólo había soñado a través de las palabras de otros, de poder respirar el aire de el negro continente, de plasmar en su retina los amaneceres enrojecidos y de soles enormes del Serengeti. Y poder de una vez por todas poner tierra entre su infame familia de analfabetos y olor pestilente del aquel infesto poblado de chabolas, y él mismo, que también dudaba de si era hijo de su padre y hermano de aquellos engendros que gozaban y reían martirizándolo y humillándolo.
Aquella noche de viento y frío intenso fue incapaz de acometer su fechoría, en el último momento, mientras revisaba el revolver se dio cuenta de que en su nerviosismo irracional, había olvidado cargarlo de balas. Y todo el valor que hubo reunido para poder apretar el gatillo se desinfló en una fracción de segundo y se convirtió en repentino alivio y en la imagen de sus hermanos riendo a mandíbula batiente.
5 comentarios:
Como dijo Borges: los hombres somos dioses cuando so�amos...
Lo malo, es cuando abrimos los ojos y nos encontramos con nuestras miserias y nuestras frustraciones...
Un saludo, maestro.
Al final, la vida puede ser hasta justa... y hay momentos en los que esa misma vida da la talla y todo...
Me alegro de ese final, nunca podría haber leido una traición a mano armada, hecha a uno mismo, y la verdad, era un hombre especial, de esos a los que se les coge cariño. No se lo hubiera perdonado, Mr.
Un besazo¡
También me alegro, un hombre de verdad no necesita demostrar a nadie la calidad de sus cojones. Los que creen que sí es necesario, ésos son los cobardes, que parecen dar pruebas a todo el mundo, para convencerse ellos mismos.
Imagino que un buen día, llegó a Africa, no?
Al menos una parte de sí mismo -¿la irracional? ¿o la racional bien entendida?- que le salvó de la catástrofe. Porque un hombre como él dudo mucho que hubiera logrado superar esa traición a sus principios para hacer realidad sus sueños. Nadie puede saltar por encima de sí mismo. Y si lo logra en un acto de desesperación, caerá por el precipicio.
No hay mayor acto de dignidad que rebelarse contra el propio destino. Y ser capaz de arrostrar las consecuencias que invariablemente habrán de derivarse de tal acto de rebeldía.
Un beso, Coronel
Me temo que el relato no ha finalizado con lo cual quedamos abiertos a múltiples posibilidades.
Besos y abrazos
Publicar un comentario